Mini Relato
Una noche aquel insomnio se encontró enredado en el silencio de sus sábanas. Miró a todos lados, solo soledad. Intentó tocarse, pero no palpaba cuerpo alguno. Se miró al espejo, yo soy mi amor. Se metió debajo de la cama, y abrió una puerta. Cayó al abismo. Mientras caía se dio cuenta de que una protuberancia creía fuerte entre sus piernas. Se fue frotando el enorme pene mientras descendía, hasta manar un manantial. Sus fluidos fueron tales que pudo nadar al llegar al fondo. Bebió de sí mismo y pudo ver luces, siluetas, puertas con distintos colores y un rico aroma a salitre. No se escuchaba nada. Abrió la puerta violeta y entró. El olor cada vez más penetrante lo invitaba a una cama en el fondo. El insomnio se recostó, dos manos lo palpaban suavemente. Cuatro manos, seis, ocho, diez manos tocándolo rítmicamente. Le crecían los senos, se le endurecían los pezones, se le curveaban las caderas. Descubrió ese deseo el siempre soñado. Fue sintiendo entre sus piernas un enorme laberinto en el que entraban todas las manos, también pasó sus dedos y descubrió la humedad de ser ella de todos los dedos acariciando su vulva. Sintió vértigo y gritó tan fuerte que cayó de cantazo en la cama abrazada entre sus sábanas moradas al amado insomnio. Al fin de cuentas, todo fue consecuencia de aquella manía de quererse en silencio.
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- Por Ana María Fuster Lavín
Juan Claudio Morales Villa frente a la portería. El portero tiembla, el árbitro juega con el pito. Juan se persigna y le pide a dios que haga justicia. Piensa en que preñó a la prima. Los medios locales califican a Morales Villa como una de las grandes promesas del fútbol. Frente al portero sonríe, los reclutadores del Barsa están en las gradas. Tiene un jugoso contrato que firmarán con Juan Claudio Morales Villa al terminar el partido. Juan mira al cielo espera que su novia lo perdone por haberse tirado a su hermanita. Sus padres han hipotecado la casa, empeñado prendas y hasta vendido al perro, para enviar a su hijo a los mejores campamentos del deporte en Italia, España, Brasil y Alemania. Recuerda la cara de aquel niño y su gatito a los que atropelló borracho con la motora de su vecino, a quien sentenciaron a tres años de cárcel. Juan Claudio besa su crucifijo y sonríe al portero. El árbitro está a punto de colocar el pito en su boca. "Diosito ayúdame en esta y no volveré a joder." Los comentaristas, los reclutadores, su prima, su novia, hasta el vecino pendientes al momento que llevará al primer futbolista puertorriqueño a la gloria. La legislatura multipartidista lo homenajeó la semana anterior por ser un ejemplo para la juventud isleña. El portero brinca en la portería, el árbitro suena el pito. "Diosito, ahí voy", grita la próxima gloria del fútbol. Juan Claudio Morales Villa tira el penalti a lo Panenka. En ese mismo instante cae un rayo inmenso, que deslumbra a todos, justo sobre Juan Claudio Morales Villa. El futbolista cae achicharrado, humeante, entre sus propios orines y un inmenso vómito de sangre. Todos, sus padres, el público, sus compañeros de la banca, su novia y su hermana, la prima embarazada de cinco meses y hasta el vecino aplauden sonrientes y gritan: ¡GOL!
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- Por Ana María Fuster Lavín
Y creyendo que las fuerzas le faltarían por completo un día, Shajid se aseguró de tener una cantidad pasmosa de
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- Por Danilo Albán
Madrid, 1933. Aurora ata los cordones de los zapatos, acomoda el vestido. En un bolsillo del pollerón, la pistola. Acomoda el pelo y camina. En una de las habitaciones, grande y lejos del comedor, Hildegard, la hija, duerme. Ha preparado la conferencia sobre eugenesia que pronunciará mañana. Duerme cansada sin adivinar que su madre percibe su respiración unos metros más allá. Hildegard, me traicionaste, piensa Aurora mientras calibra en la mano el revólver. Te engendré para vengarme del absurdo destino, me negó tantas cosas: posición, apellido, fama, estudios. No tuviste padre, sólo progenitor. Te tuve sin ansiar goces sexuales, me vengué de la realidad y ella, que había logrado hacer lo que yo no pude me traiciona con un infeliz, que trabaja en el despacho de un cagatintas. Abre la puerta: Aurora dispara cerca de la sien de Hildegard, descerrajándole el tiro mortal.
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- Por Araceli Otamendi
Antes del alba y aún con algo de embriaguez, ese personaje dueño del poder, de costumbres vernáculas, de nombre extranjero: Faruk, y de prepotencia pirinea, se levantó sobresaltado en gritos diciendo que lo estaban robando, y con órdenes fulminantes envió a su gente, a sus esbirros, a que cubrieran todos los flancos, qué francotiradores se apostaran en las ventanas, qué nadie se moviera y que si fuera posible, si es que no faltaba otra orden más cercenante y apocalíptica, qué nadie saliera del perímetro y qué el aire se congelara.
