El baile de la garza

irma del aguila 251El cierre del blue jeans se ha trabado. Yoli, la muchacha bóóraá, jala del tirador repetidas veces, intentado zafar la tela de la abrazadera, pero es inútil, lo único que consigue es hundir la costura en el pliegue de su sexo. Como no lleva ropa interior, la operación resulta incómoda. Por fin desiste y se enfunda el pantalón a la diabla.
El blue jeans le ciñe las piernas delgadas, el ruedo cubre gran parte del empeine, pero deja al descubierto los dedos de unos pies trajinados por igual en selva y descampado. Una camiseta de algodón mangas cero con las letras “Inka Cola” le cubre holgadamente el torso. El pantalón es de segunda mano, recibido en trueque a cambio de una falda nativa hecha de corteza de ojé. La prenda se la dejó una adolescente que cursa la secundaria en un colegio de Iquitos y que llegó en excursión el día anterior con sus compañeros y maestra, surcando en lancha el río Momón. A la chica iquiteña le pareció “maldita” la falda nativa que no estaba hecha de ningún material que hubiera visto en los mercadillos de Iquitos, ni algodón, ni lana, ni siquiera nylon u otro derivado sintético. “Y con rayas que ya no se borran más nunca, pintadas con tinte de resina mashinango”, le explicó la muchacha bóoraá mientras restregaba la tela con los puños para luego alisarla sobre su regazo, con ayuda de la palma y dedos de la mano, dejando que la clienta contemple el prodigio. Yoli codiciaba el pantalón y no cejó en su empeño hasta hacerlo suyo, “la resina se come la piel de tu mano cuando la machacas”, el puño cerrado golpeó una y otra vez la palma abierta para ilustrar el trabajoso proceso de obtención del tinte natural.

