La columna de Alejandro José López
Una casa en cenizas
El que arrojó la tea encendida sobre la casa fue uno de sus habitantes, quien dijo estar furioso aquel otoño. Y lo estaba, según vociferó, por lo mucho que le fastidiaban las cortinas y los cuadros que adornaban la sala. Los demás habitantes fueron persuadidos por esa ira que el hombre exhalaba a través de sus ojos y sus palabras de fuego; así que pronto se sumaron, con sus furias personales, al ejercicio de la quema. Uno dijo aborrecer, desde hace mucho, la mala distribución de las habitaciones; entonces, encendió una antorcha más y la tiró sobre el piso de la cocina. Otro gritó contra las flores del jardín, cuyos colores no toleraba, y procedió a incinerarlas utilizando un cirio como herramienta. Ninguno de los antiguos moradores quiso perderse aquella fiesta de rabia y fuego; de modo que, con mucha rapidez, todo se fue transformado en cenizas. Aún humeaban los últimos escombros, cuando el invierno los saludó con sus primeros copos de nieve. La temperatura comenzó a bajar drásticamente y, sólo entonces, los viejos habitantes de la casa se acordaron de las frazadas y de los colchones y de los abrigos.
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- Por Alejandro José López Cáceres
No estoy de acuerdo en permitir a los buitres devorar nuestro cuerpo mientras los corazones palpiten aún.
No estoy de acuerdo en consentirle otra vez al oleaje de esta guerra que lance nuestro espíritu a la profundidad de su mar.
No estoy de acuerdo en aceptar que únicamente lucha quien amenaza, quien dispara y quien maldice.
No estoy de acuerdo en combatirles con las mismas armas que lo degradan todo y han convertido esta tierra en un cementerio garrafal.
No estoy de acuerdo en dejar a la mentira repetirse mil veces y admitir, con mi cansancio, que se convierta en verdad.
No estoy de acuerdo con ceder a hijos y nietos una patria arrasada, un legado de encono, una herencia de sangre derramada.
No estoy de acuerdo con vivir atrincherado en la desidia, acomodado en la indolencia y en la altivez inocua de quien practica el desdén.
No estoy de acuerdo en arruinar el destino de quien amo, ni proseguir mi viaje rendido al mandato del rencor.
No estoy de acuerdo en acatar el miedo, ese monstruo informe que devora las entrañas de quien se entrega a él.
No estoy de acuerdo con burlar a quienes lloran, con agredir a quienes sufren, con humillar a las víctimas que han concedido el perdón.
No estoy de acuerdo en acoger lamentos, ni las consignas torpes de la resignación.
No estoy de acuerdo en proscribir la risa, ni en decretar el llanto como elección de estirpe mirando al porvenir.
No estoy de acuerdo en abrazar la ira, ni enmudecer postrado ante los mil rostros de la intimidación.
No estoy de acuerdo en expatriar las mariposas, ni olvidar las cascadas rojas que truncaron ilusiones, sueños y certezas.
No estoy de acuerdo en vitorear oprobios, ni en alabar desprecios, ni en aclamar afrentas, ni en aplaudir vilezas.
No estoy de acuerdo en olvidar la lluvia, en ignorar la luna, en desdeñar el viento que todavía se filtra por el ventanal.
No estoy de acuerdo en derruir ideales, descartar nuestros sueños, arrasar la esperanza y someter la ilusión.
No estoy de acuerdo en ultrajar las rosas, ni afrentar los ríos, ni insultar la nubes en cuyos arreboles me saluda el sol.
No estoy de acuerdo en despreciar a los niños, ni desechar sus rondas, ni desoír los cantos que en este instante justo nos invitan a jugar.
No estoy de acuerdo con vivir a oscuras cuando el sol se aviene cada día nuevo para festejar.
