Milcíades Arévalo - El gato invisible

La señora Abigail vivía en una casa de paja, en la que apenas cabían ella, sus dos hijos, el loro Artemio y una cantidad de cosas inútiles. El solar sí era lo suficiente grande para albergar un duraznero, hortalizas y flores que aromaban el aire tierno que venía del monte cercano. A uno le daban ganas de quedarse a vivir allí, para sentirse como en otro país.

El día que me encontré con ella me preguntó con gran preocupación si sabía algo de su hijo Felizardo, un chico que no salía del río. La señora Abigail temía que el día menos pensado, se convirtiera en pescado y terminara adornando la pileta del municipio.

—¿Dónde diablos se habrá metido mi muchachito? —me preguntó angustiada. Sólo en ese momento me di cuenta que la señora Abigail se parecía a don Ismael, su difunto marido, setenta años más vieja, el rostro surcado de arrugas, las manos callosas, la mirada perdida en el vacío...

Después del almuerzo fui con mi padre a sembrar trigo. En eso se nos fue la tarde, mi padre empuñando el arado que arrastraba una yunta de bueyes y yo, vestido de espantapájaros, espantando los gorriones, las perdices, las golondrinas y otros pájaros que querían comerse el trigo que había sembrado mi padre. ¡Sí, señor!

Cuando terminamos de arar, llevé los bueyes al río, pero no bebieron, sino que se quedaron mirando el agua, mirándola correr, como queriéndose ir por la corriente. Eso pensaba yo antes de ver a Amalia porque cuando la vi bañándose desnuda le pregunté:

—¿Dónde dejaste el gato?

—Está cuidando a mamá.

—Un gato no puede hacer lo mismo que tú.

—En mi casa todo es al revés.

Los perros de la vecindad comenzaron a ladrar. Tomé a Amalia de la mano, como tratando de protegerla de la maldad del mundo y fuimos a escondernos en un maizal. Cuando todo volvió a la normalidad, empezamos a correr, porque por allí tiraban los muertos que no lograban enterrar en otra parte.

La gente de la vereda decía que a la señora Abigail le faltaba poco para volverse loca. Vivía enferma de soledad. Desde la muerte de su marido, en vez de llorar su ausencia, se pasaba los días enseñándole al loro Artemio la misma letanía de todos los días: Sol sotablema, relix edinerpa. Amalia trataba de calmarle los dolores con agüitas de toronjil, pero la señora Abigail seguía peor de loca.

Al ver que Amalia era más frágil que una pájara porque no tenía alas ni con qué defenderse de la maldad de los hombres, la acompañé al pueblo a traer agua bendita. Todo el mundo decía que Amalia no era de este mundo, no porque dijera cosas que nadie podía creer sino porque tenía un gato, tan peludito y suave que parecía de mentiras.

vendedor espantapájaros 350Cuando llegamos al pueblo, las señoras no podían creer que Amalia fuera de verdad y la envidiaban por ser tan bella. En cambio, los señores… Hubieran querido tener veinte años menos para casarse con ella y llevarla a vivir a otro país, pero a mí qué me importaba lo que ellos pensaran… En ese pueblo había tantas cosas que no me iba a alcanzar la vida para verlo todo. En el solar de la alcaldía pastaba un montón de borricos. En una tienda compraban el trigo y en otra vendían el pan. Las hilanderas retorcían la lana en la rueca, el herrero les sacaba chispas a los hierros, el cura tenía espuelas y las señoritas brincaban como unas cabras. El pescadito que nadaba en la pileta del parque se parecía a Felizardo, tanto que estuve a punto de decirle a Amalia que le dijéramos que doña Abigail estaba empezando a echar espuma por la boca.

Entramos a la iglesia por el agua que doña Abigail pedía a gritos para salvarse de la muerte, de la envidia y otros males incurables. Me arrodillé frente a un Cristo de piedra y recé por la salvación de mi alma. Amalia no le prestó atención ni a la imagen de San Jorge con el dragón ensartado en la lanza del santo varón, ni siquiera al retablo de las ánimas benditas que al mirarlo de cerca parecía el infierno. Nada de eso le llamó la atención. Se quitó la blusa para refrescarse el cuello en la pileta que había a la entrada de la iglesia. Amalia era tan inocente que parecía una burra.

