Santiago Vesga - Si alguna vez los pájaros asoman

Pienso ahora, ya después de dos años de haber atestiguado lo que aquí voy a narrar, que si bien sigo sin ser un hombre de fe, caería por insensato si siguiera siendo el mismo escéptico que era antes de que esa pareja llegara hasta este lado del Llano en una burra. Me era necesario este escepticismo obsesivo para mantener la cordura, pues de otro modo el terror me habría perforado las sienes, ya que el cementerio junto con el que se había instalado este caserío se encontraba a unos diez pasos desde la puerta de mi casa. Brizaban en la llanura las corrientes de agosto, y el árbol seco que se encontraba en medio del cementerio crujía con el viento nocturno. Su sombra, proyectada por la luna, se escurría entre mi habitación a través de la ventana. Fue por estos días de calor y viento que llegó la pareja joven que, pensé, venía persiguiendo delirios de oro.

-No señor- dijo el joven que apoyaba los codos sobre la mesa mientras sostenía una copa de ron con ambas manos, -nosotros venimos de la selva, pero nos espantaron los pájaros.

-¿Pájaros?

-¿Ha estado usted en Leticia, caballero?

-Nunca en la vida. La selva es para otra gente.

-Si alguna vez va- dijo ahora recostado hacia atrás sobre la silla -se va a fijar, e incluso si no se fija pocas opciones tiene, que en la tarde a eso de las cinco empiezan a llegar unos pájaros verdes. Sí señor, pájaros verdes, del mismísimo color de las hojas de los árboles. Llegan por los cientos en bandadas, y se ven venir desde lejos; pero cuando uno se da cuenta, ya han tocado las hojas de los árboles y se perdieron hasta el otro día. Pero truenan y truenan esos pájaros: se oye por toda la ciudad.

-Ajá, ¿y eso qué tiene que ver?

-Pues pasa que con mi mujer hemos estado tratando de concebir desde hace por lo menos tres años, pero no se nos da. “Son los pájaros” dice la madre de ella, “no vas a poder concebir con el chillido azuzándote”. Así que, por puro augurio, agarramos hacia el norte a ver si dejaban de sonar; pasamos por la selva de pueblo en pueblo, y de caserío en caserío, pero era como si nos persiguieran. Pasábamos a un pueblo y estaban, a un caserío indígena y estaban, dormíamos en la selva y estaban. O nos perseguía solo el ruido, no sé; era imposible verlos si uno quisiera levantar la cabeza hacia arriba.

”Así que nos supimos guiar a nosotros mismos, huyendo del sonido de los pájaros, que a este punto sonaba como una suerte de aullido marcándonos los talones, hasta aquí su caserío, mi don. Por donde pasábamos nos decían que no habían oído nunca nada igual. En un caserío de indios, los chillidos habían hecho que una cabra perdiera la cabeza y saltara al río. Los efectos se agravaron así hasta que un bebé, justo aquí cerca del borde de la selva, había nacido imitando el ruido de los pájaros en vez de llorar.

Poco le creí al mequetrefe este. ¡Qué le iba a andar creyendo yo un cuento de pájaros que hacen que las cabras se boten a los ríos! Sin embargo, parecía buena gente. Se instalaron con Lucero, que tenía siempre un par de habitaciones libres para este tipo de casos. Lucero era anciana y tenía artritis; se la veía en el cementerio en domingo y regaba una taza de café sobre la tierra donde yacía el esposo, y se tomaba otra.

Con el tiempo, la pareja se logró presentar con todos, aunque no fueran muchos. El joven se llamaba Prudencio Tamayo, y la muchacha era Natividad Herrera: no eran casados. La muchacha pronto se amistó con la señora Lucero a través de la costura, mientras el hombre anochecía con los nosotros los varones jugando a las cartas y bebiendo ron. El hombre resultó cuentero, y nos alegraba las noches contándonos historias de la selva, que nos cambiaba por cuentos del llano.

-La piragua- decía –es a la larga la única forma de andar por la selva. Ustedes tienen sus caballos, pero nosotros andamos por agua. Alguna vez, antes de conocer a mi mujer, pasé una semana en el Amazonas navegando hasta Manaos desde el Putumayo. Lo peor de la selva no son las culebras, son los mosquitos. Me pegó el virus de la malaria en esa excursión, y en Manaos logré no morir de eso.

Y seguía hablando de enfrentamientos contra caimanes, pesca de pirañas y nado con delfines rosados. No le creí la mitad de lo que dijo, pero igual eran historias atrapantes, al lado de otras mujeres, y todas parecen haber parado una vez se encontró con Natividad. Por mi parte, yo le contaba de los días en los que estuve de vaquero por el Meta, pues habían sido días bajo el sol a lomo de caballo que recordaba con nostalgia, y una vez que empezaba a hablar, se me salían los recuerdos a borbotones. Con el tiempo nos amistamos, así que cuando Natividad finalmente se embarazó, fue agridulce saber que, si bien iban a ser felices, pronto habrían de irse.
Hablé con Natividad en algún momento y me habló de lo bien recibida que se había sentido.