Colombia, octubre 7 de 2016
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- Por Alejandro José López Cáceres
Inédito
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No sabría explicarlo a satisfacción. Dedico mis días al infatigable sortilegio de interpretar las letras que otros han escrito y al extravagante oficio de trazar las mías propias. Sospecho que en el primer asunto es inevitable incurrir en frecuentes tergiversaciones y que, en el segundo, resulta casi imposible juntar dos palabras con acierto y armonía. Y sin embargo ―a vicio de insistir―, me corren ya tantos años en estas inquisiciones que han terminado convirtiéndose en mi destino. Soy muy consciente de lo que significa haber crecido entre libros, en una casa donde siempre se honró la literatura; pero esta mezcla de alborozo y de recóndito martirio que me produce el ejercicio de las letras tiene para mí el valor de una inclinación misteriosa. ¿Por qué me duele tanto esto que al mismo tiempo me gratifica y me embriaga? Quizá ni debería planteármelo y seguramente jamás llegaré a comprenderlo. Sé que ha habido autores declaradamente felices con su vocación, de modo que se permitieron agudezas contra “las agonías de la creación” ―así lo hizo E. M. Forster―. Hay otros que fueron verdaderos ascetas de la escritura y que pregonaron su padecimiento tanto como les fue posible ―ése es el caso del gran Flaubert―. Desde luego, jamás podría alinearme en ninguno de estos bandos, junto a escritores tan admirables. Ambos signos me atraviesan.
Dicho esto, no descarto la opción de proseguir hacia una afirmación categórica. La cualidad primera de una obra literaria es la sinceridad. No hay pericia técnica ni destreza estructural capaz de redimir un embuste de su infame condición. Todo lo contrario: cuanto más se insista en encubrirlo, más evidente será un truco; cuanto más se procure maquillarlo, más chapucero se hará el artificio. A lo largo de los siglos, la literatura ha estado ligada a la revelación, a la iluminación de las más profundas regiones del alma; allí radica su trasfondo místico, allí su perdurabilidad. Y dado que hay aspectos de la naturaleza humana que sólo pueden inquirirse literariamente, resulta imperativo para el escritor adentrarse en esos abismos, tener el coraje de honrar su propio talento apelando a toda su capacidad para ser sincero. Los demás caminos tienen apenas el valor de lo accesorio, de lo anecdótico. Sabemos que nuestro tiempo, sin embargo, ha convertido la tergiversación en su distintivo primordial; por esta ruta ha hecho del éxito, precisamente, el mayor de sus fetiches. De esta suerte, poco importa ya que una obra sea reveladora; basta con que tenga la capacidad de entretener, de recrear masivamente. Con el autor pasa otro tanto: lo fundamental ahora es que sea públicamente un escritor. Aunque no escriba.
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- Por Alejandro José López
Óscar Collazos
1942–2015
Texto leído por el escritor y crítico Alejandro José López con motivo del homenaje que se le hiciera a Óscar Collazos en la Universidad del Valle, el 29 de mayo de 2015. La coyuntura de este breve ensayo está referida a la reciente muerte de Óscar Collazos.
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Uno de los debates que más exacerbó los ánimos entre escritores y artistas del siglo pasado estuvo ligado al tema del compromiso político. En América Latina, el influjo producido por la Revolución Cubana —desde su triunfo en el 59— tuvo las proporciones de un aluvión espiritual. Los jóvenes de aquel momento y de las décadas siguientes llevaron al paroxismo su entusiasmo revolucionario y su disposición para cambiar radicalmente la sociedad. También es cierto que la reacción de las fuerzas conservadoras del continente resultó cruenta y sanguinaria. Cuando miramos hacia atrás podemos confirmarlo: el capítulo que le correspondió vivir a Latinoamérica en el panorama de la Guerra Fría no fue gélido, sino candente y feroz. El idealizado retrato cinematográfico de glamurosos espías y contraespías se transformó aquí —en nuestros vecindarios— en miles de torturados, exiliados, desaparecidos y fusilados. El fanatismo de las fuerzas contrapuestas propugnaba un colofón irreversible: la desaparición física del adversario.