Entonces una mujer que tal vez tuvo un pasado y cuerpo felices le trataba de tranquilizar diciéndole que ya no había nada que hacer, que se lo habían robado todo, que nada les quedaba ni siquiera la vida porque él había mandado congelar el aire.
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- Por Danilo Albán
Por más que se esmeraran en los detalles: puertas adornadas con guirnaldas, técnicas de pintura veneciana aplicada en las paredes, pinturas de Botero y cuadros con pinturas surrealistas de Remedios Varo, al lugar no se le podía quitar la sensación lúgubre y fría y al dependiente no se lo podía despojar de esa cara desconcertante de muñeco de cera; entonces Nebrio hizo lo que tenía que hacer en cinco minutos insoportables. Afuera, en la calle, el calor era infernal. Nebrio salió engarrotado como si hubiera sido defenestrado de un páramo; sus pasos eran entonces pesados y su mirada estaba clavada en ellos. Como un ente intentó atravesar la calle, pero sólo el golpe de un auto que lo levantó por los aires lo sacó de su angustia para pasarlo a un estado de ensoñación, tal vez. El dependiente salió rápido esbozando una leve sonrisa. Puso en su regazo a Nebrio, no le inquietó que fuera él, entonces con un formalismo cínico le preguntó que cómo se sentía, Nebrio le respondió: cómo muerto; por lo menos los servicio funerarios los tiene completamente cancelados, le respondió el dependiente, ya puede "irse" tranquilo.
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- Por Danilo Albán
Esta arriba de ese tren pero sabe que no va a ninguna parte, vagamente trata de calmar la soledad con el método que utilizaba su tío después de enviudar por segunda vez a los 85 años. "Contra la soledad del domingo no hay como un viaje en tren" —recuerda con la voz presente de su tío. Se levanta y se dirige al vagón comedor buscando una excusa para estirar las piernas, adelante va una mujer muy agraciada. Al entrar al vagón comedor la mujer casi se tropieza con un hombre que caminaba en sentido contrario sin verla. El hombre observa que de las disculpas ellos pasan casi enseguida a un abrazo. "Sos vos" se dicen, "pasaron 26 años". Como único testigo lamenta no tener mejor oído ni leer los labios. Los reencontrados buscan una mesa, se sientan. El hombre que viaja sin destino los sigue quizá por curiosidad, quizá por darle un acontecimiento rescatable a su vida en este domingo. Encuentra una mesa, puede verlos pero no escuchar. Debe seguir lo que ocurra desde sus gestos.
Los bautiza para poder imaginarlos mejor: él se llama Esteban y ella tiene cara de Lucia. Esteban tiene entre 55 y 60 años. Vive solo o con padres ancianos. Lucía aparenta una década menos que él. No esta sola de hombre aunque la soledad es la sombra de sus pasos.
Se ríen mucho. De pronto Esteban ha recuperado la postura de un hombre joven. "Llevo tu beso perenne en mis labios" quisiera decir Esteban. Ella le toma delicadamente la mano, la acerca a su boca y le besa ese dedo que transporta un hechizo compartido hace muchos años. No, no fueron amantes. Despliegan un cariño que solo puede dar una bella amistad. Hace frío, aun en este comedor donde hay vapores de café y tibiezas de cocina. Esperan el pedido tomados de la mano. Cuando la moza llega a la mesa desprenden sus manos con incomodidad. Después del café con leche aparecen ataduras, dolores expresados en el relato de los rostros.
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- Por Eduardo Francisco Coiro
Sí. El encuentro fue inopinado. Ninguno de ellos quería vérselas con nadie. Gabriel se dirigía a la casa a descansar después de haber dictado por hora y media una magistral exposición sobre la teoría de la decisión ante diez alumnos entre economía e ingeniería en la universidad donde se desempeñaba como profesor hora cátedra. El otro, Ernesto, salía de su casa, pues también, de manera magistral, y a pesar de que su trabajo era totalmente nocturno (ya había experimentado durante muchos años trabajando de día), con el tiempo y con toda justificación ya actuaba con la paciencia y el regocijo de un gato satisfecho, además el calor, la vida agitada, los transeúntes y por qué no decirlo, la misma luz solar, le producían alergia. A su manera, también era un erudito en teoría de la decisión sin haber asistido a las magistrales clases del profesor Gabriel; de todas formas, casi a diario, y durante muchos años, los dos todavía, se sorprendían con las demostraciones de los axiomas, corolarios y teoremas que debían sustentar frente a su auditorio. Entonces, Gabriel llegó a su casa. Por su mente no pasaban muchas cosas excepto la actitud parsimoniosa de una de sus alumnas que no mostraba interés en la materia. Tomó un vaso de jugo con un pedazo de torta de naranja, luego se cepilló los dientes y se acostó. Quince minutos más tarde escuchó un ruido en el techo. Pensó en los gatos y Ernesto pensó en que no había porque temer. Gabriel observó el reloj. Eran las once de la noche. Ese gato parecían dos, minutos después era un tropel, hizo un aspaviento, un sshh, el gato se calmó, después sintió que volvía el tropel. De pronto vio un brazo que quería hacerse paso entre los ganchos de ropa que estaban colgando en los alambres del patio. No supo qué hacer, debía tomar una decisión, esconderse bajo la cobijas, volver a hacer sshh, marcar el 123 de la policía nacional, enfrentar a la mano, tirarle una chancla; Ernesto por su parte no sabía si correr, quedarse quieto, hacerse el dormido, el muerto, esfumarse sigiloso por los techos. Prefirió esperar, Gabriel decidió prender la radio y esconderse bajo las cobijas. Ernesto espero, sólo se pudo llevar dos pantalones, dos camisas y un par de calzoncillos que no se sabía si estaban decididamente limpios.
