Puro Cuento
En la hostería del señor Gustave están recogiendo las mesas de los últimos clientes. La escalera de madera que conduce al salón cruje bajo los pasos de Vincent, el huésped que reside en la buhardilla. Vincent baja con su equipo completo de pintor: caballete, pinceles y caja de pinturas.
A modo de saludo lanza un gruñido ante la presencia del dueño de la pensión y su adolescente hija, Adeline.
-¿Quiere tomar un licor, señor Vincent? pregunta amablemente el posadero mientras frota con un paño uno de los platos.
-No, ahora tengo trabajo. Debo aprovechar la luz al máximo.
Y el pintor sale al exterior bordeando la carretera junto al río en dirección al caserío de Montelívido. Va distraído y sobre todo presa del recuerdo de las dos últimas noches de pesadilla. Los acontecimientos indican que se encuentra de nuevo ante un callejón sin salida. ¿Será otro descenso a los infiernos?
Quiere llegar al cruce que hay ochocientos metros más arriba donde el río hace una curva endiablada –y la carretera también- y adentrarse luego en un sotobosque que conduce a un rincón idílico, muy abrupto en verdad, desde donde se divisa una campiña ondulante salpicada de caseríos olvidados. Mientras camina con brío observa los brochazos de sombra que se agigantan inesperadamente a su paso. El cielo parece muy bajo y amenazante como si incubase tormenta.
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- Por Noel Olivares
Montevideo estaba demasiado caluroso aquel verano y Felisberto huyó de la sofocación que en su habitación de hotel se alojaba impúdica, para colmo, abanicándose frente al balcón que parecía dominar la ciudad y su movimiento, con la intención de recorrer inquieto, o con ligero desespero, parques citadinos. Se detuvo en la Plaza Independencia; cercano al Monumento a Artigas, oteó en pose de cazador discreto y respiró tratando de recuperar el aliento que la inquietud le arrebatara valiéndose de apuro; pero era innecesaria tal preocupación: si es cierto que nos bañamos siempre en el mismo río -contrario a lo que afirmara Heráclito-, también asumir debemos que respiramos al aliento único de la creación. Gustaba de la ciudad en ciertas ocasiones más que en otras, concluyó indeciso entre encaminar latidos hacia el mausoleo del prócer o danzar entre las palmeras extrañamente giratorias. Trató de plancharle rencores a su traje: ¿Por qué hoy la ciudad me alerta y traslada a Marruecos o Túnez? Era Felisberto hombre que siempre parecía estar a la búsqueda de algo, declaraban los vidrios empañados entre sus adoquinadas pupilas y calles andariegas; la incertidumbre de sus pasos, incluso estando fijos; las inesperadas pausas de la mano redactora que desparramaba cardiaca tinta y que resultara ser la delatora máquina de escribir escondida en el puño del saco. La única rival del piano en su acuario corazón.
El sol no daba tregua paseando refractarios dedos de oro sulfúrico a lo anchuroso de la bahía y el cerro, absorbido sensorial, desparramado a puntillismo entre los incontables peregrinos de la tarde joven en la llamada “Atenas del Plata”. Desesperó Felisberto, escuchando preludios y nocturnos de Chopin; sonatas de Mozart; fragmentos en persecución exacta dentro de su pirámide bioquímica, asumiendo que se moría anónimo en la mar de gentes y sonidos, pero la calma que no fallaba ciclos de regreso le amortiguó la prisa hacia una pequeña fuente que no supo recordar -Quizás vendría después… ¿Después de qué?- y en la que encontró asidero momentáneo. Fue entonces que el sol abanicóse dudas y se escurrió para dar paso al eléctrico galpón de nubes provocando deserción en plaza y avenidas, dejando solitario, cuasi adormilado a Felisberto y su reloj de ansias. Saltando aterrado vio lo que presentían los puentes oníricos de su laringe y su jauría de letras le alertaba.