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- Por Alejandro José López
Cuento inédito
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Me parece que es mayo y han de ser las cuatro de la tarde. El hombre sentado frente a su escritorio es rubio y de nariz aguileña. Sus intensos ojos verdes parpadean apenas. Lleva treinta y tres años habituándose a trasegar caminos arduos, a escalar montañas imaginarias. Hoy las páginas de un libro español lo mantienen absorto. Desde la puerta de aquella habitación repleta de volúmenes, alguien lo observa; pero él ni siquiera intuye la presencia del niño. Su mente se halla embelesada en alguna fonda castellana, intimando con acemileros y pastores, con mozas y gañanes. Sus cejas se contraen, su frente se enciende, su mano pasa la página. Y el chico sigue allí, instalado en sus siete años de curiosidad y pantalones cortos. ¿Por qué tanto silencio, por qué tanta alegría? Quisiera volver al solar donde se juega al trompo, al zumbambico; quisiera corretear a los dos bimbos que cuidan su infancia y provocar al pato bulloso y travesear con las cinco gallinas de siempre. Pero se mantiene un rato más en el umbral, fisgoneando la pieza de los libros, intentando comprender aquella felicidad de papá.
Cuando tanto silencio lo desborda, el niño toma una decisión. No ha disipado aún sus misterios; sin embargo, tampoco va a interrumpir la concentración de ese hombre que tanto ama y reverencia. Entiende que ya es tiempo de regresar a las canicas, o al balero; quizá la rayuela venga mejor. Antes de atravesar el largo vestíbulo que lo llevará hasta el patio, dirige una mirada más a la habitación y descubre algo aterrador. Alguien lo vigila desde la pared del fondo y no deja de hacerlo por más que se mueva hacia un lado, hacia el otro, hacia atrás. Se trata de una efigie espeluznante, de una mujer tan fea como el sufrimiento y tan vieja como el rencor. El chico huye despavorido, raudo, con un grito atragantado en la mitad de su propio espanto. Salva la sala en pocos pasos, salta materas y floreros sin causar destrozos; pero su pequeño corazón está a punto de estallar. Sólo cuando sus pies de viento traspasan el quicio que se abre al solar, el niño logra sentirse a salvo. Jamás los graznidos de un pato fueron tan dulces, ni tan encantador el séquito de cinco gallinas; nunca en la historia había sido ni tan poderoso el respaldo de dos pavos.
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- Por Alejandro José López
Cuando una afición te gobierna, hasta la fisonomía se te impregna de sus trazos. Un bibliófilo, por ejemplo, llega a tener una mirada tan insólita que no es posible saber si aquello que la rige es tristeza, abismo, o regocijo. ¿Acaso una mixtura de los tres? En cualquier caso, la lectura brinda una suerte de vida paralela que te habilita para recorrer este mundo a sabiendas de que sólo es uno más entre otros posibles; así, la gravedad de las cosas queda disuelta o, por lo menos, matizada. Y este modo de ver y comprender la vida se le nota al lector, sobre todo al literario, en la cara. Porque sucede que una imaginación corpulenta es el principal recurso para ejercer la libertad.
En esto he pensado cuando me encontré con el escritor barcelonés Enrique Vila-Matas, quien recibiera el premio Rómulo Gallegos en el 2001 gracias a su novela El viaje vertical (1999). Me dije: se le nota y de muchos modos; empezando por sus propios libros. En éstos, que ya son numerosos, muy traducidos y reeditados, hay una mezcla de reflexión y narración que pone en calzas prietas a los críticos cuando intentan clasificarlos. Pero es sobre todo en el aspecto temático donde aparece de manera explícita su pasión libresca, su vocación de hacer literatura sobre la literatura. Tal es el caso de su Historia abreviada de la literatura portátil (1985), donde da rienda suelta y divertida a su actitud iconoclasta. O el de su Bartleby y compañía (2000), en el cual rastrea aquella saga espiritual de escritores que han optado por el silencio al cabo de pocos o de ningún libro. O el de El mal de Montano (2002), novela en la que se piensa la función de lo literario en el mundo contemporáneo y que le valiera al autor el prestigioso Premio Herralde.