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- Por Danilo Albán
La sequía había provocado una reducción en los niveles de la voz. El silencio fue tal que se cuarteó la piel, la comunicación y las pasiones. Los ojos estaban perdidos, pues las miradas habían huido a otras tierras con mejores pronósticos de lluvia y de presupuestos para cisternas en las que se almacena la querencia. Los habitantes olvidaron la hidratación del deseo hasta tal punto que las lenguas se tornaron diminutas. Una mujer que caminaba con dificultad sintió otra sombra que le acarició el cuello volvió la vista y se topó con la humedad de otra mano en la suya. Un susurro comenzó a subir desde sus labios inferiores hasta su boca. La otra voz besó la suya. Ambas bocas gritaron: ¡Lluéveme! Se abrazaron provocando el trueno más potente nunca escuchado. Chispearon caricias, gotearon besos, los sexos como relámpagos palpitaban encuentros, los habitantes se mojaron de gemidos salpicados de miradas hasta el encuentro de las lenguas y los cuerpos en espirales parieron palabras. Comenzó a llover.
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- Por Ana María Fuster Lavín
Su beso devora poco a poco tus latidos, mientras tus recuerdos se van perdiendo en el vértigo de esa boca. El tiempo fallece. Tratas de engañarla. Le obsequias una noche de máscaras y mal sexo, pero antes de partir ella te obsequia una canasta de mandrágoras. Estas son las hijas de tu engaño y terminan por amputarte las piernas y los ojos. Finalmente beben tus palabras antes de partir. Ya no hay sexo que te salve del silencio. Tampoco labios para tus lágrimas, ni sangre para tu sed. Tu leyenda del beso enamorado fue otra mentira. No hay libros en tu morada. Siquiera un antídoto que cure los efectos del beso de una mandrágora engañada. No podrás vivir, tampoco morir, ahora reconoces que no quedan voces para tus sueños. Amanece, es hora de renacer a la soledad.
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- Por Ana María Fuster Lavín
- "Y concluyendo pues entonces, éste ha sido el relato de mi vida, la historia vívida que me ha tocado en suerte.
Habrá podido comprobar que ha sido, quizás, excesivamente fuerte, eróticamente violenta... no sé su sana opinión... demasiada tragedia... escasa dicha... pero si de algo he de jactarme es que si bien Dios me lo diagramó complicado, supe salir adelante, pues a cambio del sufrimiento padecido me ha dotado de ciclópea tozudez y lacerante perseverancia... ¡Claro que sí!... pero... ¡Oye... tú... eh... despierta mujer!... que te has babeado hasta el vestido y de mi saco la manga. Anda que estás a punto de desmoronarte... vamos que pido otro trago.
¡Que sea doble para los dos, buen hombre!
Pues y aquí vamos entonces, y atiende ya que es la tercera vez que la repito, y no soy de aquellos que gozan del divulgarlo... préstame atención en ésta...
Que siendo yo muy pequeño, me destacaba del resto, y era a la vez muy elogiado, por ser un orador tan locuaz y rutilante...".-
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- Por Gustavo M. Galliano
Sueño de amor n° 3
Marianita presiona la tecla y deja escapar el sonido que resuena por toda la casa. Él, le lleva la mano a la boca y la abofetea y da de puñetes en el vientre, una, dos, varias veces. Ella recuerda, no sabe por qué, una playa vacía, su mano acariciando su cuerpo, las sonrisas, las palabras de amor. Silencio. Abajo, Marianita sigue tocando su piano, dejando lugar a la música que llena la casa de color, líneas y también agujas muy puntiagudas.
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- Por Félix Terrones
Al verla llorando, la acaricié. Fue entonces cuando encontré una garrapata en su cabeza. La bañé y saqué la hinchada inquilina. Al día siguiente cuatro garrapatas caminaban sobre la caja de agua. Fumigué la entrada y boté la alfombra. Dos días más tarde, diez garrapatas se arrastraban por debajo de la puerta. Bañé a Fiona, le
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- Por Miranda Merced