“¡Está bien chévere!”, coincidieron los compañeros del colegio, sin prestar mucha atención a las explicaciones de Yoli, “¡póntelo!”, exigen. La muchacha del colegio obedece y se lo enfunda, con el jeans encima, encantada de ser el epicentro de la excursión. Se quita luego el pantalón, desanuda la soga que le sujeta el talle y deja caer la falda hasta la cadera, mostrando el ombligo y el vientre llano y en flor, en un guiño de coquetería selvática. Todos resuelven a coro que así tiene que ir vestida a la fiesta que se anuncia para esa noche en el Noa Noa.
moby dick 350La chica de Iquitos le deja el blue jeans, algo descolorido y con el ruedo gastado, “no seas sonsa, es lo que se está usando”, le insiste. A Yoli le gustaría tener un espejito en ese momento para contemplarse con ese cuerpo bien distinto al suyo-bóóraá, un cuerpo-otro con piernas largas y entalladas. O, en todo caso, un otro corte que le moldee un porte de ciudad bien actual. Se levanta de puntillas y ensaya unos pasitos estilizados. Es una lástima que el espejo lo tenga su mamá, quien ya se encuentra en la maloca con los otros bóóraá. Todos llevan sus atuendos típicos, algunos ensayan el manejo del bastón con cabeza de anaconda y otros se acomodan en las bancas, a la sombra del techo comunal, mientras esperan la llegada de los turistas.
Los bailarines, hombres y mujeres, están ataviados con sus faldas de corteza de ojé. Los collares de semillas de huayruro adornan la desnudez de los pechos. Trazos de pintura en sus rostros cobrizos portan sentidos indescifrables para el extranjero e incluso para los jóvenes bóóraá que se comunican entre ellos en castellano y se desentienden de la tradición. De los techos de palma, de las vigas y troncos cuelgan artesanías nativas, sonajeros multicolores, arcos y flechas, cerbatanas y cacerinas con sus dardos, exóticos collares, dientes de jaguar, artísticos bolsos hechos de semilla de achira y una pareja –hembra y macho– de tambores manguaré en miniatura, fabricados con madera balsa, con sus respectivos mazos de caucho.
La muchacha bóóraá se baja los pantalones al vuelo. Cubre el incipiente vello púbico con una mini falda de corteza de ojé y se ajusta la soguilla a la cintura. Se quita la camiseta manga cero. Sus manos buscan los senos descubiertos y los contornean imaginando los formadores que el sudor dejaba transparentar bajo las blusas de las chicas del cole de la ciudad. Tiene los pezones pequeños y erguidos, duros al tacto, como la pulpa del aguaje.
— ¡Oi, guaye!, le grita su madre, que observa la escena desde la maloca, en sociedad con otros bóóraá emiten risillas infantiles o se tapan las bocas con las manitos, en gesto travieso.
Yoli se sonroja.
—¡Ven pa’cá!, apremia la madre.
La muchacha bóóraá toma a su madre de la mano y se forma junto a ella. Los turistas han desembarcado y ya caminan en fila india por el fangoso sendero que lleva al poblado nativo. Los nativos les dan la bienvenida con el “Baile de la Anaconda”, todos de la mano forman una suerte de cadeneta de papel. Se desplazan hacia la izquierda cruzando el pie derecho sobre el izquierdo, mientras los más viejos cantan al unísono letras que aprendieron de sus abuelos y que hablan de tiempos inmemoriales, que se remontan a mucho antes de la llegada del temible Hombre del Hacha.
Los más ancianos que, en cuclillas, musitan los relatos con un ceceo fatigado, escucharon de sus mayores hablar de que aquel hombre que luego se convertiría en el Hombre de la Quema o de la Balea, el amo de los tiempos de la explotación del caucho, cuando los bóóraá fueron traídos por encargo de los Barones desde la selva colombiana en éxodo forzado y sangriento, cruzaron el trapecio del Putumayo y llegaron hasta el río Ampiyacu, en territorio peruano. Ese mismo hombre era el que haría dormir a los bóóraá con su aguardiente de caña.
Cuán diferente de ese otro pasado, el de más atrás, el pasado que no tiene fecha ni sello de un papel, cuando los pueblos nativos se sabían protegidos por los cabellos de Píívyéji Niimúhe y sus portentosas raíces se comunicaban con ellos. Los relatos dicen bien claro que entonces la tierra tenía forma de seno de mujer y del pezón Mújpañe salían todos los alimentos: yuca dulce, yuca amarga de cuya harina se produce la casaba, el tabaco para leer lo que hay dentro de uno, la hoja de coca, los plátanos y otros.
Los visitantes, una docena de adultos mayores embadurnados de cremas protectoras y repelentes en los blanquísimos brazos y rostros, se han instalado en una banca bajo la sombra acogedora de la maloca. Sin hacer el menor comentario enfocan los lentes de sus cámaras fotográficas sobre los torsos desnudos, cuerpos que les resultan inesperadamente palpables, asibles. De todas formas, ensayan miradas neutras aunque alguno no pueda evitar un patente pestañeo.
La muchacha desprende su mano de la mano de su madre. Cruza el brazo derecho sobre sus pechos expuestos como si fuera a cantar el himno nacional y así se queda hasta el final del “Baile de la Anaconda”. Aplausos y flashes exaltados, intermitencia de la claqueta y disparos de luz, escarcha espolvoreada sobre los lánguidos senos de las mujeres. Los bóóraá deshacen la cadeneta y caminan al centro de la tienda comunal. La madre se acerca a Yoli, la toma del hombro y la pellizca fugazmente, “qué te toqueteas”. Yoli se incomoda por aquello que sigue oculto a los ojos de su madre y que no puede comunicarle. Esa molestia se asemeja a una alergia cuyo origen desconocemos pero que nos pone en guardia cuando nos exponemos al elemento que actúa como alérgeno –el humo de un cigarrillo, las partículas de smog que respiramos a la hora punta en las congestionadas urbes, el polvo acumulado en el flequillo de la alfombra, los pelos del gato– que la activa y que, en el caso de Yoli, tiene que ver con estarse en pie, expuesta al ojo mecánico que la enfoca, encuadra y dispara.
— ¡Me pica!, protesta la chica y se frota la piel de los senos para hacer creíble su escozor.
Los bóóraá se colocan en formación para el siguiente baile, dedicado a Ihchúbá, la garza. Los flashes vuelven a iluminar retazos del escenario, son golpes secos, apremiantes como solo pueden llegar a serlo un tic nervioso o una fulminante pulsión de muerte. Yoli entierra la mirada en el suelo apisonado. Se rinde. Su mano cae en peso muerto, exponiendo los senos.
Esa mano busca acompasar los primeros acordes del canto sobre el origen de Ihchúbá y termina sujetándose a la mano de su madre, la que la une, a modo de eslabón, con la tira de papel que forman las manos de la comunidad y con los pezones de las otras mujeres y con el gran pezón Mújpañe, ése que, en el decir de los abuelos, es el origen de todos los frutos de la tierra.

 

Irma del aguila 345Irma del Águila
Perú (1968). Autora de las novelas El último capítulo (2001), Moby Dick en Cabo Blanco (2009) y El hombre que hablaba del cielo (2011). Por la última novela recibió el III Premio de la Cámara Peruana del Libro. Ha realizado estudios en Perú y en los Estados Unidos. En la actualidad se desempeña como docente universitaria en diversos establecimientos peruanos.

 

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"El baile de la garza" enviado a Aurora Boreal® por Irma del Águila. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Irma del Águila. Foto Irma del Águila. © Dominique Favre. Carátula Moby Dick en Cabo Blanco © cortesía Irma del Águila.

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