-Todos han sido amabilísimos nosotros. Creo que lo mejor sería que no nos fuéramos hasta después del parto. La señora Lucero dice que me podría asistir.

Lucero había asistido todos los partos que había habido desde su adolescencia. Su madre fue la primera en morirse desde que la gente se empezó a asentar aquí. Se supone que por eso decidieron quedarse en un moridero en medio del Llano: “si tienes un muerto, ahí es donde deberías quedarte. Esa tierra es tuya ahora” decía la señora Lucero. Tenía unos setenta y ocho años, y ante sus ojos murieron dos reses tres días después de la anunciación del niño. Hubo que dejar los cuerpos lejos del pueblo, porque no se podía hacer nada con ellas si no se sabía de qué habían muerto. Los pozos de agua parecían empezar a secarse. No se padeció demasiado por esas escaseces, pero un resquemor se empezaba a gestar desde el vientre; una especie de reverberación ominosa se sentía en el aire.

Debían haber pasado ya un par de meses de amistarnos cuando salimos con los caballos a arriar las vacas con el Tamayo. Arrimábamos las reses con el lazo por la periferia de los pedazos de selva y los pantanos populosos de aves zancudas y chácharos inocentes que se asomaban a beber. El Tamayo surcaba el Llano a lomo pelado con destreza prepotente, pero era ejemplar verlo correr al caballo varias decenas de yardas solo por el gusto de sentir el viento. Llevamos a las reses de un campo a otro hasta que el ocaso empezó a advenirse más pronto de lo que esperábamos, así que volvimos. Llegamos a paso ligero al pueblo de nuevo. Arrimamos a la casa de la señora Lucero, que estaba en el barandal tejiendo con Natividad.

-¿Cómo les ha ido caballeros?- preguntó la señora Lucero con una sonrisa en la fresca noche.

-El caballero parece que sí sabe montar- dije.

-Yo nunca he sabido. Prudencio nunca me ha querido enseñar.

Pero antes de que el Tamayo pudiera responder, un pájaro verde llegó volando y se posó en el barandal. La pareja se miró con un espasmo. Natividad azuzó al ave que salió volando y se volvió a perder.

-¿Hay muchos de esos pájaros por aquí doña Lucero?

-No, es el primero que veo por estos lados.

Una clara ansiedad acongojó a la pareja durante los días posteriores. Parece que Natividad presentía que debían salir del pueblo para que ella pariera su hijo en otra parte. El Tamayo por otro lado se resistía a subirla a un caballo y arriesgar el bienestar de la criatura. “Se me hace que va a nacer muerto, Prudencio” argumentaba ella. “Pero si los pájaros ya no importan. Estás embarazada, que se jodan los pájaros”. Así pasaron los siguientes meses con Natividad reclamándole a Tamayo que estaban echándose en contra de la suerte, y con él tranquilizándola pues no se habían vuelto a ver los pájaros verdes del desgraciado agüero.

La escasez se mantenía y la discreta narrativa que se formulaba culpaba a la criatura de ser la causante de los padecimientos que se empezaban a sentir en el pueblo. Hacía falta agua, el pasto se secaba, las reses se adelgazaban; el gato que deambulaba por el cementerio murió repentinamente. Empecé a preocuparme de que fuera cierto, y me empezaba a dar una cierta ansiedad, por lo que anhelaba en secreto que llegara la hora de partida de la pareja. Así que le hablé un día a Tamayo:

-¿Pretenden irse apenas nazca el niño?

-Entienda usted que no podemos sacar a un recién nacido en burro hasta la selva. Sé lo que dice la gente, de que es culpa de la criatura la mala suerte que se está viviendo por estos lados; pero le garantizo que no es así. Ya verá cómo las cosas mejoran, y más adelante miraremos si decidimos irnos.

Esto último me preocupó. ¿Se pretendía quedar? El augurio se hacía más claro para mí. La tierra polvorosa se batía con el viento e infestaba los ojos cuando uno se quería sentar en una mecedora frente a la puerta. Lo que me convenció, sin embargo, ocurrió al noveno mes del embarazo de Natividad: muerta de sed, había caído una res, que se veían ahora diezmadas a la mitad. Se detuvo sobre esta, y a la vista de todos, uno de los pájaros verdes que no habían vuelto a aparecer; hincó para horror de todos, su pico en la carne del animal y comenzó a mascarla como un ave carroñera. Todo el pueblo quiso entonces echar a la pareja a patadas del pueblo. Yo mismo me enfurecí ya sin la menor duda de que la desgracia se había advenido por culpa de la criatura, así que marchamos todos hacia su casa, cargando todo tipo de machetes, hachuelas y escopetas con la que la gente trabajaba el campo, que ahora se había visto socavado por la innoble pareja.

