Regreso a Ítaca

luis hernan castaneda 250Yo, el hombre de muchos senderos, no merezco el amor de mi mujer, no merezco esa ingenuidad que me daña con su belleza, no merezco la culpa atroz de ser el perro incapaz de corresponderla y no merezco el sacrificio perverso de sus ojos cerrados, el suicidio de una mirada que me ha sido entregada sin reservas.
Soñé que yacíamos entre pellejos después de hacer el amor. Ella alzaba la manta y, observando fijamente mi cuerpo desnudo, me confeccionaba un traje de hebras níveas, una larga cabellera blanca que florecía desde mi cabeza y me envolvía como un velo de mentiras imperfectas. Después avanzaba una mano insegura intentando creer, sintiendo titilar el nacimiento de la fe, y sonreía victoriosa, torcía una comisura traviesa porque había vencido una resistencia, había demostrado que, de entonces en adelante, yo no sería el único facultado para extasiarse con la visión de la criatura.
La noche en que llegué a la isla, ella me observaba con sus grandes ojos inmóviles mientras yo me desceñía la túnica polvosa. La lentitud de mis movimientos debió de parecerle una consecuencia natural del cansancio de los viajeros. Me acomodé a su diestra para contárselo todo desde el principio, según la promesa que me había hecho cuando surcaba el océano. Descuida, le dije, sé que no puedes verme. Tus ojos no están hechos para percibir mi metamorfosis. No tendría la desvergüenza de pedirte que me creyeras cuando afirmo que la totalidad de mi piel está cubierta de pelo, y que la única señal que recuerda mi antigua apariencia son mis ojos cercados por una inagotable selva blanca.

