Hace algunas semanas, recibí por correo electrónico el tema de esta conferencia, «La literatura rasga la realidad», una frase muy bella pero que al final me dejó igual de confundido. Lo primero que hice, después de rascarme la calvicie durante unos minutos, fue escribirle a Manuela Ribeiro, la directora del Festival Correntes d’Escritas, para pedirle ayuda y preguntarle si el tema era el cruce entre literatura y realidad, o la irrupción de la realidad en la literatura, o más bien la irrupción de la literatura en la realidad, o qué. Y ella de inmediato me escribió de vuelta: Isso mesmo. Lo segundo que hice, entonces, al ver los nombres de los contertulios, fue escribirle a João Paolo Cuenca, pidiéndole que por favor me explicara este asunto de cómo es que la literatura rasga la realidad. Pero igual de confundido o nervioso o quizás escribiendo ya sus propios quince minutos —el tiempo que nos fue sugerido—, mi amigo brasileño no tardó en contestarme: Eu tambem não faço idea. Entonces, esa noche mejor me puse a ver una película de Ingmar Bergman y así me distraje un poco. Pero después, cuando quise dormirme, me volvió a invadir el tema de esta conferencia y me quedé dando vueltas en la cama. Y ya desesperado, a eso de las cinco o seis de una madrugada muy fría, mis pensamientos regresaron a la película de Bergman y me percaté de que allí mismo, en el final de la película, estaba mi respuesta. Ése, sin embargo, es el final de estos quince minutos, y es mejor iniciar por el principio.
Mi insomnio, sospecho, lo instigó el tema de la realidad. Aunque en ese entonces, debo añadir, también estaba sufriendo mentalmente por lograr obtener una visa de turista a Belgrado, trámite de magnitudes kafkianas para visitar esa agraciada ciudad donde, justo antes de llegar aquí, a Póvoa do Varzim, pasé unos insólitos días persiguiendo a un fantasma.
¿Qué es la realidad? No lo sé. ¿Cómo concibo la realidad? Aún menos. Pero por suerte entendí que ésta no sería una conferencia epistemológica, y rápido descarté cualquier reflexión sobre el conocimiento de la realidad. Y llegué, por lo tanto, a ese extraño verbo: rasga. Supuse, boca arriba en la oscuridad, que el verbo rasgar significa lo mismo en portugués que en español y, obviando su acepción musical —de rasgar una guitarra—, me centré en el acto de romper algo, de cortarlo, de desgarrarlo, de hacerlo pedazos. Recuerdo que me imaginé tres cosas. Uno: a alguien rasgando un pedazo de tela. Dos: el vidrio rasgado de un auto. Tres: el crujido que produce rasgar a la mitad una hoja de papel. Partiendo de estas imágenes (yo, al escribir o al querer entender cualquier cosa, que es casi lo mismo, constantemente parto de imágenes), me pregunté de qué manera la literatura podría rasgar la realidad: ¿como si la realidad fuese un pedazo de tela?, ¿como si la realidad fuese el vidrio de un auto?, ¿como si la realidad fuese una hoja de papel? Y se me ocurrió que lo único posible para lograr entender algo, o al menos para hacer el intento o la finta de entenderlo, es volcarse sobre la propia experiencia. Así: ¿qué vínculo existe, en mi experiencia como escritor, entre la literatura y la realidad? O así: ¿cómo es que mi literatura ha rasgado la realidad? El proceso siempre es de la estufa caliente, al dedo, al cerebro, al grito. Es decir, inductivo.
Pensé entonces, inevitablemente, en la historia de mi abuelo polaco en Auschwitz. Una historia que, hasta que me la contó a mí, nadie en la familia sabía. Al llegar a Guatemala después de la guerra, él calló todo. Se negaba a hablar del tiempo que pasó en los distintos campos de concentración. Cuando yo era niño, por ejemplo, me decía que los cinco dígitos verdes en su antebrazo izquierdo eran su número de teléfono, y que lo tenía tatuado allí para no olvidarlo. Pero hace algunos años, no sé cómo me atreví a preguntarle si podía hacerle una entrevista. Para saber un poco, para enterarme, para dejar constancia (por no decir evidencia), para quizás luego contarlo yo. Y mi abuelo, con absoluta tranquilidad, me dijo que sí, que con gusto. Acordamos el día y la hora y yo conseguí prestada una cámara de vídeo y lo filmé hablando —por primera vez en casi sesenta años— de su captura en Łódz´ mientras jugaba dominós con unos amigos, del último día que vio a su familia, de los casi seis años que pasó en distintos campos de concen- tración (hay una foto en blanco y negro de él poco des- pués de ser liberado de Sachsenhausen: joven, delgado, en saco y corbata, montado en una bicicleta en alguna calle desierta de Berlín), y del boxeador polaco que, según me dijo, le salvó la vida en Auschwitz. Esa breve y simple historia del boxeador polaco me pareció poderosamente literaria. Va algo así. Mi abuelo está en el campo de concentración de Sachsenhausen. Acepta, de un nuevo prisionero, una moneda de veinte dólares en oro que luego usará para conseguirle más comida, más sopa. Lo descubren, lo azotan y lo envían al Bloque Once de Auschwitz, para ser fusilado ante el ya conocido Muro Negro. Esa noche, o sea, la noche antes de ser juzgado, lo meten en una mazmorra llena de gente y allí conoce a un boxeador polaco. Hablan el mismo idioma. Son del mismo pueblo. El boxeador polaco aún está vivo —se entiende— porque a los soldados alemanes les gusta verlo boxear —se presume, y no sin cierta licencia— como a un gallo en un palenque. Viejo y experto residente del Bloque Once de Auschwitz, entonces, el boxeador polaco se pasa toda la noche diciéndole a mi abuelo qué decir y qué no decir durante su juicio al día siguiente. Entrenándolo, digamos, con palabras. Y al día siguiente, mi abuelo dice y no dice lo que el boxeador polaco le había dicho que dijera y no dijera y así, en efecto, se salva. Punto final. De inmediato me gustó esa historia, acaso por su simpleza o su aparente simpleza, acaso por sus implicaciones del uso de la palabra para salvar, para salvarnos. Tenía ya —incluso filmada— la realidad. Y debía ahora llevarla a la literatura. Pero ¿cómo contar esa realidad? ¿Desde qué punto de vista? ¿Desde qué momento? Intenté de muchas maneras y empleando varias técnicas narrativas hasta que finalmente, años después de llevar esa historia conmigo —bajo el brazo, lo describiría un amigo en su apartamento de Conde de Xiquena—, logré escribirla en un cuento donde un nieto entrevista al abuelo sobre su experiencia en Auschwitz, mientras contempla esos cinco dígitos verdes y juntos se toman una botella de whisky. Y ya. Listo. Había logrado llevar la realidad a la literatura; había logrado, a través de la literatura, penetrar una realidad. Todo lindo y perfecto y con olor a imprenta. Hasta hace poco. Una mañana, abrí el suplemento dominical de un periódico guatemalteco y, antes de poder tomar el primer sorbo de café, vi a mi abuelo fotografiado en su salita de cuero color manteca, mostrando esos cinco dígitos verdes y pálidos y diciendo, en una entrevista, que se salvó en Auschwitz debido a —tuve que leerlo dos veces— sus habilidades como carpintero.
¿Qué? ¿Carpintero? ¿Qué habilidades de carpintero?
¿Y entonces? ¿Qué pasó con el boxeador polaco, con Sherezade en disfraz?
Y allí está.
La literatura no es más que un buen truco, como el de un mago o un brujo, que hace a la realidad parecer ente- ra, que crea la ilusión de que la realidad es una. O tal vez la literatura necesita construir una realidad destru- yendo otra —algo que, de un modo muy intuitivo, ya sabía mi abuelo—, es decir, destruyéndose a sí misma y luego construyéndose de nuevo a partir de sus propios escombros. O tal vez la literatura, como sostenía un viejo amigo de Brooklyn, no es más que el discurso atro- pellado y zigzagueante de un tartamudo.
