Puro Cuento
Le contaré un secreto atómico.
Interrúmpame si ya lo sabe.
William S. Burroughs El almuerzo desnudo
Wonk Kwok-Heng se encuentra frente a un cuadro de Malevich mentalizándose para tratar de vencer la supremacía del blanco. Nadie lo ha obligado, pero siente la necesidad de anteponerse a lo que su mirada capta. Desde niño aprendió que como hombre se debe estar por encima de todo lo que se crea y, aunque el cuadro no sea parte de su creación, (él se dedica a otros quehaceres más ingratos: escribir biografías), se ve empujado a situarse por encima de lo que el cuadro significa para él y entenderlo desde esa perspectiva. No hay desdén hacia el artista, tampoco mofas. Hay admiración. Hay intriga. He ahí el reto.
Ignora si se trató de un chispazo producto de una inspiración sugestionada por sustancias o por desesperaciones extremas. No sabe quién es o fue Malevich. Viendo el cuadro intuye una desgracia. Eso es lo que mejor sabe: lo que son las desgracias. En su caso cree apropiado diferenciarse. A pesar de su vida de tribulación continua, él ha sabido canalizar lo negativo, lo exasperante, y rellenar el recipiente de la basura con la mayor parte de ello. Y salir avante, siempre por encima de las cosas, con el fulgor de una mitología personal que lo satisface cada vez que se ve en el espejo, cada vez que lee su nombre en los periódicos y en las revistas, cada vez que Ruey-Jiuan lo acaricia y le dice que el amor es ciego y que el blanco no existe, que no es un color sino una tonalidad, y que puede ser vencido con tan sólo rozar la yema de un dedo y que ésta contenga en sus diminutas ranuritas la suficiente cantidad de suciedad como para derrocar esa gran totalidad imperativa.
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- Por Rafael Romero
La vida es una distracción permanente que ni siquiera
permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae
Franz Kafka
–Va a llover.
–No. No va a llover. Vas a ver que no.
El Capincho alargó la mano hacia arriba, como si fuera a recibir una moneda.
–¿Y ésto? ¿qué es? ¿Viste? Yo te dije.
–No es nada. Una nube.
Extendí la mano a mi vez, poniendo la cara más inexpresiva posible, pero estaba claro que nada convencía al Capincho.
–Técnicamente –dije– ni siquiera es garúa ¿no ves que no moja el piso?
Miré la ruta y más allá la playa, donde la gente se bañaba o se aprontaba para ir a comer.
–Es tan mínimo que… ¿técnicamente sabés qué es? Solo en el País Vasco tienen nombre para algo tan chico como esto. Le dicen chirimiri. Una garúa tan pero tan fina que no moja el piso.
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- Por Pablo Silva Olazábal
Esta historia me fue contada en Oak Park, el barrio del viejo Hemingway y del arquitecto Frank Lloyd Wright, en el que me tocó vivir por razones del azar. Se la escuché a Sasha, mi mujer de aquel entonces. Todavía en esos años —me refiero a fines de la década de los noventa— y seguro que hoy en día también, ella solía decir que era de Yugoslavia. Antes que la guerra empezara y destrozara a ese país, Sasha vivía en Mostar, una ciudad pequeña y placentera de Herzegovina. La vida era buena —me contaba- y parecía que siempre sería de ese modo. Ella y su hermana menor iban a la escuela, jugaban tenis, nadaban en la piscina del barrio. Sus padres, él ortodoxo y ella católica, trabajaban sin que les fuera la vida en el trabajo. A los veinticinco años su padre había construido una casa lo suficientemente amplia para que fuera un nido para su familia. En Mostar —me seguía contando Sasha, mientras bebía un café o preparaba pulpo en aceite de oliva en mi departamento de Oak Park- todas las religiones se podían vivir sin agredir a nadie. Sus padres eran un ejemplo de eso. Jelena era la mejor amiga de Sasha cuando era niña. Su familia era croata pero había llegado hacía más de una década a Mostar. A ratos, Sasha parecía vivir en casa de Jelena, y a ratos, Jelena parecía vivir en casa de Sasha. Cuando la guerra empezó y las tensiones se encrisparon entre serbios y croatas, Sasha y Jelena juraron no separarse nunca, y si el destino las obligaba a hacerlo seguirían unidas en sus corazones. Fue la tarde en que intercambiaron dos rosas blancas.
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- Por José Armando Castro Urioste
Inédito
Para Carlitos Marx, cuyas ideas siempre anticiparán algo.
De Esmirna a Alejandría, y de allí a Ascalón, tierra de Herodes el Grande. Y de Ascalón, el grupo de hombres se desplazó a caballo por diez días con sus noches hacia las legendarias llanuras de los amonitas, descendientes de Amón, hijo menor de Lot. En esas llanuras fue edificado el palacio de Abdul-Rahman Ibn Abi Tálib, imponente por su tamaño y majestuosidad en el decorado, con un jardín interior que también servía de laberinto para los animales exóticos que amenizaban las tardes prolongadas y calurosas de sus inquilinos.