—A veces no te pareces a Amalia —le dije.

—Lo que pasa es que me tienes miedo, tonto —me respondió.

Súbitamente las campanas comenzaron a sonar, tan endiabladamente que el sacristán, que estaba haciendo la siesta en el confesionario, se despertó dispuesto a atravesar a Amalia con la asta del tricolor nacional si no le pedía perdón de rodillas. En pocos minutos la iglesia se llenó de gente con piedras, rastrillos, palos, rejos y teas encendidas.

—¡Así no se castiga el pecado, imbécil! —le gritó el cura con su vocecita de flauta y sacó a Amalia de la iglesia y la puso encima de bloque de sal que había a la entrada del municipio, con una jaula en las manos, para que todo el que quisiera escupirla, maldecirla y tirarle piedras, lo hiciera de la mejor manera. ¿Qué podía hacer yo si no era más que una lagartija frente al poder sobrenatural del cura? Escapé de sus garras y corrí a contarle a doña Abigail todo lo ocurrido, pero ella ya se había cansado de esperarnos y la encontré muerta. Muerta sí estaba porque ni siquiera abrió los ojos cuando le conté que el cura había convertido a Amalia en pajarera. Eso mismo le conté a los señores que vinieron a hacer el levantamiento del cadáver. Ninguno me creyó. Eso me puso muy triste, pero más triste me puse por no saber qué había pasado con Amalia.

Los días siguientes el mundo giró al revés. El pasto amanecía cubierto de flores que los burros aprovechaban para desayunar. O sucedía que la neblina era tan densa que las señoras la recogían por baldados para hacer postres y dulces de todos los colores y sabores. Después llegaron tantos pájaros que teníamos que andar con los oídos tapados para no enloquecernos con sus trinos. La gente andaba corriendo de un lado a otro y el cura pidiendo que nos fuéramos preparando para lo peor. La fiebre me tenía tan postrado en la cama que ni tiempo tenía para pensar en Amalia. Y, por si fuera poco, mi madre se gastaba las horas bañándome con agua de caléndula y otras hierbas para que me bajara la fiebre.

Una noche de mucha luna en la que había cientos de luciérnagas revoloteando por todas partes y el aire se podía coger con las manos y las estrellas eran como granitos de maíz regados en el fondo del cielo y la luna era más grande y clara que en diciembre, la ventana de mi cuarto se abrió de par en par y entró Amalia. Sin saber si era cierto o no, apenas tuve tiempo de preguntarle por el gato.

—¿El gato? ¿Cuál gato? –me preguntó. Me dio un beso, se subió a la ventana y saltó, como cuando alguien se lanza al vacío y jamás cae, y yo me quedé sin saber si realmente Amalia había venido a verme o si todo era culpa de la fiebre.

 

milciades arevalo 375Sobre Milcíades Arévalo:
Colombia, 1943. Director y editor de la revista Puesto de Combate, fundada en 1972. Ha publicado El vendedor de espantapájaros (relatos, 2019), Manzanitas verdes al desayuno (cuentos eróticos, 2009), Cenizas en la ducha (novela, 2001), Inventarío de invierno (cuentos juveniles, 1995), El oficio de la adoración (relatos, 1988), Ciudad sin fábulas (cuentos, 1981) y, A la orilla del trópico (relatos, 1978). Tiene inéditos media docena de libros.

 

 

 

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Milcíades Arévalo y Sergio Laignelet. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Milcíades Arévalo. Carátula de El vendedor de espantapájaros cortesía © Ediciones Sociedad de la Imaginación. "El gato invisible" pertenece al libro El vendedor de espantapájaros, Ediciones Sociedad de la Imaginación , 2019. 112 páginas.  Fotografía Milcíades Arévalo © archivo particular.

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones