Ignacio Silver -'Una noche típica uruguaya'

 

Una noche típica uruguaya

 

A mi querida Eli

 

La odiaba. Aunque Isabel era la única que me llevaba a la cancha a jugar a la pelota. No solo a mí, también al equipo entero en su auto lujoso. Mientras iba en el asiento del copiloto ella hablaba de lo bien que me hacía hacer deporte y tener amigos. Yo miraba por la ventanilla y sacaba mi discman de la mochila sin miedo a que me descubriera. Cuando pasaba de los consejos saludables al cariño que me tenía, apretaba play en el aparato y me sumergía en la música. El paisaje no servía de escape: carreteras largas de mucho follaje, de curvas predecibles sin grandes atractivos. Así eran los caminos que a diario recorría con ella. Sin ánimo de abandonar el silencio que habíamos acordado rutas anteriores, seguía con esa rutina y de tal forma poco a poco dejé de hablarle por completo. Así lo recuerdo ahora con un sabor amargo en la boca.

bestias 350No me molestaban sus palabras, era más que eso: detestaba su presencia, su intención de agradarme, de siempre caer bien.

¿Qué sabía de ella en esa época? Todo lo que se puede llegar a conocer de alguien en un verano, cosas que no dejan de hacer parecer a esa persona un extraño. No hacía mucho se había casado con mi padre. Isabel era hija del fundador del hospital de Fray Bentos, el hombre más rico del pueblo. No conocía lo que era una ducha helada cuando se acaba el gas. Creía que pronto se aburriría de mi papá, un hombre de bolsillo corto, pero cada vez que viajaba, desde Chile hasta Uruguay, me la topaba en casa con su brillante sonrisa.

Mi padre no tenía nada que ofrecerle a Isabel, pensaba. Nuestra casa no se comparaba con la mansión en la que ella creció. No teníamos auto. La mayoría de las cosas que estaban en la sala eran sus compras y el trabajo en el hospital que consiguió mi papá era gracias a la ayuda de su suegro. Isabel era la doctora exitosa del lugar, y él un médico a medio tiempo.
Cuando veía por horas Cartoon Network, desparramado en el sillón, aprovechaba de espiarlos en secreto. Ella pasaba en la cocina preparando algún postre con nombre raro, usando ingredientes que pensaba no pegaban —¿romero en el yogur?— y emplatado como por un chef. Mi padre no, él no le ayudaba; prefería estar callado en el comedor, leyendo algún libro de fisiopatología o algo relacionado con la medicina. Esas tardes, cuando todo parecía tan ajeno a una once ruidosa con olor a pan, eran un mar de silencio, y se me hacían eternas en el inmutable campo que era Fray Bentos. Extrañaba mi casa en Santiago de Chile, a mi madre que se quedaba allá trabajando y la vida que se había disuelto tras la separación.

Antes de ir a dormir, mi padre se acercaba a mi dormitorio y me leía un pedazo de mi novela favorita, Detectives en el Parque Rodó, como si fuese todavía un niño. Yo lo dejaba. Aunque me diera vergüenza, era nuestro tiempo a solas, sin la insoportable Isabel. A mi padre nunca le importaba que fuese tarde, lo hacía de todas maneras, a pesar de que a veces llegase cansado de sus turnos en el hospital. Parecía que en ese momento continuaban las cosas iguales.

—Miguel, debo contarte algo, es una buena noticia: tendrás una hermanita. Isabel está embarazada y creo que debes saberlo. Tenés doce años, ya no sos un gurí para andarle con secretos.

Me quedé mudo, no sabía cómo explicarle que estaba mal, que ella era una bruja. Me di media vuelta en la cama y quise pensar que era una pesadilla. Él apagó la lámpara en la mesita de luz y cerró la puerta despacio.

Al pasar el tiempo, mis juegos con papá cesaron. Él ya no estaba presente, en su mente solo estaba la bebé que venía en camino. Así, en un parpadeo, él se llenó de canas y yo me sumergí en la soledad. Mi refugio estaba en otra parte: contar los días para volver a Santiago. No quería seguir estando en un territorio que se alejaba cada vez más de mi corazón. Ese pueblo se convertía en un lugar distinto y triste.

Deseaba alejarme de todos, tomaba mi bicicleta y me echaba a andar por la rambla, como llaman en Uruguay a las costaneras cerca del río. Antes de llegar a ella, había una empinada cuesta que daba directo con la curva que bordeaba el caudal. Me encantaba deslizarme por ella, era la parte más adrenalínica, y todos los gurises de mi edad lo hacían. Hasta que un día me caí. Me estrellé contra un árbol, me lastimé y terminé en el hospital. Isabel me socorrió, me curó cada herida con una paciencia que me hacía creer que disfrutaba de mi dolor. Le hice prometer que no le diría nada a mi padre. No tenía permitido hacer esas cosas. Ella me juró no decir nada.

Ella estaba en todo lo que hacía y empecé a creer que era su culpa, siempre acechando mi desgracia. «¿Cómo puede estar presente siempre en mis accidentes? ¿Acaso es una bruja de verdad? ¿Qué le hice para desearme tanto el mal?», me preguntaba. Entonces, cuando me pedía probar sus recetas, me iba rezongando. ¡Tal vez me quería envenenar!

En las noches, cuando iba al baño, me la topaba a la pasada. Ella estaba comiendo en la cocina tortas o muffins, escondida entre las sombras que dibujaba la luna. Desviaba la mirada haciendo como que no la había visto, aunque me muriera de ganas por comer esos ricos postres con ella.