Algo así estaba razonando y cavilando durante aquella fría madrugada de insomnio, a punto de entender o al menos encontrar alguna cosa importante, cuando de pronto, ya fumándome un cigarro en la cama, recordé a Ingmar Bergman.
La película se titula Skammen, en sueco, Vergüenza, en español, Vergonha, en portugués. Y es sobre la experiencia de una pareja de músicos que se refugian en una isla durante la guerra civil sueca, aunque es Bergman, y entonces es mucho más que eso. Va algo así: Después de perderlo todo —su casa, sus pertenencias, su matrimonio, su dignidad, hasta su vergüenza—, la pareja se sube a un barco de refugiados buscando huir de la isla y de la guerra. El motor del barco se estropea y se quedan perdidos a medio mar. Se reparten las últimas rodajas de pan, los últimos terrones de azúcar, las últimas gotas de agua. Un hombre se suicida. El barco se estanca —en una imagen espléndidamente horrorosa— entre un montón de cadáveres flotantes. Y durante la escena final, la sublime Liv Ullmann, en una voz lacónica y perdida que anticipa su muerte, nos cuenta un sueño. Dice: Tuve un sueño. Yo iba caminando por una calle preciosa. A un lado, las casas eran blancas, con grandes arcos y pilares. Al otro, había un frondoso parque. Entre los árboles corría un riachuelo con agua verde. Finalmente llegué a una pared alta cubierta de rosas. Y pasó un avión e incendió las rosas. Pero no ocurrió nada, porque era una imagen bella. Miré al agua y vi cómo ardían las rosas. Yo llevaba una niña en brazos. Nuestra hija. Se abrazó fuerte a mí. Llegué incluso a sentir su boca contra mi mejilla. Todo ese tiempo sabía que había algo que no debía olvidar. Algo que me había dicho alguien. Pero se me olvidó.
Así, exactamente, es la literatura. Al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir con respecto a la realidad, y que tenemos ese algo al alcance, allí nomás, muy cerca, en la punta de la lengua, y que no debemos olvidarlo. Pero siempre, sin falta, lo olvidamos.
Eduardo Halfon
Nació en 1971 en la ciudad de Guatemala. Ha publicado Esto no es una pipa, Saturno (2003), De cabo roto (2003), El ángel literario (2004), Siete minutos de desasosiego (2007), Clases de hebreo (2008), Clases de dibujo (2009), El boxeador polaco (2008; Libros del Asteroide, 2019), La pirueta (2010), Mañana nunca lo hablamos (2011), Elocuencias de un tartamudo (2012), Monasterio (Libros del Asteroide, 2014), Signor Hoffman (Libros del Asteroide, 2015), Duelo (Libros del Asteroide, 2017), Biblioteca bizarra (2018), Canción (Libros del Asteroide, 2021; Premio Cálamo Extraordinario 2021) y Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide, 2022). Su obra ha sido traducida a más de una decena de idiomas. En 2007 fue nombrado uno de los treinta y nueve mejores jóvenes escritores latinoamericanos por el Hay Festival de Bogotá. En 2011 recibió la beca Guggenheim, y en 2015 le fue otorgado en Francia el prestigioso Premio Roger Caillois de Literatura Latinoamericana. Su novela Duelo fue galardonada con el Premio de las Librerías de Navarra (España), el Prix du Meilleur Livre Étranger (Francia), el International Latino Book Award (ee. uu.) y el Edward Lewis Wallant Award (ee. uu.). En 2018 recibió el Premio Nacional de Literatura de Guatemala, el mayor galardón literario de su país natal. Actualmente vive en Berlín.
Material enviado a Aurora Boreal® por Eduardo Halfon. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Eduardo Halfon. "Discurso de Póvoa" ahce parte del libro El boxeador polaco. Fotografía Eduardo Halfon © Ferrante Ferranti. Carátula El boxeador polaco cortesía © Libros del Asteroide