José de Jesús Márquez Ortiz - 'Missie B’s'

Missie B’s

 

Su niño interior hizo que Alfonso se quitara su tradicional sombrero jarocho de cuatro pedradas y agitara desesperadamente sus brazos como náufrago —el cuatro pedradas en una mano y un sensor del analizador de fotosíntesis en la otra— para llamar la atención de dos aviones caza segundos antes de que sobrevolaran las parcelas de alfalfa en las que se encontraba parado. Su roja camisa de manga larga resaltaba, única, en el mar de clorofila empaquetado en hojas trifoliadas.

El sepulcral silencio del campo cubierto por la vastedad azul del cielo le había permitido captar, con el rabillo del ojo, ayudado por sus tímpanos, el sutil movimiento y creciente zumbido de las naves que se aproximaban, mientras se encontraba tomando datos para estimar la fotosíntesis del material genético de alfalfa que había desarrollado. En un santiamén, mientras agitaba los brazos, el rugido de los motores de los cazas lo apabulló.

Tras haber pasado por encima de él, uno de los dos cazas, en la distancia, maniobró inesperadamente —sin desviar su trayectoria— realizando dos veces un ligero y rápido vaivén, un péndulo con prisa. No daba crédito a sus ojos. ¡Era una señal! ¡Al menos uno de los pilotos lo había reconocido, con un contoneo del trasero de su avión a manera de saludo!

Solo una vez en su vida Alfonso había visto el mismo contoneo en otro avión caza: en una película americana de guerra, de las que se quedaba a ver hasta la madrugada en México, años antes de llegar a Estados Unidos, en donde ahora se encontraba realizando su posgrado. La señal era un saludo que —Alfonso no lo dudó— había sido solo para él; ya que, esa mañana de sábado, él y su alma eran los únicos que se encontraban perdidos en ese pedazo de la inmensa mesa de billar que era la planicie occidental de Kansas, el monótono preámbulo a la majestuosidad —al oeste— de las montañas Rocallosas en el vecino estado de Colorado.

El imprevisto y feliz intercambio con los cazas le dio ánimos para continuar con la toma de datos del follaje para su investigación, que le ayudaría a completar los requisitos para obtener su maestría en la Universidad Estatal de Kansas, con sede en la pequeña ciudad de Manhattan, Kansas.

—No, no es Manhattan, Nueva York. —debía explicar a todos sus amigos y parientes que querían visitarlo para ir a pasear a “La gran manzana”—. De hecho —agregaba—, a Manhattan le dicen “La pequeña manzana”.

Sus parcelas experimentales se encontraban inmersas en un enorme sembradío de alfalfa de un agricultor que colaboraba con la universidad, no muy lejos de un pueblito de granjeros llamado Little Paw, Pata chica, probablemente en honor a algún indígena de la región, sin duda asesinado por los colonialistas europeos años atrás. Justo a las espaldas del joven estudiante se encontraba un pequeño cementerio de rancho, que colindaba a campo abierto con el alfalfar en el que estaba trabajando.

Alrededor de una hora después, mientras se tomaba un trago de agua de la cantimplora que traía colgada el hombro, un ronroneo familiar le volvió a llamar la atención. Se trataba de un pequeño cortejo fúnebre, cosa fácil de adivinar por la carroza al frente, seguida por un automóvil negro y un vehículo de aspecto militar. Se percató de un montículo de tierra junto al que se estacionaron los vehículos tras entrar al cementerio.

Dos hombres —empleados de la funeraria— se apearon de la carroza y comenzaron a ultimar los detalles para el sepelio, cargando y colocando unas sillas junto a donde parecía que estaba la fosa, a un lado del montículo. Entretanto, varios jóvenes, vistiendo pulcros uniformes militares de gala, salieron del vehículo militar y se dirigieron a la parte posterior de la carroza; a continuación, tres de ellos, rifle al hombro, marcharon disciplinadamente para formarse en una pequeña fila a una distancia prudente. Finalmente, una pareja de ancianos se bajó del automóvil negro. Alfonso, a pesar de lo despistado que era en muchos entornos sociales, pudo apreciar que, en su andar, la pareja cargaba encima el dolor de haber perdido un hijo —especuló— en una acción militar, posiblemente en algún lugar perdido del Medio Oriente. También del automóvil negro había bajado un hombre que alcanzó a la pareja, cuyo porte y aspecto eran de un ministro o cura.