Muchos siglos después, los aguerridos cruzados de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, sitiaron “el castillo de los unicornios”, como empezaron a llamarlo, seguramente porque en la puerta de acceso, resguardada por una barbacana, había un escudo heráldico con esos animales flotando entre nubes, coronados de luces celestiales, proporcionándole un ámbito crepuscular; todo eso era sostenido al pie del escudo por una tortuga roja que ilustraba bizarría de espíritu.
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- Por Antonio Moreno
Tengo una amiga secreta que se llama María Moliner. Nunca la he visto pero la consulto regularmente, hay veces que no me contesta porque lo que le consulto no corresponde al lenguaje de una vetusta dama catalana, por lo menos, es lo que me comenta Carlitos quien se mueve, navega, cómodamente entre la filología y la lingüística. Carlitos es colonés por nacimiento y canario por adopción, su sentido del humor corresponde a ambos países.
Mira, me dijo al teléfono, cuando le pregunté por su profesión, el filólogo es aquel que corta el salchichón (sic) a lo largo, es decir, de atrás para adelante, el lingüista en cambio, hace cortes transversales como habitualmente se hace con el salchichón para observar la estructura de cada rodaja, un cambio mínimo en esa estructura indica el paso del tiempo, recuerda que el vocabulario cambia, se enriquece, se empobrece, aumenta, disminuye, se reduce, se respeta, se viola, a veces la acción de consultar un diccionario es como visitar un cementerio.
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- Por Leonardo Martínez Ugarte
A Serafín Martínez González,
fiel amigo de Sócrates
El profesor Domenico Pazzetti regresó a su casa un poco más tarde que de costumbre. Su esposa mostró cierto disgusto a la hora de la comida, pero el profesor, con la buena conciencia del esposo que jamás en la vida ha dado motivo de que se pueda pensar mal de él, se hizo el distraído, prefirió ignorar la cosa.
Con su cortesía de siempre, en cambio, conversó luego amenamente, contestó a las preguntas que le hacían sus hijos, sobre todo a las del mayor que ya estaba terminando su escuela primaria y que pronto, dentro de algunos meses -el tiempo pasaba tan rápido últimamante-, entraría a hacer su bachillerato precisamente en el establecimiento donde el profesor daba clases.
El profesor Pazzetti se había titulado en Ciencias Biológicas y como no encontró a tiempo un puesto en ninguna sociedad farmacéutica, carrera que le hubiera gustado hacer, en un laboratorio donde pudiera poner en práctica todo lo aprendido en aras de descubrir, tuvo que contentarse con ese puesto modesto de profesor, allá en la provincia, lejos además de toda gran ciudad, de sus influencias intelectuales y de toda posibilidad de carrera brillante; y la señora que estaba en ese momento a su lado, su esposa, que servía la comida, atenta siempre a lo que sus hijos y su ejemplar esposo querían, era la misma jovencita que le había salido a su encuentro años atrás y lo había desviado de todas esas veleidades de trabajos absorbentes de laboratorio, de fama entre pares, de vida mundana y capitalina. Con ella había encontrado una recompensa a la que jamás había ambicionado: la paz del hogar.
Hasta esa noche en que la paz tuvo una manchita, sombra dudosa que finalmente la esposa borró, y todo volvió a la calma de siempre. El hecho de que el profesor hubiera tenido un pequeño retardo en su hora acostumbrada para regresar a la casa, no iba a ser motivo de discordia doméstica, para qué darle proporciones exageradas a una de esas menudencias de la vida diaria, a una cosa que le hubiera podido también suceder a ella, que su vecina la hubiera demorado, por ejemplo, que en la tienda no la hubieran despachado a tiempo, razones que se daba ella misma sin poder de todos modos ignorar un pequeñísimo dardo, como la puntita de una aguja que hace mal en el corazón. Le molestaba el hecho de que el profesor no hubiera dado ninguna explicación. Silencio en torno a un retardo para ella injustificado.
Apenas dos días después el profesor volvió a infringir el ritmo acostumbrado de sus llegadas, esta vez cuando metió su llave en la cerradura de la puerta de su casa era realmente tarde; como si hubiera salido por ahí con amigos, cosas de ésas pensó la esposa en seguida, excusándolo. Eran cosas que hacían todos los hombres. Todos, menos el suyo, claro, pues ella jamás lo hubiera tolerado. De todos modos, el profesor Pazzetti era un hombre de conducta moral irreprochable.
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- Por Gabriel Uribe Carreño
Hace más de una semana que Ethel no va a la escuela. Nadie les dice nada pero ellos lo saben, saben que ha desaparecido y que están buscándola más allá del remolino, río abajo, donde la vertiente y el pozo. Pero los habitantes de Pentecostés son muy discretos, reflexivos y bastante armados de paciencia. Volverá, se dicen, en contra de lo que hacen: buscarla mientras los niños están en el colegio, para que no se den cuenta de nada.
Volverá, dice la madre, Ethel no puede haber ido muy lejos, no puede haberse perdido, conoce el pueblo y el campo, y jamás se acercaría al pantano.
Ellos recitan la tabla de multiplicar del cinco. Una y otra vez repiten las cifras, sin prestar ninguna atención a lo que dicen, repiten como repite un loro. Eso es lo que son, loros, dice el maestro ciruela.