*

Ya me había aburrido de escuchar los CD que había llevado y encontré uno de Dido en la radio. No era de papá. Isabel cuando llegó de su turno en el hospital me descubrió escuchándolo. Me sonrojé. No supe cómo pedírselo. Por razones que desconozco y que atribuía a sus poderes mágicos, enseguida intuyó que me había gustado y me lo regaló. Quise ceder, dejar de lado el odio. Olvidar las diferencias entre nosotros, pero era bajar la guardia. Sonreí y ella me dio un pedazo de pastel que guardaba en la heladera, justo el sabor que me gustaba. ¡Sí era una bruja, lo sabía! En Uruguay el constante calor y humedad no te hace razonar muy bien, acepté con dulzura. Debajo de esa mujer robusta y aristocrática había algo tierno, pensé.

El tiempo hizo desgastar mi odio hacia Isabel, al igual que se fue marchitando la relación entre mi padre y ella. Dejé de echar de menos Chile estando allá. Me acomodé a los nuevos muebles que preparaban la llegada de mi hermana y el aburrido pueblo de Fray Bentos no estaba tan mal.

No había dejado del todo la picardía, así que una noche después de la cena le pregunté a Isabel qué haría si perdía a su bebé. Con una risa burlona la molesté mientras sacaba un bizcocho de la panera, pero ella estaba seria y sin entrar en detalles comentó que ya había perdido un hijo de mi padre, que esta vez esperaba que fuese real. No supe qué responder y volví al mutismo que nos había distanciado. Me dio pena.
Ella acarició su vientre y me preguntó si quería tocar al bebé que llevaba adentro. Cerré los ojos, mi mano pasó por alrededor de su ombligo y sentí algo o, mejor dicho, a alguien.

*

Las lluvias sorpresivas del verano enmarcaban tristes postales en la húmeda soledad que solo yo comprendía.

Mi padre comenzó a molestarme porque estaba engordando a causa de comer tanto bizcocho. Yo trataba de no escucharlo, y recuerdo que cada vez que lo veía estiraba mi ropa para que no notara mi panza. Comenzó a decir que era muy afeminado, que así no se habla, que uno no debe mover mucho los brazos, que las manos no descansan en la cintura y que Los Sims era un juego de muñecas, pero en internet. Cuando íbamos a los tablados para carnaval me daba miedo mirar a un chico mucho rato, su mirada la sentía expectante a cada movimiento mío. Sentía que estaba prisionero en esa casa y me alejaba de todo. La bicicleta, la música en el discman, las lágrimas en las mejillas, el calor penetrando en todas partes de mi cuerpo, las ganas de morir a flor de piel.

No solo los odiaba a Isabel y a él, también a mí mismo.

No quería ir a jugar a la pelota ni hacer amigos que desaparecían después del verano: no los conocía ni ellos a mí. Nadie podía entender lo que sentía. Me empecé a quedar mudo ante todos, no quería decir ni una palabra.

*

Una noche me desperté por el calor y los gritos. Me asomé a la puerta que estaba entreabierta. Mi padre estaba enojado con Isabel por no cuidar de su salud. Escuché que le decía cosas feas que quizá, por más enfurecido, yo jamás le diría a ella. «¡Gorda! ¡Parecés una bola de manteca! ¡Che, mírate!». Se me contrajo el pecho, mi estómago se revolvió, comencé a sentir culpa de estar siendo espectador. Dejé mi escondite y me abalancé en cámara lenta contra mi padre. Él lucía una ira incontrolable. No recordé mi edad y lo empujé con fuerza para que soltara el brazo de Isabel. Ella se apoyó en la mesa del comedor mientras lloraba junto a un trozo de torta. Odiaba estar ahí. Él parecía hacer caso omiso a que estaba frente suyo y continuó gritándole. Las palabras también me llegaban. Eran tan crueles y filosas que echaron por tierra su cariño. Se fue al patio trasero y nos dejó a solas. Yo no supe qué decirle. Tal vez había llegado demasiado tarde, porque el corazón de Isabel parecía disuelto por el ácido de sus improperios.

Ella ya no era ella. Isabel, si tenía magia —como me hacía pensar en esa época—, la usó para traer de vuelta ese cariño familiar que extrañaba de Chile.

La traté por su nombre y la abracé en la oscuridad de una noche típica uruguaya. Juntos intentábamos obviar la mirada hacia la ventana que teníamos enfrente. Ahí, justo en el fondo del marco, se encontraba mi padre sentado en una silla de playa. Yo no la soltaba, estaba tiritando, seguíamos aferrados el uno al otro. La luz de la luna traspasaba las cortinas blancas y alumbraba pequeños cuadros de la escena con un azul índigo, que identificaba el destello que caía en nuestras figuras.

Esperamos en silencio que algo pasara.

 

Ignacio Silver
Chile-Uruguay, 1995. Creció entre ambos países. Estudió Periodismo en la Universidad Diego Portales (2018). Ganador del concurso literario disidente «Con tinta arcoíris» con su cuento «Reinas de la noche» (2022) y parte de la antología de microcuentos en Ecos Instantáneos (Editorial Mítico, 2024). Ahora debuta con su primer libro de relato Bestias.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Manuel Retamal Soto. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ignacio Silver y Manuel Retamal Soto. Fotografía Ignacio Silver © Gonzalo Villegas. Cubierta Bestias © cortesía  Invertido Ediciones.

 

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