Observó cómo cuatro de los jóvenes militares habían sacado el féretro de la carroza —cubierto con una bandera de barras y estrellas— para colocarlo, con estudiada y marcial destreza, a un lado de la fosa. Un silencio pesado se apoderó del lugar. No se animó a volver a su trabajo. Desde su puesto, pudo escuchar claramente las palabras del ministro para despedir al soldado muerto. Palabras que, en cierto modo, intentaban también, en vano, consolar a sus padres con la idea de que su hijo había emprendido, nuevamente, otro viaje, pero, en esta ocasión, a un sitio de paz eterna. Esta vez, Alfonso se quitó el sombrero para sostenerlo al lado de su muslo; se quedó ahí, parado, en silencio, ofreciendo —pensaba— un poco de solidaridad y respeto para con los padres del difunto.

Veracruzano de origen, se encontraba un tanto fascinado con lo que estaba presenciando. Las únicas interacciones que había tenido en su vida con el entorno militar incluían los retenes y convoyes en las carreteras, además de un primo lejano que había estudiado en el Colegio Militar en la Ciudad de México, y que no había vuelto a ver; y eso, para él, ya era demasiado contacto con ese tipo de instituciones. En cambio, esa mañana, en el país adicto —entre otras cosas— a la guerra, no le cabía en la cabeza el amor y excesivo respeto, de la mayoría de la población, por los militares. De súbito, recordó como había reaccionado su niño interior hacía apenas un rato. «Si hasta yo me emocioné con los cazas sin pensarlo», reflexionó, un tanto avergonzado. Tras divagar un poco más, decidió que no era el momento de ponerse a debatir consigo mismo la estupidez de las guerras neocolonialistas contemporáneas. La tristeza de los padres, la escena toda, le conmovió el alma, y se invitó él mismo a acompañar, discretamente, desde donde se encontraba, a aquellos a quienes observaba frente a él, en medio del llano inacabable.

Un ruido como de tráfico desintegró las palabras del ministro. Un pequeño autobús y varios automóviles llegaron para detenerse a lo largo del camino de terracería, en el lado opuesto del camino, frente al acceso al cementerio. «Parece que el soldadito era más famoso de lo que me imaginaba», pensó Alfonso. Pero entonces se dio cuenta de que la gente, al apearse de los vehículos que acababan de llegar, comenzó a desplegar carteles en los que pudo leer, con gran sorpresa: “Gracias a dios por los soldados muertos”, “Dios odia a los maricones”, “El aborto es un asesinato sangriento” y otras expresiones similares. De inmediato recordó lo que alguna vez Gloria —su amiga y secuaz de andanzas, estudiante de sociología oriunda de Kansas City— le platicó acerca de una iglesia en el estado de Kansas que se dedicaba a protestar en los funerales de soldados con el fin de enfatizar “su verdad”: dios estaba enojado con Estados Unidos por tolerar la homosexualidad, el aborto y los judíos, y que el precio por tales transgresiones era la muerte de sus soldados. Alfonso no podía creerlo.

—Qué poca madre —susurró al aire.

Al dirigir la vista al sepelio, admiró la entereza con la que el ministro continuaba tranquilamente su tarea junto a la fosa mientras los presuntos miembros de la iglesia, frente a la entrada del cementerio, cual vampiros de película que no podían entrar a un camposanto, coreaban las consignas plasmadas en sus carteles. Pudo también observar que, tras un breve titubeo, los padres del soldado difunto no prestaron ni un ápice de atención a los recién llegados. Indignado, Alfonso consideró acercarse al sepelio para apoyar a la pareja de ancianos. Los jóvenes militares se mantenían firmes, en sus puestos, enfocados en el protocolo del evento. En cierto momento, estos —con gran y pausada ceremonia— quitaron la bandera del féretro para proceder a extenderla, doblarla y así transformarla en un sólido paquete triangular con la finalidad de entregársela a los padres del soldado. Los empleados de la funeraria comenzaron a preparar el féretro para depositarlo en la fosa.

