Desde ese momento me adoptó, a pesar de mi silencio y torpeza. Era tres años mayor que yo y sufría mucho por su familia tan lejos y tan pobre; la entristecía la imposibilidad de regresar a ayudarles porque los militares la matarían, habían desaparecido a muchos de sus amigos y a su novio. Ser de familia judía le permitió salir del país rumbo a Israel.
Y como ella, la mayoría de los jóvenes que se encontraban en el ulpán-kibtutz, (1) eran argentinos-judíos-militantes de izquierda. Y yo, que no militaba en nada, les parecía un personaje insignificante, burguesa sin norte ni compromiso. Me hacían el feo y no querían que estuviera donde ellos estaban.
Hanna, a pesar de compartir con ellos el rótulo de desplazada política y tener su estima y respeto, me protegió a su manera. No intentó integrarme a ellos, tampoco me adoctrinó, pero me enseñó cosas prácticas, claves para que la vida no se atrancara en bobadas: tender la cama y sacudir se hacía todas las mañanas y rapidito, también organizar la ropa y lavar los platos para evitar las plagas.
Yo misma me sorprendía de lo negada que era, como si hubiera vivido en un mundo de princesas, pero no era cierto. Mis padres trabajaban mucho para poder llevar nuestra casa, una casa donde todo era medido: la comida, la ropa, los juguetes,… Pero, eso sí, siempre hubo empleada doméstica interna (dormía en la casa y nos atendía hasta tarde en la noche). Mi mamá decía que no era un lujo, sino una necesidad para ella ir a trabajar tranquila sabiendo que alguien nos cuidaba. Hanna no entendía por qué era tan desubicada y tenía tanto miedo, si era una contemplada a la que le hacían todo.
Siempre sentí que mi vida tenía que ver con no querer nada porque el dinero no alcanzaba. Por eso, cuando llegué a mi último año en el colegio no dudé de que Israel fuera una salida, así no tuviera idea a dónde llevaba; no le costaba un peso a mi familia y allí había un lugar para mí, decía el folleto.
Mis compañeros del colegio vivían en un mundo de casas amplias con jardín, meriendas sabrosas y abundantes, zapatos lustrosos y medias siempre blancas que no se arremolinaban en el tobillo… A pesar de que convivía con ese mundo, me dejaba indiferente, no me incumbía, no puedo decir que lo envidiaba, como si tuviera reservado para mí un mundo de nada: sin apetito.
El encuentro con Hanna, que se reía de mí de la mejor manera, fue una fortuna; creo que su ternura me desatoró y pude reír y comprar chocolates y comer sin medida.
—Sos la princesa más atípica que he conocido –me decía–: como ellas, sos bonita y no sabés nada práctico, pero tampoco aprendiste modales, ni siquiera sabés pedir un favor, como si hubieras crecido amarrada a la pata de la cama.
Y hoy, casi cuarenta años después, mientras enjuago unas medias y reviso con la mirada fija la transparencia del agua, me llega de la nada el recuerdo (que no tengo) del gesto de la mamá de Hanna igual al mío, y advierto que un pedazo de su alma transmigró y hace parte de la mía, porque no lavo la ropa como cualquiera, la lavo como lo hacía la mamá de mi amiga.
1. Programa en los kibutzím (granjas colectivas) donde se estudia hebreo cuatro horas diarias y se trabaja otras cuatro.
Esther Fleisacher
Colombia. Escritora, editora y psicoanalista. Ha publicado los libros de cuentos Gestos hurtados (Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2015), Las tres pasas (U de A, 1999 y Frailejón, 2015) y La flor desfigurada (Hombre Nuevo, 2007); la novela La risa del sol (Sílaba, 2011); y el poemario Canciones en la mente (EAFIT, 2011).
"Lavar la ropa" enviado a Aurora Boreal® por Esther Fleisacher. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Esther Fleisacher. Foto Esther Fleisacher © Esther Fleisacher. "Lavar la ropa" hace parte del libro Gestos hurtados publicado por el Fondo Editorial Universidad EAFIT, 2015. Carátula Gestos hurtados © cortesía Esther Fleisacher y Fondo Editorial Universidad EAFIT.