Ocurrió una mañana. Después de ser liberados por la hechicera, al despertar en mi lecho, descubrí unas hilachas canosas que nacían de mi ombligo. En el acto las rasuré con mi daga sin darles importancia, pero, en el transcurso del día, estuve pendiente de un extraño cosquilleo. Esa noche comprobé que habían renacido, rebeldes y filosas como púas. Volví a cortarlas y me desentendí del asunto durante un tiempo. Necia evasión, pues la epidemia pilosa recrudeció, y, en cuestión de días, tuve la espalda acolchada por un caparazón nevado. Las cerdas me tapizaban con rabiosa rapidez: cubrían la frente, hincaban los ojos, se introducían a las orejas y bajaban por el cuello; reptaban por el pecho, llegaban hasta el pubis, reclamaban los muslos, las rodillas y las pantorrillas. Retorcidas guías espumaron hacia el pecho y a lo largo de los brazos, avanzando centímetro a centímetro hasta la última falange de los dedos. La molesta vellosidad que invadía mi rostro terminó confundida con el cabello, que se destiñó por contagio. Asombrosamente, mis compañeros no parecían darse cuenta de estos cambios y se dirigían a mí como si fuese el mismo hombre.
casa islandia 350Tuve miedo, pero no perdí la serenidad. Nunca me había entregado con tanto deleite a la meditación. La maraña de preguntas fue desmadejándose hasta aclarar su confusa oscuridad. Me pregunté por la razón, la bendita razón por la cual el manto blanco me había distinguido a mí, precisamente a mí, y a nadie más de quien tuviera noticia. ¿Por qué era capaz de apreciar la pelambre a simple vista, como una más entre las armaduras, mientras que para todos mis compañeros la coraza permanecía vedada, tras brumas? Una explicación presentaba el hecho como un fenómeno de ceguera colectiva, pero me entusiasmó más la posibilidad de que fuera mi propia mente la culpable de una alucinación tan vívida y persuasiva que ni aun mediante un acto de voluntad era posible desterrar su influjo. Se trataba, sin duda, de una especie de locura. ¿Por qué se había rebelado así mi imaginación, acaso la había encarcelado alguna vez, le había prohibido jugar con las apariencias de la realidad? Todo lo contrario, siempre la había alentado a tergiversar las cosas a su antojo, de manera que una súbita venganza de su parte quedaba descartada. Era tan absurdo como la ingenua pretensión de persuadir a mi mujer de que sí veía lo que no estaba viendo, cuando lo cierto era que la realidad se había escindido en dos esferas irreconciliables. ¿Cuál de ellas era superior? ¿La mía, por el solo hecho de pertenecerme?
Un sentimiento nuevo empezó a insinuarse. Un orgullo inmenso de ser como me veía, de ver con mis ojos lo que yo era. Creí descubrir en mí a un ser único, creador de espejismos privilegiados; quizás el fundador de una nueva estirpe de superdotados en quienes las facultades imaginativas coronaban insospechados pináculos. Me acostumbré a la contemplación de mi pelaje. Lo acogí enternecido, lo envolví en la veneración más sagrada y juré, ante la intensa claridad del cielo despejado, que jamás volvería a renegar de su valor, digno de hecatombes interminables. Por la noche me regodeaba acariciando golosamente su textura, pero durante el día, mientras comandaba la nave de azulada proa, la agotadora brega cotidiana junto a mis compañeros y la futilidad del regreso al hogar me aguijoneaban con deseos apremiantes de emprender otros viajes, travesías repentinas a regiones desconocidas, países boreales donde mi armadura nívea podría protegerme de la gelidez reinante. A medida que nos acercábamos a nuestro destino, más plausibles me parecían aquellos viajes perfectos. Cuando por fin arribé en la isla y vi tu rostro amado después de veinte años, pensaba locamente en zarpar, por segunda vez, hacia el destierro.
Mi mujer escuchó mi relato hasta el amanecer. Los días siguientes se mostró arisca y retraída, como transportada por la leve música de edades muertas. Su rostro había envejecido, pero su comportamiento era el de una jovencita que no conoce la maternidad. Una de esas noches, después de celebrar el banquete con los invitados, me llevó lejos del mégaron y tuvimos una charla.
–Sea –concedió al fin, bajando humildemente la cabeza.
Fue el signo de velas infaustas. Nuestra vida no ha vuelto a ser la misma. Hemos dejado a nuestro hijo a cargo del gobierno de los hombres y nos hemos mudado a una pieza minúscula en un frío país del norte donde nadie nos conoce. Aquí, por las mañanas, la caída del granizo clausura los caminos y el soplo de la montaña difunde nieblas impenetrables. La visión de mis ropas de invierno revueltas en las maletas abiertas sigue desgarrando a mi mujer con una desolación enternecedora. A veces, en señal de nostalgia, me acecha por la espalda con una piel de oveja, pero siempre rechazo sus ofrendas. Miente para complacerme: debo disculparla, ha sido negligente, no pretendía sofocarme adrede, en el futuro no olvidará que mi nueva piel me guarece mejor que ninguna. Mi mujer es leal y obediente, y cree sinceramente que languidezco en la sinrazón más denigrante.
Al alba, me ve cruzar la puerta en desnudez completa. Desde el umbral, me ve alejarme a trote seguro, empequeñecer a medida que voy conquistando el escarpado declive. Cuando desaparezco en el resplandor de la nieve, me imagina cruzando los pinares como una criatura salvaje, corriendo a cuatro patas, aullando febrilmente, espantando a los pájaros de sus ramas y atemorizando a los jabalíes que columbran mi paso de venablo funesto. Ella aún alaba mi valor, porque ignora muchas cosas; entre ellas, el sino monstruoso que reduce mis paseos a un merodeo sin razón ni consecuencia.
Recuerdo que alguna vez, asediada por la soledad, me siguió en secreto. Nos hallamos en un prado y ella, que se había escondido tras unos arbustos, se aproximó lentamente. Tocó mi cabeza peluda con temor, con deseo, y un ramalazo sacudió mis piernas. Abatí su cuerpo, lo envolví como una araña famélica y lo mancillé furiosamente. Agotado el placer me tendí a descansar, extenuado y resollante. Ella me dirigió una mirada agradecida, reluciente de un pavor que solo había visto en las doncellas desvirgadas. Estudiaba la oscuridad con unos ojos de amenaza, con temor de venganza: como si esperase la aparición de algún hombre iracundo.
–Tengo que regresar –me dijo, como disculpándose–. Es tarde y mi esposo no tardará en llegar a casa.

 

luis hernan castaneda 350Luis Hernán Castañeda
Perú (1982). Autor de las novelas Casa de Islandia (2004) y Hotel Europa (2005), El futuro de mi cuerpo (2010), La noche americana (2011) y Viaje al norte del verano (2012). También ha publicado el libro de cuentos Fotografías de sala (2007) y de la novela de aventuras El chamán y la sacerdotisa (2007). Siguió estudios de doctorado en la Universidad de Boulder, Colorado. Actualmente es profesor en Middlebury College, Vermont.

 

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"Regreso a Ítaca" enviado a Aurora Boreal® por Luis Hernán Castañeda. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Luis Hernán Castañeda. Publicado en libro Casa de Islandia. Lima: Estruendomudo, 2014. Segunda edición y en la revista Aurora Boreal® Nr.17, mayo de 2015. Foto Luis Hernán Castañeda © David Rodríguez-Solás. Carátula Casa de Islandia © cortesía

 

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