Alfonso, decidido, comenzó a caminar hacia la fosa, «Es lo menos que puedo hacer», pensó. Interrumpió sus pasos al escuchar un nuevo sonido que se aproximaba. Era el ruido inconfundible de motocicletas cabalgadas por enormes hombres barbudos portando botas, pantalones vaqueros y chamarras o chalecos de cuero negro. En ese instante, un par de sus neurotransmisores de inmediato le ofrecieron la información necesaria: el día que Gloria le contó acerca de los extremistas religiosos, también le explicó que existía un grupo de motociclistas famosos por su práctica de interponerse entre los fanáticos de la iglesia y los familiares y amigos de los soldados difuntos, para proteger a aquellos que solo querían dar sepultura y despedirse en paz de sus muertos en combate. Como siguiendo un guion, los motociclistas se detuvieron y formaron una fila —aledaña a la entrada del cementerio— entre los fanáticos y el sepelio. El nombre de la pandilla se desplegaba en la colosal espalda de uno de sus miembros, “Loyal Riders”, los jinetes leales. ¡Era la caballería al rescate!

Los motociclistas desmontaron y se pararon, en silencio, en actitud de guardias, frente a los fanáticos que no cesaban de gritar. Alfonso optó por aproximarse a los motociclistas y le expresó a uno de ellos su agradecimiento por haber llegado, pues la situación era, ya de por sí, desoladora. El hombre, con bandana al pelo y de roja barba, le dijo que no era nada, que era lo menos que podían hacer por aquellos que habían entregado su vida por su país; que, de hecho, lamentaban no haber podido llegar más temprano, porque se le terminó la batería del celular al encargado de navegar al grupo y se habían perdido en la indistinguible multitud de caminos que cuadriculaba el área.

—Esto que hacen los fanáticos es pura maldad —remató el pelirrojo.

Los fanáticos aumentaron el volumen de sus gritos a medida que el féretro descendía en la fosa. La madre del difunto, cabizbaja, recibía de un joven militar la bandera hecha triángulo recién terminada de doblar. Un clarín vertía al aire las notas de Taps, la melodía típica para despedir a los militares caídos y veteranos de guerra del país. A Alfonso se le vino a la mente la escena de la película “De aquí a la eternidad”, donde Prew (Montgomery Clift) tocó la misma melodía en honor a Maggio (Frank Sinatra), su camarada asesinado por un policía militar. Lo sacó de su ensimismamiento la primera detonación de una serie de disparos al aire —en honor al difunto— realizados por los tres militares que portaban los rifles, y volteó hacia atrás para ver si las detonaciones hacían algún efecto en los fanáticos religiosos.

Por primera vez se fijó bien en el líder de los fanáticos: alto, rubio, con camisa a cuadros, pantalones de mezclilla y botas de piel de avestruz. Llevaba un megáfono con el que dirigía apasionadamente las consignas que los miembros de la iglesia no paraban de gritar hacia el sepelio. Sin pensarlo, con paso seguro, Alfonso cruzó el camino de terracería en dirección al hombre del megáfono mientras el motociclista le advertía a sus espaldas:

—¡No vas a lograr nada, son unos necios!

El motociclista vio al espigado veracruzano de tez tostada acercarse al líder. El rubio, al notar su presencia, se detuvo en seco. Alfonso le hizo una seña para que caminara con él unos pasos más allá del grupo de fanáticos. Con curiosidad, el motociclista y algunos de sus compañeros, observaron el civilizado intercambio de palabras entre el rubio y el joven de camisa roja que se había colocado un extraño sombrero de palma similar al de un patrullero interestatal. El de camisa roja sacó su teléfono celular del bolsillo de su pantalón de mezclilla y se lo mostró al rubio. Este, visiblemente contrariado, caminó hacia sus compañeros dando instrucciones de retirarse de inmediato. Sorprendidos y en silencio, todos los fanáticos entraron al autobús y a sus automóviles para emprender la marcha.