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- Por Alejandro José López
La Virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia
Óscar Osorio
Secretaría de Cultura / Gobernación del Valle del Cauca / Premio Jorge Isaacs
2013
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Hagamos de cuenta que no pasa nada. A muchos colombianos les seduce este juego. Juguemos, entonces: "Erase una vez Colombia sin pobreza, sin políticos corruptos, sin barrios marginales, sin guerrilleros ni paramilitares ni ejército; erase, de hecho, una Colombia sin guerra. Y éste era un país sin niños des-escolarizados ni hambrientos, sin desplazados, sin gentes muriéndose en los pasillos de los hospitales suplicando ser atendidos, sin E-Pe-eSes negando medicamentos esenciales ni condenando a muerte a sus propios afiliados con tal de incrementar las ganancias, sin millares de personas viviendo en la indigencia, sin desempleados ni trabajadores mal-pagos ni subcontratados por agencias de empleo expertas en burlarles sus derechos —en este país, desde luego, el Estado no autorizaría agencias de semejante laya—. Erase una vez Colombia sin atracadores propinando tiros de gracia a quienes se nieguen a entregar sus pertenencias, ni canallas que se creen muy machos porque ultrajan a las mujeres que dicen amar, y las insultan y golpean y asesinan o mutilan con ácido. Y éste era, cómo no, un país donde la palabra extorsión ni siquiera aparecía en el diccionario, un país sin narcotráfico —o sea, sin aquella fauna tenebrosa repleta de 'traquetos', 'patrones', lava-perros y sicarios—." Pues bien, a quienes gustan tanto de este juego, voy a hacerles una confesión: a mí también me encantaría vivir en ese país. Sin embargo, lo sabemos muy bien, esta colombiana cotidianidad que nos ha tocado en suerte arroja sobre nuestras vidas infinidad de pruebas que refutan la existencia real de aquella nación. Hasta ahora una Colombia sin todas estas lacras sólo prevalece oníricamente en nuestros mejores deseos: es el país de nuestros sueños. Pero la nobleza de esta aspiración no debería llevarnos a la insensatez de instalarnos allí de modo ingenuo; es decir, volviendo la espalda a la realidad que necesitamos estudiar, diagnosticar, intervenir y transformar. Pretender que la negación de los horrores circundantes nos librará de ellos equivale a enfermarnos de un mal psicológico y cultural, de una dolencia que la sabiduría popular ha denominado siempre el síndrome del avestruz.
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- Por Alejandro José López
Sostiene Pereira
Antonio Tabucchi
Editorial Anagrama
Barcelona
Páginas 184
1999 (1994)
Quizá los libros que más nos gustan deban ese lugar en nuestra escala personal al momento en el cual los leímos. Probablemente, las vivencias de la ocasión nos hicieron más proclives a disfrutar de esas obras. Y luego, cuando sospechamos aquella inestabilidad del criterio, nos procuramos correctivos, antídotos contra nuestra propia condescendencia; así que releemos. ¡Vano intento! Como un Heráclito lector tratamos de regresar a aquel río de palabras que ya es otro... "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos", sentenciaba el poeta.
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- Por Alejandro José López Cáceres
Cuando un fenómeno literario o estético logra una gran repercusión cultural, le sobrevienen epígonos por doquier. Todo el mundo quiere su pedacito de gloria, ya se sabe; incluso hay quienes, para conseguirlo, imitan sin pudor. Hasta este punto, no he dicho más que una perogrullada: cada ratón va por su queso. La cuestión se pone verdaderamente espinosa, sin embrago, cuando dicho fenómeno literario o estético se vuelve hegemónico. El prestigio que logra un determinado núcleo de autores y de obras resulta asaz contundente; de manera que, en lo sucesivo, no parece posible crear de una forma alternativa. Y esto ahoga, desde luego, cualquier exploración artística distinta. Algo parecido ocurrió con el "Boom" de la novelística latinoamericana.
