Puro Cuento
Teresa Iturriaga Osa - Ojos de mujer gacela
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- Creado en 29 Noviembre 2020
- Última actualización el 04 Febrero 2021
- Escrito por Teresa Iturriaga Osa

El día que conocí la existencia de los Yoruba fue una mañana de Navidad ante la tumba número 206 en el Cementerio Británico de Funchal, cerca de la Iglesia Anglicana de la Santísima Trinidad. Como todos los años, había organizado un viaje familiar fuera de España para escapar del ruido de los cascabeles. Y ese año fuimos a Madeira, a medio camino entre Europa y América, un paraíso en el Atlántico con una selva de flora macaronésica muy similar a la de las Islas Canarias. Después de visitar la iglesia de rua do Quebra Costas, antes de llegar a la fortaleza Do Pico, el guía turístico nos indicó la entrada al camposanto. Una vez dentro, llamó fuertemente mi atención la sencillez de una sepultura sin lápida con un cartel clavado sobre la tierra y rodeado de pedruscos en forma rectangular. La inscripción explicaba brevemente que allí reposaba Lady Sarah Bonetta Davies, nacida en Nigeria, ahijada de la reina Victoria de Inglaterra y enterrada en agosto de 1880. En su memoria, sin ninguna pompa ni ostentación de símbolos, una máscara ritual realzaba su origen africano sobre la grava. El lugar era delicioso, rebosante de plantas silvestres y un manto vegetal de líquenes, helechos y barrillas cubría las estatuas a su antojo. Era visitado por muchas personas que venían buscando información sobre sus antepasados protestantes cuyos restos habían encontrado en tan bello jardín un digno cobijo para la eternidad desde 1772. Años antes de su fundación, los muertos que en vida no habían profesado la fe católica no tenían un marco legal que les permitiera ser enterrados intramuros y eran arrojados al mar desde los acantilados de Garajau dejando los cadáveres en las rocas a merced de las olas y de los peces. Próximo a las piedras de un mausoleo, bajo la sombra de los árboles, yacía también el monarca africano George Pepple, fallecido en octubre de 1888, Rey de Bonny, uno de los principales puertos del comercio de esclavos de los portugueses desde el siglo XV y una de las mayores zonas productoras de aceite de palma, situada en el Delta del Níger.
Milcíades Arévalo - El gato invisible
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- Creado en 07 Octubre 2020
- Última actualización el 25 Octubre 2020
- Escrito por Milciades Arévalo

La señora Abigail vivía en una casa de paja, en la que apenas cabían ella, sus dos hijos, el loro Artemio y una cantidad de cosas inútiles. El solar sí era lo suficiente grande para albergar un duraznero, hortalizas y flores que aromaban el aire tierno que venía del monte cercano. A uno le daban ganas de quedarse a vivir allí, para sentirse como en otro país.
El día que me encontré con ella me preguntó con gran preocupación si sabía algo de su hijo Felizardo, un chico que no salía del río. La señora Abigail temía que el día menos pensado, se convirtiera en pescado y terminara adornando la pileta del municipio.
—¿Dónde diablos se habrá metido mi muchachito? —me preguntó angustiada. Sólo en ese momento me di cuenta que la señora Abigail se parecía a don Ismael, su difunto marido, setenta años más vieja, el rostro surcado de arrugas, las manos callosas, la mirada perdida en el vacío...
Después del almuerzo fui con mi padre a sembrar trigo. En eso se nos fue la tarde, mi padre empuñando el arado que arrastraba una yunta de bueyes y yo, vestido de espantapájaros, espantando los gorriones, las perdices, las golondrinas y otros pájaros que querían comerse el trigo que había sembrado mi padre. ¡Sí, señor!
Paloma Pérez Sastre - Amor gato
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- Creado en 31 Mayo 2020
- Última actualización el 13 Junio 2020
- Escrito por Paloma Pérez Sastre
Los gatos existen para ser amados.
Los gatos no sirven para amar.
Los gatos sólo saben ser amados.
Darío Jaramillo Agudelo
porque quien ama nunca sabe lo que ama
ni sabe por qué ama, ni lo que es amar…
Amar es la eterna inocencia,
y la única inocencia es no pensar…
Fernando Pessoa
Hasta hace un rato dormías a mis pies; ahora estoy en mi mesa, y tú en la ventana. Desde la altura reconoces el terreno, sincronizas las orejas con los movimientos de afuera. El aire frío viene a tu encuentro y te actualiza en novedades. ¿Qué nos une? ¿Qué te impulsa a estar cerca de mí? ¿La comida que te doy por la mañana? ¿Las caricias cuando tomas posesión de mi pecho?
Amibabud, el mensajero
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- Creado en 01 Junio 2020
- Última actualización el 01 Junio 2020
- Escrito por Sara Harb
Cada comienzo de año voy a ver a mi médico, que alinea mis centros de energía y me prepara para enfrentar el nuevo período. Como siempre, me saluda casi sin mirarme; sé que me ausculta con varios tipos de percepción y que como mujer le gusto, pero hemos llegado a un entendimiento tácito de no incluirnos en nuestras aspiraciones románticas, por el bien de ambos. A través de los años, entre los dos se ha establecido una cofradía que linda con lo secreto. Luego del saludo, se establece entre nosotros una vieja complicidad, que nos permite tratar asuntos inusuales: sabemos que no somos comunes.
Cuando los temas se agotan me dice que debo subir a la camilla. Pone en mis chacras los filtros necesarios, luego me deja haciendo una meditación.
No sé cómo conecto; esta vez lo hago con una información que no logro interpretar pero reconozco, aun con los ojos cerrados. Sé que al médico le asisten seres espirituales que me sanan y me ayudan a entrar en un estadio de percepción especial.
Esta vez, pasados unos minutos, estando en la camilla acostada en esa duermevela que da la búsqueda del silencio interior, siento que la puerta se abre; las entidades que me observan dan paso a alguien que ha entrado, un ser de una estatura descomunal, tan alto que ese detalle me asegura que no es mi médico, sin embargo, dudo. Con los ojos cerrados le pido que, por favor, me llene de amor, que me ayude a resolver mis asuntos.
Se equivocaron
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- Creado en 03 Mayo 2020
- Última actualización el 31 Mayo 2020
- Escrito por Sara Harb
A wanderer is man from his birth.
He was born in a ship
On the breast of the river of Time.
Mathew Arnold
El sonido de un motor que subía por la calle le decía que era un vehículo grande el que se acercaba. Había perdido la costumbre de que algo importante sucediera allá afuera. El encierro al que habían sido sometidos la ciudad, el país, el planeta, no parecía terminar. Decían que era un virus creado, arma de dominio. Perversión que aligeraría las cargas económicas de los gobiernos y los grandes capitales.
Se trataba de un mal planeado con un ingrediente intangible, un arma de control supremo, la más inteligente de todas, el miedo. Así se obligarían a permanecer confinados, enjaulados, sometidos a un delirio creado, muy eficaz. Lo cierto es que moría gente por miles en todo el planeta, pero algo la hacía dudar de que semejante artilugio fuera creado por terrícolas. No eran muy inteligentes los modelos de gobierno ni los gobernantes. Tenía que ser algo más. Inmersa en esa reflexión le volvió todo a la memoria.