Mientras le daba una palmada de felicitación en la espalda, el motociclista le preguntó a Alfonso:

—¿Qué le dijiste?

Con la naturalidad de un Don Corleone, el veracruzano respondió:

—Le hice una oferta que no pudo rechazar. —Y se fue a parar discretamente a unos pasos detrás de los padres del soldado muerto.

El ministro continuaba citando versículos de la biblia, pidiendo al ser supremo que acogiera el alma del difunto y así como consuelo, y, con el tiempo, paz, a sus padres. Los empleados de la funeraria comenzaron a palear la tierra para cubrir la fosa y se detuvieron un momento para permitir que la madre y el padre echaran cada uno un puñado de tierra sobre el féretro. Alfonso observó a los motociclistas, solemnes, de pie, a la entrada del cementerio. Los militares se dirigían a su vehículo tras haber cumplido su deber.

Las comisuras de los labios de Alfonso se elevaron ligeramente mientras esperaba que el ministro terminara las exequias. Se veía a sí mismo —hacía unas semanas— disfrutando de una cerveza en el “Missie B’s”, el famoso bar gay del barrio de Westport, en el corazón de Kansas City. Se había tomado el fin de semana para descansar de la escuela. Dos horas en carretera hacia el este, partiendo desde Manhattan, lo habían llevado a Westport, en donde optó por ir a explorar el célebre bar, para convivir —incluso, si fuera posible, tener una aventurilla— con quienes compartían su sexualidad. Al entrar al bar, le llamó la atención un hombre alto, rubio, que vestía camisa a cuadros, pantalones de mezclilla y unas inconfundibles botas de piel de avestruz.

—Mi nombre es Chad —se presentó el rubio, al aproximarse a Alfonso tras varios minutos de intercambiar miradas.

Poco después, ebrios, esa noche acabaron en la casa —deshabitada, amueblada y aún a la venta— del padre de Gloria, quien había fallecido meses antes, ubicada a un par de cuadras del bar. Perdido en los efectos del alcohol, a Chad se le ocurrió grabar en el celular de Alfonso —el de Chad estaba descargado— el apasionado encuentro de sus cuerpos. Al amanecer, Chad ya se había esfumado. «Mi primer ligue de una sola noche», pensó Alfonso, al estirarse satisfecho entre las sábanas.

Lo distrajo de sus recuerdos el padre del soldado muerto, quien, al dirigirse junto con su esposa al automóvil que los había llevado al cementerio, se detuvo brevemente frente al joven que había ahuyentado a los fanáticos, poniéndole la mano en el hombro.

—Gracias —expresó.

—Paz —respondió Alfonso, dando una ligera palmada a la mano que en él descansaba.

El exuberante canto de las motocicletas que partían los envolvió.

 

José de Jesús “Chucho” Márquez Ortiz
México, 1962. Creció en Texcoco, Estado de México. Doctorado en fitogenética. Ha sido investigador agrícola en alfalfa, cuidador, amo de casa y analista de datos. Actualmente es traductor de  software y narrador. Ha publicado relatos en Molino de Letras, Revista Neotraba, Viva la Vida Escritores (México), El Coloquio de los Perros (España), Agradecidas Señas, bioStories, The Sun Magazine (Estados Unidos). Escritor en ciernes, cuando el tiempo lo permite. Empírico en las artes de: paternidad, piano, guitarra, tortillas de maíz, pan y narrar relatos en vivo en "The Moth". Hijo de Elvira y Fidel. Reside en Kansas, Estados Unidos.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por José de Jesús Márquez Ortiz. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de José de Jesús Márquez Ortiz. Fotografía José de Jesús Márquez Ortiz © José de Jesús Márquez Ortiz.

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