Gunter Silva - 'La duda'

Relato inédito

 

La duda

 

Me desperté en una cama de hospital. El mundo había desaparecido, salvo por el brillo del metal cromado que sostenía el suero. Eso, y nada más, me decía que aún existía. Tenía veintiún años y nunca había pensado demasiado en la vida. Las cosas simplemente pasaban. A veces la gente moría, y todos moriríamos algún día. Lo sabía, pero no me detenía a pensarlo. Hasta ese día.

Un par de años antes, caminaba hacia la academia de arte con el estómago vacío y un nudo en el pecho. No sabía qué iba a hacer con mi vida. Me preguntaba si el arte era suficiente para vivir. Entonces, el profesor Vázquez me hizo una oferta. Posar desnuda. No sé por qué no dije que no. Tal vez porque no tenía dinero. Tal vez porque quería sentirme parte de algo.

Recuerdo que esa noche no pude dormir. Me quedé mirando la luz que entraba por las persianas y los objetos como pequeños destellos en la oscuridad. Me imaginaba frente a todos ellos en el salón, quitándome la ropa, quedándome ahí parada como una piedra. No era solo la vergüenza. Era el miedo. ¿Qué iba a pensar de mí cuando lo hiciera? ¿Qué iban a pensar ellos?

Al final, como dije, acepté. No fue por valentía. Fue por una suerte de abandono y ausencia de ahorros. Las primeras sesiones fueron extrañas. El salón estaba en silencio, salvo por los trazos de carbón sobre el papel. Me quedaba inmóvil, como una estatua. A veces sentía que los estudiantes me miraban como si fuera algo que se podía arreglar, como un objeto roto. Otras veces no parecía importarles si estaba ahí o no.

Todo siguió igual hasta que un día ya no fue igual. Un coche descapotable fuera de control. Un hombre borracho en el volante. Un golpe seco. Y el mundo desapareció. Desperté en el hospital. Me dolía todo. Tenía cicatrices, moretones, dislocación de cadera y varios huesos rotos. Desde mi cama, pasaba los días mirando el ventilador del techo. Giraba despacio. Parecía que nunca iba a detenerse. Y mientras giraba, pensaba en todo lo que había pasado. Pensaba en mi cuerpo antes y en mi cuerpo ahora. Lo veía como si fuera de otra persona, ajeno a mi. Era pues, en cierta forma, los restos de un fracaso. Me quedé frente al espejo, hasta que ya no pude más y me fui a la cama con dificultad. Pero algo en esa imagen se quedó conmigo. El ventilador seguía girando. Parecía que siempre iba a estar ahí, y yo, debajo. Después pensé en lo extraño que el ventilador estuviera encendido en mi pabellón, donde la inmovilidad solía ser la norma a esas horas.

El profesor Vázquez vino a verme al hospital semanas después. Me pidió volver a modelar, me negué. Hablaba despacio, como si escogiera las palabras con cuidado, pero yo apenas lo escuchaba. El arte trasciende la piel, dijo en un momento, y su voz flotó en el aire antes de desaparecer. Cuando se fue, tomé un bombón de chocolate que la enfermera había dejado en mi mesa de cabecera. El dulce se deshizo en mi boca, pero la sensación de estar fuera de sitio se aferraba a mis entrañas, como si mi cuerpo ya no me perteneciera, o como si hubiese sido desplazada a un espacio del cosmos que no me comprendía.

El tiempo pasó. Me dieron de alta, pero no sabía si me encontraba lista para volver a la cotidianidad. Era invierno, y el frío hacía que todo doliera más, incluso las cosas que no se podían tocar. Mis ahorros se habían esfumado por arte de magia, y no tenía ningún plan. Entonces llamó Vázquez. Me ofreció volver de nuevo. Quiero que los estudiantes capten tu espíritu, Jackie, dijo. No parecía una invitación, ni tampoco una súplica. Era algo en el medio. Pensé en eso durante días. Terminé aceptando. No porque quisiera, sino porque no había otra cosa.

