El varón argentino del presente relato se llama Amancio. Intentaré estructurar un friso (acaso lo será para algunos lectores) crudo y fidedigno. Quien esto escribe, también varón y argentino, se apropiará del transcurrir de una jornada de su amigo del alma. El que lo es desde que cursáramos el colegio secundario en un barrio al que no pertenecíamos:
Se llama Guillermo Gallegos mide cerca de dos metros, es moreno, de oficio mensajero, de andar pausado, y cada vez que toca la puerta de mi casa cerca de la una de la tarde, y lo veo por el ojo mágico es porque trae la viajera noticia de un libro. Ese libro recibido en mis manos y con amable dedicatoria, es para mí como si me hablara la felicidad aunque sea un ratito. El tiempo transcurrido para que llegue hasta mis manos debe estar escrito en el destino de la persona que me lo envía. A veces el libro viene con la sorpresa que no lo esperaba, y otras veces el libro ya viene avisado con una fecha aproximada de recepción. Me siento en el sillón con la comodidad de un lector que va a entrar a descubrir todas las palabras que viven dentro del libro recibido. El tiempo tiene un pacto conmigo, no me interrumpe, pasa ni tan rápido ni tan lento, comprende mis expectativas.
INÉDITO
Cualquiera al ver que el hombre llevaba una torta en su envoltorio, iba a suponer que alguien estaba de cumpleaños. En su gozosa expresión se advertía las ansias de arribar pronto al hogar. Al momento de cruzar el puente Pío Nono sobre el río Mapocho, miró hacia el cauce. Dos niños harapientos que se calentaban al fuego y en una lata de conserva hervían agua, a gritos le pidieron una moneda.
El hermano portero del palacio arzobispal creía que era apenas pasada la media noche, pero en realidad eran las dos de la mañana cuando recibió a un hombre embozado que resultó ser el recadero de la Real Audiencia. El embozado le entregó un papel lacrado. Para el Reverendo, le dijo. El hermano portero hizo el gesto de cerrar la puerta.
Había una silla junto a la ventana. El calor se extendía en la pequeña estación de autobuses. Los pájaros eran infinitas figuras antes del vuelo. Un vaso sudaba su fiebre en la penumbra. La humedad del vidrio dejaba su huella en la mesa. Inútil esperanza porque era puro despojo, cosa inútil e inacabada. Las moscas formaron una nube inestable. Volátiles se movían en la escena. "Ayer dejaron algo", dijo el viejo. Su compañero de trabajo —un muchacho— se acercó. El primero se balanceó en la mecedora. De gimnasta su vaivén por la precisión y el tino: los pies al aire y luego al suelo. Una secuencia donde destacaban la espalda, la camisa a cuadros y los pies alumbrados. Los pájaros, contraste entero del viejo, estaban prendidos al esqueleto de un árbol y desde ahí, al unísono, medraban.
Afuera arrecia en el aire el olor de los melones calientes bajo el sol, maduros y dorados. Hasta el dormitorio me llega su perfume mezclado con el de los jazmines del patio. Y el aire se hace denso, almibarado, impenetrable.
Oigo los gritos lejanos de los chicos que cazan mariposas a ramazos, volteándolas a tierra en pleno vuelo. Las recogen, aún temblorosas, y las meten en cajitas de remedios vacías, hasta que mueren aleteando con un repiqueteo sordo contra el cartón; y luego, con las alas estiradas, las ponen entre las páginas del libro de lecturas o del cuaderno. El viento me trae sus gritos confusos, fundidos con el canto monótono y ensordecedor de las chicharras adheridas a las ramas de los árboles frutales. Mariposas blancas y amarillas, chicharras y perfume de jazmines rancios, calcinados bajo el sol de la siesta.
Sobre mis senos tristes descansa una flor marchita
como aquella flor que me entregaste cuando te conocí, era
extraña, amarilla, con ese color frenético de las grandes pasiones;
tú la prendiste en mis labios con un ligero roce de
los tuyos, y luego, violentamente, como en un extraño ritual
de guerreros, la arrebataste; y clavando tus ojos en mis ojos,
como si una decidida sed de venganza te obligara a desafiarme,
la devoraste poco a poco, hasta dejar su agonizante
tallo bailando entre tus labios, y entonces, fíjate tú, como
que esperabas una última súplica. No sé por qué extraño
misterio pensé en un gato con un pajarito entre sus zarpas,
y dolorosamente, volví el rostro.
Era abril y había pájaros y sombras entre los árboles
y gritos de chiquillos persiguiendo a los perros; tu risa se
Danilo Cruz no pudo cumplir con sus obligaciones de varón en su primera noche de casado ni en las casi cien de intentos fallidos que le siguieron.
Virgen como era, como debía ser entonces en Villanueva la mujer que subía al altar para contraer matrimonio, Rosa Agustina esperó con curiosidad, quizá con algo de ansiedad y temor, que el hombre tomara la iniciativa, sin hacer un gesto que lo ayudara a sobreponerse al desaliento. Huraño él, habituado a la soledad de los campos, a hablarles en voz alta a las gallinas, a los cerdos, a las vacas que ordeñaba y al manso animal que lo llevaba al rancho por la mañana y lo traía de vuelta al pueblo en la tarde, Danilo quedó estupefacto, sin decir una palabra, sudando a chorros ante su esposa, la primera mujer que veía desnuda en su vida.
Las acacias están florecidas, rojas con puntos amarillos.
Digamos que fui el primero que vi al muerto. Después de que sonaran tres disparos secos, como queriendo alejarse sin ser escuchados.
Me asomo por el balcón, miro hacia abajo. Nada se mueve. Nadie suspira. Un silencio oscuro sube. Debajo del poste, la luz alumbra un hombre recostado con su barriga enorme y su cabeza gacha. Parece un borracho durmiendo sus alcoholes. Miro mejor y en su barriga alcanzo a ver manchas de sangre.
Marco el número de la policía.
Llamo al portero: —¿Escuchaste los tiros? ¿Viste algo raro desde la portería?
Con su parsimonia característica, Jesús David sólo atina a decir lentamente:
—Oí unos ruidos raros, pensé que eran petardos, señor Roberto. Aquí acelera su hablar
— Voy a asomarme enseguida.
No espero. Cuelgo rápidamente y bajo las escaleras de dos en dos. Quiero llegar al poste antes que Jesús David. En su ignorancia o en su complicidad podría cambiar algunas cosas.
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