Alejandro José López - 'El misterio del bafle'

El misterio del bafle

 

Me dijo aquello así, por decírmelo, porque yo andaba día y noche sin darle tregua. Estaba en la edad de averiguarlo todo y, como él era mi hermano mayor, lo acosaba sin descanso con mis preguntas inauditas: “Rubén, ¿dónde se esconde el viento cuando no sopla?”. Y el pobre me miraba con desconcierto y se inventaba cualquier cosa para despacharme lo más rápido que podía. Pero yo volvía al ataque, incisiva, con la inspiración indestructible de mis primeros años: “Hermano, ¿cómo subieron las estrellas al cielo?”. En ésas me la pasaba, desesperándolo, lanzando pensamientos caprichosos contra su amabilidad a toda prueba.

Aquellos eran días extraños y tristes. Nuestra abuela Cecilia agonizaba desde hacía dos semanas y había un desfile de visitantes que les tocaba atender. Yo era la única exonerada de encargos o de afanes, de manera que tenía tiempo suficiente para pensar en mis asuntos. Y lo aprovechaba desenmascarando misterios y sorprendiéndome con mis hallazgos; así me pasó cuando descubrí que, aunque se fuera la energía eléctrica en las casas, los carros seguían alumbrando en la calle. Corría feliz para contarle a Rubén estos prodigios; pero esa noche, derrotada, tuve que soltarle una perturbación indescifrable:

—Dime la verdad, ¿cómo hace para sonar el parlante del tocadiscos?

Mi hermano iba rumbo a la antecámara con una bandeja de tintos para los familiares que estaban de visita. Primero le dio risa, pero después arrugó su frente y me despachó:

—Los músicos viven ahí, en esa caja de madera.

—¡Mentiroso —le protesté—, en ese bafle no cabe tanta gente!

—Son diminutos, Aisha, en esta casa vive una banda de músicos enanos.

Quedé absorta con la explicación de Rubén. Por poco y ni me entero de la crisis que estalló en ese instante. La abuela Cecilia empezó a respirar con dificultad y tuvieron que llamar al médico. No sé por qué recordé entonces lo que me repitieron tantas veces: “Tienes una voz idéntica a la suya”. No era un comentario cualquiera. Ella había sido cantante en sus mejores años, aunque nunca pude comprobarlo. Nací tardíamente, cuando sus palabras no eran más que un dulce tejido de murmullos. Esa misteriosa noche me pareció ver personas que huían de aquella habitación. Preferí quedarme en un rincón de la sala, lejos de sus miradas amargas, cuidando el bafle. Me acosté en el suelo, cautelosa y vigilante.

Pasaron los minutos y quizá las horas. De a poco, los cuchicheos que venían de la antecámara se fueron amortiguando unos con otros, hasta convertirse en una suerte de brizna: tenue, constante, larga. Repentinamente, un prolongado rechinamiento me sacó de mi embeleso y me volví para mirar hacia el parlante. Sus proporciones eran otras. Y la parte delantera había mutado en el portal que una señora alta y morena abría hacia arriba, tirando de una ruidosa polea. Me puse de pie y corrí hacia ella, con la intención de preguntarle qué estaba haciendo. No fue necesario: miré hacia adentro del bafle y obtuve mi propia respuesta.

Reconocí una silletería numerosa, vacía, dispuesta en filas y en hileras. En el centro del semicírculo que se formaba con todas esas butacas, había un entablado flotante sobre aquella cama de nubes aglomeradas. Ingresé temerosamente por el pasillo central, que permanecía despejado por completo. Pretendí ver más de cerca los objetos que se mostraban en pie, incitantes, casi golosos, sobre el enigmático escenario. La silueta más grande resultó ser un piano azul con patas de elefante. De su enorme corpulencia emanaba el olor exquisito que tiene la confitería a la entrada de los circos. Quise pulsar sus teclas; pero, justo cuando iba a intentarlo, un brazo largo y esquelético se colocó sobre mi hombro.