Maestro ciruela le llaman a su espalda.
Ethel salió de su casa llevando su cartera con el libro de lectura, la cartuchera con los lápices de colores y el lápiz de tinta, el cuaderno de renglones y el cuadriculado, también la lapicera de caligrafía, con pluma de bronce y el tintero, una factura envuelta en papel de estraza para el recreo largo, una tortita negra, pero Ethel no llegó a la escuela.
Ethel hizo el camino habitual, tomó el caminito de la curva, el que pasa cerca del caserón abandonado. Ella, como los otros chicos, jamás tuvo miedo, el caserón lleva años sin puertas ni ventanas, apenas tiene techo y allí no puede haber nadie, pero esa mañana Ethel oyó un ruido a sus espaldas y se volvió pensando que Braulio vendría tras ella corriendo, pero no vio a Braulio. No vio a nadie. No había nadie, sólo el caserón y los espinillos de siempre, y el chañar retorcido y medio seco, y las sierras al fondo, con sus chamuscones de viejos incendios y el techo rojo del sanatorio de mujeres asomando por encima de los eucaliptos. Ethel no vio nada más, nada más. Tropezó. Su cartera cayó al suelo, se abrió y de ella escaparon los lápices de colores que hicieron un arcoíris en la tierra, un arcoíris enmarañado y sin ton ni son, y sintió en su nariz el olor de los lápices, del grafito negro, de la madera recién afilada. Ethel se desdibuja, su tintero redondo de baquelita, el tintero involcable, se parte en dos, la tinta se derrama y enseguida es absorbida por la tierra. No queda nada. Y sólo vio una cosa: una bota que aplastaba la tortita negra, negra como la oscuridad que advino al instante. Y oyó al pájaro, la calandria que cada mañana cantaba posada en el chañar, y la calandria le dijo por primera vez cosas, que no era únicamente el canto, que había también palabras, aunque no las oyera, había palabras, sí, y frases y todas esas cosas que forman el lenguaje, esas palabras que el maestro escribe en el pizarrón y ellos copian en los cuadernos, esas palabras que están en el libro de lecturas...
Y como un relumbrón vino a su mente esa poesía que estaba el la página 21:
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- Por Norberto Romero
Para no gastar el tiempo se acostaba con la ropa puesta. Este nene salió a mí, será músico, tiene el tiempo medido, bromeaba papá. Quizás, respondió mamá, si aprende a regalar el tiempo medido. Mamá creía que los músicos son la gente más generosa, miden el tiempo con sus propios cuerpos y para colmo lo regalan.
A él le parecía imposible medir y regalar el tiempo. Sólo entendía que por haber economizado tantas horas en su tiempo cabía todo, hasta algunas cosas viejas y enormes, como la mancha en la pared, que esa tarde se veía negra en contraste con la blancura de la carta. Aunque Isabel tratara de borrarla a fuerza de detergentes y capas de pintura la mancha trasparecía con la malicia de una diabólica cabeza de payaso cada vez que apartaban el sofá de su lugar bajo la ventana.
Alguien que se levanta vestido se mueve a sus anchas por el tiempo, y más él, que no había vuelto a la escuela desde la ausencia de mamá y papá y gustaba de juegos lentos, dependientes de una mínima flexión muscular. Le entretenía repasar la cartilla casi tanto como limpiar el instrumento de papá, muy bien guardado para que nadie lo encontrara.
También veía televisión de vez en cuando, sobre todo documentales que narraban excursiones a lugares extraños. Por ese medio, sin moverse del sofá, viajó a la ciudad sagrada de Benarés haciendo escala en la asombrosa Isla de Hierro, donde hay un árbol que en vez de frutas produce agua. También visitó un deslumbrante salitral en Uganda, lleno de cigüeñas carnívoras.
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- Por Marta Aponte Alsina
Llegó y dijo que quería verla, y ya nos sobrecogimos.
‘Abrirla’, pensamos, aunque no fue eso lo que dijo, solo verla. Nos miramos todos, todos lo sabíamos igual que se sabe que alguien tiene cáncer y nadie habla de ello por si las palabras despiertan a los demonios. Tampoco era un secreto, porque los secretos se comparten; esto más bien era una muerte, algo que no existe, o que existió pero ya no existe, y por lo tanto algo que tampoco existió. Es lo que tiene la memoria, te puede destrozar la vida en un momento. Todo esto vimos en los ojos de los otros al mirarnos. O tal vez nos lo imaginamos, tal vez solo fue un cuento como los que nos contaban nuestros padres por la noche, llenos de monstruos.
Llegó como las tormentas, sin avisar y sin explicaciones. Ni siquiera conocíamos su cara, pero lo supimos al instante, solo podía ser ella, nadie más estaba al tanto de esta sombra de mi familia. Yo sabía que alguna vez vendría, lo sabía y lo temía, quizás me lo contaron mis padres llenos de monstruos. Creo que nací en esta casa con ese conocimiento, que algún día vendría y querría verla, y que nadie sería capaz de interponerse. Creo que he vivido aquí para ver este día.
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- Por Miguel Rodríguez