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- Por Jesús Callejas
Mónica Graciela Russomanno, de nacionalidad argentina y española, nació en Santa Fe, en 1966, y es profesora en Artes Visuales. Fue publicada en los diarios Hoy en la Noticia, El Litoral de Santa Fe, La Nación de Buenos Aires, Uno de Entre Ríos, Ideas de Cuba, Xicóatl de Austria y Etcétera de Zaragoza. Editada virtualmente en las publicaciones Inventiva Social, Unión digital, La máquina de escribir, Página uno; escribe ensayos en la revista cultural El Arca del Sur. Ha guionado los videos: El gueto de Varsovia, realizado por los 90 años de la radio "LT9", así como Relatos de Euskadi y El Arca del Sur, participando como invitada mensual en el programa de radio de LT10 "El hombrecito del azulejo". Fue premiada en el concurso por los 70 años de la UNL, en el concurso "Nitecuento" de Editorial Mizares, el certamen de la Editorial "Nuevo Ser", y en el organizado por "Historias para el café". Editada en la antología En bandada, participa como autora invitada en encuentros con estudiantes, y es jurado del concurso anual de cuentos juveniles de la organización "El Puente". En los años 2011 y 2013 fue jurado del concurso de cuentos "Gastón Gori" de la Sociedad Argentina de Escritores filial Santa Fe. En el año 2009 la Asociación Trabajadores del Estado le editó un libro de cuentos, "Historias versas y perversas" dentro de la colección Bienes Culturales.
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- Por Mónica Graciela Russomanno
Cuento policíaco
A Gonzalo Maecha Valenzuela
"La mejor manera de matar los conejos, dijo el hombre de vestido azul, es ponerse detrás del animal y asustarlo". De manera que el conejo, que sentía entonces que algo sucedía, no a su lado ni detrás, sino arriba, sobre su cabeza, obedeciendo a un reflejo que no podía controlar (si el ruido hubiera sido a su izquierda él habría corrido, igualmente por reflejo, por puro instinto hecho acción, hacia la derecha), el conejo alzaba la cabeza, su instinto tratando de descubrir el lugar exacto de donde provenía el ruido, y era ahí, en ese momento preciso donde mostraba su mayor debilidad, porque al hacer ese movimiento brusco, al querer mirar hacia atrás pero por encima de su cabeza, infringiendo todas las reglas de su morfología animal, se desnucaba.
Al hombre de vestido negro la explicación le pareció larga y pormenorizada, pero muy instructiva. "A buen oyente, pocas palabras", dijo. Puso cara de haber entendido todo y dijo que así, tal como se le había explicado, procedería. Era cuestión de colocarse detrás de la víctima, con el arma lista, y llamarle la atención, de manera que cuando la víctima alzara la cara, como quien mira a lo alto, muy alto (no tanto como el conejo pero de todos modos como si quisiera echar la cabeza completamente hacia atrás), encajarle el tiro en la nuca. La víctima, sin ningún esfuerzo de su parte, caería entonces hacia adelante, dejándose llevar por su propio peso.
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- Por Gabriel Uribe Carreño
Dedicado a Francisco Saldaña
Excelente amigo
El cese al fuego que pondría fin a la sangrienta y fratricida guerra civil había recibido el beneplácito de todos los bandos en discordia. Luego de los doce años que había durado la cruenta lucha, no quedaba ningún sobreviviente que pudiera jactarse de haber salido ileso de aquel devastador maremágnum. Había sido una contienda en la que cada uno de los ciudadanos tenía algo que lamentar; sea la muerte o las lesiones de algún pariente o amigo o, simplemente, daños de carácter material. Sí, muy cierto era que ninguno podía salir triunfador de aquel trance;pero, por otra parte, y aunque parezca contradictorio, nadie podía tampoco salir derrotado; el pueblo sólo llevaba las de ganar con el cese de las hostilidades. Por esa razón , cuando se firmaron los prolijos y salomónicos acuerdos d e paz, el país entero, y en particular, el pueblo de Cojontepeque, explotó en una demostración del más puro y genuino regocijo , en una euforia colectiva. Todo era alboroto, algarabía y festejos. Se escanciaron garrafones de guaro y se bailó en las calles y callejones durante más de una semana. Y así tenía que ser, pues los sufridos habitantes ya estaban hasta la coronilla con el tartamudeo de las ametralladoras, las enervantes ráfagas de las metralletas, el aterrador estallido de las minas vuela pies, de los morteros y obuses, de las frecuentes escaramuzas y emboscadas, y, en general, del fragor de las batallas. Es verdad que subsistían los recelos, pero por lo regular, se respiraba una atmósfera de ilusión y esperanza olvidada ya por las viejas generaciones y desconocida por los nuevos descendientes.