Aporreé la puerta con la furibunda gente detrás de mí.

-Se van a tener que largar en este instante- les grité a través de la madera. Salió Tamayo y su pesada mujer se escondía justo tras él. –Salgan.

La pareja salió y atravesaron la muchedumbre hasta que esta los separaba de la puerta de la casa.

-Van a tener que agarrar sus corotos, subirse a su burra y largarse allá a la selva a que se los coman los pájaros.

-Entiendan por favor,- dijo Tamayo, que ahora recibía desafiante la ira de mi mirada, -que no nos podemos ir hasta que nazca el niño. Ya falta poco, pero no puedo subir a mi mujer en una burra.

Pero su valor se esfumó al ponerle yo el barril de la escopeta en medio de los ojos. Empezaron entonces a retroceder lentamente para alejarse de la turba, entre injurias de la gente que alzaba sus machetes como si se tratara de un monstruo sacado de una novela gótica. Así los acorralamos hasta las puertas del cementerio, cuando Natividad empezó a contraerse y a gemir, al mismo tiempo que una enorme bandada de pájaros verdes de acercaba desde el horizonte, tronando y tronando, tanto que se oía por todo el pueblo.

-¡Rompí fuente, Prudencio!

El hombre la acarreó hacia el centro del cementerio, para apoyarla en el árbol. Entre los truenos provocados por los pájaros se oyó entonces gritar alguna voz entre los cientos, “si nace la criatura, nos jodimos”; así cuando los pájaros empezaron a revolotear alrededor del árbol muerto sonó un disparo, y fue con el último quejido de Natividad que los pájaros terminaron de posarse sobre las trémulas ramas muertas, para confundirse y formular como por arte de la providencia un frondoso árbol verde que disimulaba la vida, allí donde los gritos de los pájaros apenas consiguieron disimular la muerte.

Cesó entonces la ira del pueblo en medio del estruendo que venía del árbol. La bala anónima había atravesado la espalda y el vientre, acabando con la vida de ambos la madre y el niño al instante. Se oyó por encima de los pájaros el grito doloroso de Prudencio Tamayo, como si hubiera sido a él mismo a quien le hubieran atravesado el alma; bien habría podido desear la muerte en ese instante. Abrazó suplicante el cuerpo de su amada, y maldecía el día que emprendió el viaje desde la selva, y soltaba injurias contra nosotros de todas las formas que le eran conocidas. Me miró a los ojos, escupió el piso sobre el cual se paraba estupefacto el pueblo que había servido de verdugo de un crimen que él no había cometido, y me espetó tantas cosas y tan profanas que no me atreveré a decir, pero que me hicieron sentir tanto dolor y tanta culpa, como si yo mismo hubiera sido quien disparó contra su mujer, tanto así que puse la escopeta en el suelo y me arrodillé a acompañar su llanto, suplicando perdón a él y a nuestro Señor, a pesar de saber que nunca sería absuelto.

Sepultamos a Natividad y a su hijo en el mismo suelo donde cayeron. Los pájaros se dispersaron del árbol para posarse al interior de las casas, anidaron en los techos, rasgaron las telas de las camas. Tantos eran y tan obcecados que fue imposible ahuyentarlos del pueblo, así que nos marchamos nosotros. En poco tiempo se cargaron los animales con los bultos y empezó todo el mundo a buscar destino hacia quién sabe dónde. Prudencio Tamayo partió en su burra con las pocas cosas que le pertenecían a él y a su mujer. Ha de saber, sin embargo, que ese caserío tórrido en medio del Llano siempre será su pueblo, pues ha dejado en él su amor, en él un muerto que siempre le ha de pertenecer. Han pasado casi dos años desde entonces, y cada vez que lo pienso, solo deseo que no se acongoje demasiado si alguna vez los pájaros asoman.

 

santiago vesga 350Santiago Vesga
Colombia, 1997. En el 2014 emprende el camino hacia la creación literaria con el cuento “Las más refinadas costumbres”, su primer cuento y fundador de una serie inicial de relatos dentro del cual está “Donde caen los presagios”, con el cual le otorgaron la primera mención de honor en la categoría de cuento del IV Concurso de Escrituras Creativas y Talleres de Creación Literaria de la Bibliored de Bogotá. En la actualidad estudia Literatura en la Universidad de los Andes, en Bogotá, Colombia.

"Si alguna vez los pájaros asoman" enviado a Aurora Boreal® por Santiago Vesga. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Santiago Vesga. Foto Santiago Vesga © Camila Vega.

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