Una mujer camina por Florida.
Mira un suelo que está cubierto de papeles de todos los colores y tamaños. Podría ser hermoso.
Ella recoge uno. Tiene marcas de pisadas. Lo lee y se lo guarda en el bolsillo. Se detiene. Mira al cielo. Amenaza lluvia. Avanza.
Una mujer sola camina por Florida, dobla por Perón donde ya no pisa asfalto sino papel.
La mujer piensa en un hombre. Un hombre que no está en Florida ni en Perón ni en San Martín. En un hombre que está a un millón de años luz y cuya voz, la de alguien que no quiere despertar a quien duerme a su lado, está aún viajando por la galaxia horas después de cerrar el teléfono.
Un ruido bestial la aleja de la cabina.
a Luis Sagasti
Es una expresión que siempre me llamó la atención, aunque quizás ya pertenezca a esa lista de las que uso frente a mis alumnos, en los que solo encuentro una mirada helada de incomprensión, de distancia temporal. Creo que “no tenés cara” se puede parafrasear como “sos un hipócrita”, “justo vos decís/hacés eso”. O, simplemente, por “sos un caradura”: curiosamente, suena contrario y es muy parecido. O a lo mejor me equivoco.
La señora Abigail vivía en una casa de paja, en la que apenas cabían ella, sus dos hijos, el loro Artemio y una cantidad de cosas inútiles. El solar sí era lo suficiente grande para albergar un duraznero, hortalizas y flores que aromaban el aire tierno que venía del monte cercano. A uno le daban ganas de quedarse a vivir allí, para sentirse como en otro país.
Conocí a Henrikke Emilie Pedersen a fines del año diez. Se acercaba por ese entonces a los ochenta, pero su memoria era extraordinariamente lúcida y su conversación cautivante. Si me habré quedado horas enteras sentado frente a ella en la penumbra, oyéndola rememorar tiempos pasados. Ahora el café de la casa de tres pisos en la esquina de la Strandgade estaba cerrado, pero ella había conservado intacto el salón con las mesas relucientes, el mostrador de remates de bronce, en un rincón la salamandra a cuya lumbre le habían contado las pausadas historias que ahora repetía para mí.
En invierno, cuando las travesías a Groenlandia se interrumpían, alquilaba los cuartos de arriba a los capitanes que se demoraban en Copenhague. En el cuarto donde ahora estaba yo, se había alojado durante muchos inviernos un noruego silencioso que se ahorcó en el puerto, adonde iba a contemplar todos los días un mascarón de proa en forma de sirena de la que, dicen, se había enamorado.
Aquí estoy, otro día en la plaza, esperando ese bus que me lleva siempre a la casa de la señora rica. Hace un poco de frío, y una tiene que ponerse mucha ropa encima. La señora me dio una chaqueta y un pañolón, y los uso cuando se nos viene el mal tiempo, como ahora.
Cuando vengo a la plaza ya están otras personas esperando el bus. La mayoría son mujeres, entre los 25 y los 40 años, que se ganan, la vida de la misma manera que yo: limpiando casas. Pero también hay hombres en el grupo, entre los 40 y los 45, y jóvenes, de 16 a 20 años, nos subimos, y el bus nos va dejando en las mansiones que hay en el trayecto, y en los hoteles, hasta que llegamos a esa pequeña ciudad que está a la orilla del mar. "Carmel junto al mar" se llama la ciudad, y es muy bonita y muy limpia, con muchas tiendas, y vitrinas en las aceras, y restaurantes.
No eran más que sombras. Todos mis sentidos las percibían como siluetas, espectros o cuerpos vacíos. Me recordaban las manchas que deja el velo en un carrete fotográfico. Yo podía verlas, pero, por más que intentaba, no lograba descifrarlas. Eran imágenes opacas, casi imperceptibles. Parecían inanimadas y, sin embargo, sentía que me miraban. Incluso sentía que me hablaban, creía que lo hacían porque alcanzaba a ver que algo parecido a una boca se movía sin que mis oídos consiguieran escuchar sonido alguno.
El día que conocí la existencia de los Yoruba fue una mañana de Navidad ante la tumba número 206 en el Cementerio Británico de Funchal, cerca de la Iglesia Anglicana de la Santísima Trinidad.
Inédito
Para Raymond Chandler, por A couple of writers
Capítulo inédito de novela en preparación
“Los escritores deben mirarse directamente a los ojos y, si no ven nada, eso es lo que tienen que decir” —pensó Fernando, masticando su traducción del consejo que diera Chandler. Entonces se puso de pie y fue por un buche de aguardiente de la damajuana, a ver si se le aclaraba la cabeza, se le vidriaban los ojos y añadía aunque fuera un párrafo a Ya nadie escribe cartas de amor.
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