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- Por Jorge Kattán Zablah
Inédito
I
K tuvo un sueño. Como lo consideraba digno, decidió elevarlo. Para hacerlo, se dirigió a la Empresa especializada.
Al entrar al edificio, el guarda enguantado se llevó la mano a la visera y entrechocó sus tacos. Se sintió homenajeado.
La recepcionista le preguntó:
–Su nombre y apellido, por favor.
–K de Ka. ¿Alguna otra información?
–No, gracias. Con la red social de Facebook, la información se completa automáticamente, incluso su línea de crédito. Y ahora para orientarlo, por favor dígame qué tipo de sueño quiere elevar.
–Perdón, no comprendo.
–Claro, tipo o clase: un sueño ligero, pesado, circular, cuadrado. De eso depende el tipo de ascensor y la oficina en la que tiene que apersonarse.
–¿Apersonarme? Eso suena un poco policial.
La recepcionista se sacudió graciosamente, sonrió y dijo medio en broma:
–Una vez que se presente y se decida, el fallo será inapelable.
K pensó.
–Bueno, no estoy muy seguro del tipo de sueño. Quisiera soñarlo otra vez.
Nueva sonrisa.
–En la democracia y la libertad, todos debemos tener una segunda oportunidad. Hágalo y vuelva.
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- Por Pablo Urbanyi
Sus dedos habían perdido la forma. Estaban retorcidos, como requemados por la escarcha. Parecían ramas secas de un árbol al que se le estaba escapando la vida. Aunque si uno acariciaba esas manos, las notaba tibias, acogedoras. Aún corría sabia por esas ramas deformadas, aún había tiempo.
Manuel estaba llegando a los noventa años y vivía solo. Por consejo de su hija, accedió a mudarse a un departamento cerca de la casa de Eleonora.
"Así puedo ir a verte todos los días, papá. ¡Necesito que estés más cerca para cuidarte! No seas caprichoso, por favor" Le pedía cuando él se negaba a dejar su lugar.
Después de un invierno duro y en el que tuvo problemas de salud, Manuel accedió al pedido de su hija, con la condición de llevarse algunas de sus cosas. La principal y a la que no iba a renunciar: el piano. ¡El piano era su vida!
El viejo extrañaba la casa grande: su olor, el crujir de las maderas de los muebles y la escalera, el viento entrando por las banderolas de las puertas altas. Los ruidos de la cocina y todos los recuerdos transformados en fantasmas queridos que lo acompañaban siempre. Hacían que nunca se sintiera solo.
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- Por Mabel Enz
Ese día de mayo era otra suma innecesaria de días tropezados por angustias. Entre pecho y espalda, desde hacía mucho tiempo, Villalobos sentía un balón que jugaba de manera macabra a inflarse y desinflarse y que por momentos quería cortarle la respiración para dejarle tirado en cualquier lado y morir en público: acto obsceno que no resistía pensar, pues si habría de morir, lo más digno era hacerlo en su casa o en un hospital así fuera de caridad, qué pena con el mundo, qué desfachatez de la muerte ridiculizando lo efímero, dejándole mal parado frente a los demás en vez de conservar su carácter individual e íntimo que su muestra implica. Y es que uno no se puede ir muriendo por ahí como si nada. El mundo, tal vez como siempre, era muy agitado y el tiempo era una repetida y constante entrega de máscaras como si de su ser o bajo su manga mágica salieran cientos de ellas que correspondían al momento oportuno.
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- Por Danilo Albán
Anoche, a la hora en que acostumbraba acostarse, murió la abuela Clara. El reloj indiferente se atrevió con sus diez campanadas.
El mundo de la abuela Clara siempre transcurría en un patio lleno de plantas donde solían germinar sus sueños, para cada otoño barrerlos y dejarlos en un rincón, esperando que pasara la vida. Ella pudo salir de allí solo porque tío Enrique la inmortalizó en una novela. Escribió "El despojo", un clásico de la literatura. Todos sabíamos que los personajes de la novela eran la Abuela Clara y tía Eugenia.
Tía Eugenia, con sus trenzas apretadas alrededor de su cabeza, sus cuellos altos y esa línea fina que salía de su boca hasta casi perderse en los comienzos del cuello. Tía Eugenia tenía los ojos llenos de rencor, no me gustaba mirarla. Ella se vestía con la humillación de los vencidos. De quien guarda todas sus cicatrices ocultas en sus vestidos oscuros.
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- Por Cecilia Vetti