Franco Moreno ilustracion 350La primera sesión fue peor de lo que había imaginado. Estaba sentada allí, bajo las luces, y sentí que me miraban. No como antes, sino con enorme curiosidad. No miraban el cuerpo; miraban las cicatrices. Al principio sus ojos se detenían, desorbitados y saltones, pero pronto los bajaron al papel. Sus trazos eran rápidos, precisos. Dibujaban lo que veían. Yo también me sentía como un dibujo: torpe, roto, incompleto.

El semestre avanzó. Los días eran cortos y las noches largas, todas las horas parecían iguales. Un día, en la última sesión, un estudiante se me acercó. Llevaba lentes gruesos y una camiseta negra con una espiral blanco en el centro. Me alcanzó un dibujo con timidez. Lo desenrollé y miré. Era yo, o algo que se parecía a mí. Había cicatrices en el papel, como las que tenía en el cuerpo. Era un retrato crudo, sin belleza. Existía algo extraño en los contornos, pero no sabía qué exactamente. «Hay algo… distinto», comentó el muchacho, interrumpiendo mis pensamientos. Sin atreverse a nombrar la fealdad que ahora habitaba en mí. Consideré la posibilidad de que el profesor me contrataba por simple compasión. Me había convertido en un acto de caridad. No era más que un accidente viviente, una cuerpo sin forma definida. Vi mis manos temblar, no sé si de cólera o de vergüenza. Entendí que el mundo estaba poblado de imágenes a las que no pertenecía. No quería estar ni en los salones de la academia ni en ninguna otra parte.

Me quedé parada mucho tiempo, cristalizada. Pensé en devolver el dibujo, pero no lo hice. Le di las gracias y lo llevé a casa. Al llegar, lo dejé sobre la mesa y me senté junto a la ventana. Afuera, las luces de la calle parpadeaban. Miré el dibujo otra vez. Algo inusual lo envolvía, algo que me molestaba. El muchacho había puesto un lazo amarillo en mi cabello. Lo había coloreado con lápiz de cera. No sabía si era una broma. ¿Por qué un lazo? ¿Qué veía él que yo no? ¿Era una burla, un intento de ternura, o una manera torpe de reparar lo irreparable? Me sentí despojada de nuevo, como si ese trazo fuera otra forma de desnudez.

Arrojé el dibujo a la basura. Me puse el abrigo y salí. El frío golpeó mi cara, pero no me detuve. Seguí caminando entre los árboles hacia el río. Las sombras del crepúsculo eran largas y se movían sobre el camino, juguetonas. Me detuve junto a un roble. Había algo en ese punto que me hacía dudar, algo que no dejaba de moverse dentro de mí. Me quité el abrigo, luego los zapatos y, por último, todo lo demás. Solo existíamos el silencio y yo. Me quedé allí, desnuda, bajo las ramas del roble; no había ojos que me observaran ni manos que me dibujaran. No era huida ni entrega: era algo sin nombre. El agua estaba helada cuando me sumergí, pero, por primera vez en mucho tiempo, no sentí miedo.

 

Sobre Gunter Silva
Perú, 1977.  Es licenciado en Artes y Humanidades, con una maestría en Literatura y Creatividad Literaria de la Universidad de Westminster. Ha publicado el libro de relatos Crónicas de Londres (Lima, 2012), la novela Pasos Pesados (Lima, 2016), El Baile de los vencidos (Buenos Aires, 2022) y un diario Neutrino: cuaderno de navegación (Lima, 2024).

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Gunter Silva. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Gunter Silva. Fotografía Gunter Silva © cortesía del autor. Ilustración enviada a Aurora Boreal® por Gunter Silva. Ilustración publciada con autorizción de Gunter Silva. Ilustración "La duda" © Franco Moreno.

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