Aunque hubo una gran pluralidad de estilos e inclinaciones en la narrativa de aquellos años 60 y 70, algunos rasgos generales predominaron en sus obras más emblemáticas. La búsqueda de la "novela total", por ejemplo; o la experimentación formal; o el rompimiento de la linealidad temporal. Trazas como éstas presuponen un atento trabajo de lectura; es decir, un esfuerzo para desentrañar los hilos del relato. También es cierto que ponen de manifiesto una vocación de trascendencia, una filiación de sus autores con la "alta cultura". Bueno, nada que objetar: estas características del "Boom" son tan válidas literariamente como sus opuestas. He aquí la nuez del asunto que quiero plantear.
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- Por Alejandro José López
Con excesiva frecuencia nos encontramos listas interminables. Quiero decir: cuando leemos los análisis de versiones fílmicas basadas en textos literarios. Muchas de ellas (por lo general referidas a las transformaciones llevadas a cabo en el proceso de adaptación cinematográfica) suelen venir a dos columnas para facilitarnos el repaso comparativo entre la película y la novela. Y ahí asoman, muy reverendas: de personajes, de escenografías, de acciones, de épocas, de locaciones, de escenas, de vestuarios. O realizadas con cualquier otro criterio. He de confesar que cuanto más exhaustivas son, más tediosa puede llegar a ser la lectura de estos itinerarios críticos. ¿Estoy sugiriendo que la exhaustividad resulta indeseable en este tipo de análisis? No necesariamente. Tampoco digo que el problema sean las listas en sí, como recurso metodológico. Pero habremos de reconocer que demasiados estudios de esta naturaleza se extravían en la minucia: buscando ponerlo todo, dejan de poner lo fundamental.
No obstante, sabemos que elaborar listas siempre es un ejercicio tentador en estos casos. Seguramente porque nos permite adelantarnos en la identificación de las diferencias más notorias entre la obra cinematográfica y la novela original. Con todo, este expediente no representa per se un verdadero avance crítico. Me explico: dada la naturaleza intrínseca a todo trasvase, es decir, al procedimiento que consiste en llevar un relato de un soporte expresivo a otro (en este caso, del verbal al audiovisual), realizar modificaciones viene a ser un presupuesto de base. Adaptar es transformar, es adecuar una narración a los requerimientos y posibilidades de otro lenguaje. ¿Cómo podríamos evitar, entonces, que el análisis de una adaptación fílmica devenga en la constatación mecánica de aquello que de entrada ya se presupone? Habría, probablemente, contestaciones muy diversas para este interrogante.
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- Por Alejandro José López
Lo mío no será tachar al "Boom", como se ha puesto de moda entre tanta gente de mi generación. Al contrario: lo mío será subrayarlo. Y celebrar estos cincuenta años transcurridos desde su deslumbrante explosión. ¿Quién tiene la fecha? Aunque no hay consenso, nadie podría negar que "La ciudad y los perros" (1963) de Vargas Llosa y "Rayuela" (1963) de Julio Cortázar algo han tenido que ver con su detonación. Los nuevos detractores del "Boom" han sacado otra vez el viejo memorial de agravios y repetido las vetustas diatribas de siempre. Pero yo voy a celebrar, pues he crecido leyéndoles, admirándoles y aprendiendo de su maravillosa literatura. Hay mucho que agradecerles. Aunque teníamos en Latinoamérica novelas importantes antes de los años 60 del siglo pasado, lo cierto es que apenas sí teníamos novelistas. Quiero decir que aquellas obras previas al "Boom" o fueron libros únicos de sus autores o, con muy raras excepciones, pertenecieron a repertorios bastante magros. Para mal y para bien, en América Latina el novelista profesional fue inventado en esa década prodigiosa.