Mi corazón pegó un salto bestial y me estremecí de espanto. Di una rápida zancada hacia atrás, temblando. Descubrí entonces algo que me permitió recobrar un poco del sosiego perdido: lo que acababa de tocarme era uno de esos arcos con que se frotan los instrumentos de cuerda. Noté que ahora se deslizaba por el aire, con dirección al gran contrabajo que vigilaba todo desde un rincón. Cuando lo tuvo cerca, el arco ejecutó sobre aquellas cuerdas robustas una armonía exquisita, de notas glisadas y cadencia feliz. Me sorprendí al escuchar que, desde el centro del escenario, el piano le respondió con una melodía sencilla pero contagiosa.

Hasta ese momento, no había pensado en la naturaleza de los otros objetos que se hallaban sobre el entablado; pero las fantásticas notas de una trompeta me ayudaron a salir de cualquier duda: eran cencerros, timbales y unos platillos que esporádicamente sobresaltaban la escena. Lo que vino a continuación me deslumbró todavía más. La señora que había levantado el portal avanzó por el pasillo de entrada con un traje blanco y sobrio. Se paró en el centro del escenario y empezó a cantar en una lengua incomprensible; aquella voz era más sublime que todos los demás sonidos. Los instrumentos acataron esa majestuosa belleza y atenuaron su volumen para destacarla a ella.

Mientras cantaba, la señora me contemplaba cariñosamente. Y por más que sus palabras me resultaran indescifrables, entendía con plena claridad la dulzura que había en sus ojos. Esa mirada se me hacía familiar. De pronto, la señora me convidó hacia ella con una sonrisa y yo acudí, confiada, como si caminara a partir de un pacto secreto. Entonces, me ofreció el micrófono que tenía entre sus manos. Se lo recibí más por cortesía que por otra cosa: no tenía ni idea de qué iba a hacer con él. Súbitamente, el aire empezó a poblarse con unos copos de luz, menudos, de colores brillantes, que flotaban y danzaban alrededor mío. La señora me miró y asintió con amabilidad.

Pensé que esos copos eran como pompas de jabón y se me ocurrió soplarlos para juguetear con ellos; pero lo que salía de mi boca eran vocablos enigmáticos, palabras que entonaban a la perfección un canto desconocido. Observé la complacencia de la señora; así que proseguí con más fervor aún, hasta concluir aquella canción. Tan pronto como terminé, el micrófono emprendió una metamorfosis veloz: fui notando cómo se transmutaba en una suave materia vegetal, cómo tomaba una forma que se parecía mucho a la de un clavel blanco. La impresión de presenciar aquel fenómeno me sobrecogió y creo que, en ese momento, perdí el sentido.

fileIgnoro cuánto tiempo transcurrió. Al abrir mis ojos de nuevo, reconocí que estaba otra vez en la sala y detecté que el bafle había recobrado sus dimensiones habituales. Desde la antecámara me llegaba un murmullo nervioso. Me dirigí hacia allá lentamente, presa del temor y de la curiosidad, con el clavel blanco entre mis manos. Justo en ese momento, mi hermano Rubén había venido a buscarme. Cuando me topé con él, le noté una cara de tristeza que no le conocía: me tomó de una mano y así, juntos, ingresamos a la habitación de nuestra abuela Cecilia. Me acerqué a su cama para entregarle el clavel; pero, cuando se lo ofrecí, ella me regaló una leve sonrisa:

—Ése es para ti, mi niña, quédate con él —me dijo en un susurro y se durmió.

 

Sobre el autor
Alejandro José López, Colombia, 1969. Ha publicado dos libros de ensayos: Entre la pluma y la pantalla (2003) y Pasión crítica (2010); dos de crónicas y entrevistas: Tierra posible (1999) y Al pie de la letra (2007) y en Aurora Boreal® como libro electrónico (2014); dos libros de cuentos: Dalí violeta (2005) y Catalina todos los jueves (2012); y una novela: Nadie es eterno (2012 y traducida al danés Aurora Boreal® 2018). Entre los años 2004 y 2008 dirigió la Escuela de Estudios Literarios perteneciente a la Universidad del Valle. Es doctor en literatura y medios de comunicación en la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente se desempeña como Profesor Titular en la Universidad del Valle.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Alejandro José López. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Alejandro José López. Fotografía Alejandro José López © Alejandro José López. Ilustración generada con IA, enviada y cortesia de Alejandro José López.

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