Claro que hay más. A mediados del siglo pasado, la narrativa en lengua española había caído en el marasmo de un realismo más bien soso, convencional. La poesía, en cambio, venía de recorrer varias décadas de esplendor a ambos lados del Atlántico. Sin embargo, nuestra novela no acababa de modernizarse, no lograba asimilar el ímpetu renovador que las vanguardias artísticas habían inoculado en otros ámbitos de la cultura. Así fue hasta "La llegada de los bárbaros" (2004), como los llamaron Joaquín Marco y Jordi Gracia en aquel volumen recopilatorio sobre la recepción de estos narradores en España. Cierto: no es posible formular una estética común al leer las novelas publicadas en esos años, porque no la hay; pero sí es notorio, de una a otra, el empeño de sus autores por reinventar el género, por zafarle esa rémora tradicionalista que ya le impedía respirar. Y eso también es de agradecer.
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- Por Alejandro José López
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Nos abruma la cantidad de hechos violentos que pueblan nuestra vida cotidiana. Y más aún cuando, al asomarnos en el balcón de la historia, descubrimos que los de ahora sólo continúan una interminable saga de acontecimientos atroces. Vivimos en un país que se ha empeñado en mantener vigentes de una década a otra, de un siglo a otro, las prerrogativas a la crueldad. La nuestra es una memoria repleta de cicatrices y nuestro presente, una herida que no para de sangrar.
Todos en Colombia hemos vivido de cerca, en una forma u otra, los tormentos que inflige la barbarie. Unos más directamente: las víctimas, cuyo sufrimiento y memoria han de repararse y honrarse. Algunos hemos sido testigos consternados en esta visceral tradición de la infamia y otros han tenido que despedir a los suyos, obnubilados por su propio dolor. En nuestra aciaga historia como Nación, el signo de los tiempos ha operado no pocas veces su papel de noria, transmutando a los dolientes en nuevos verdugos ansiosos de revancha. Reconocer esto no exime de su responsabilidad a quienes han ostentado el poder en este país, pero indica su cuota de sangre. Y esto exhorta, precisamente, a subrayar la insensatez del pacto social precario que se han empeñado en mantener, un sistema cuya médula sigue siendo la exclusión de la inmensa mayoría y los privilegios de un puñado de gentes.
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- Por Alejandro José López Cáceres
The Buenos Aires Affair
PUIG, Manuel
Editorial Sudamericana
Buenos Aires
1973
Llegué a aquella librería de usados tras un par de intentos fallidos. Quiero decir: en las dos anteriores no hallé lo que buscaba; así que el segundo librero, amablemente, me dio las indicaciones para encontrar esta tercera. Quedaba en pleno corazón de Madrid, a cinco calles de Gran Vía.
−Buenos días −dije−, vengo porque me contaron que tal vez...
−¡Al grano! −gruñó un viejo de barba rala, desaliñado.
−¿Perdón?
−Dígame el título y ahorramos tiempo −espetó esa voz gangosa, procedente de aquella cabeza que asomaba apenas, en medio de incontables pilas de libros. Decidí usar mi tono más descortés y altisonante:
−¡The Buenos Aires Affair!
El vejete salió de su escondite, pasó por mi lado y se internó en el inmenso laberinto de escaparates atiborrados que entreví al fondo. Volví a escuchar su voz surgiendo de la penumbra:
−¡Autor!
−¡Manuel Puig!
−¡Se dice Puch −me rectificó−, porque es catalán!
−¡No −le corregí yo−, se dice Puig porque es argentino!
Me quedé pensando en ese novelista extraordinario que fue Manuel Puig y recordé que él, precisamente, tuvo que lidiar muchas veces con incomprensiones de todo tipo. Vargas Llosa lo consideró baladí, ¿sus novelas eran algo más que mero entretenimiento? Onetti renegó de su estética Pop, ¿tenía un estilo literario propio? Cortázar desdeñó sus amaneramientos, ¿no se trataba de un lector demasiado femenino? Carlos Barral dudó de su talento, ¿valía la pena publicarlo si carecía de originalidad? Borges ironizó sobre sus títulos, ¿"Boquitas pintadas" no es una campaña de Max Factor? Y, pese a todo esto, ahí tenemos su legado. Sus ocho novelas lograron poner en entredicho las concepciones más tradicionales sobre el valor estético, algo que ninguno de sus muy ilustres detractores hubiera podido imaginar.
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- Por Alejandro José López Cáceres