Durofrío

emilio_mozo_001Cada verano la misma vaina. Dormir en el sofá de madera y mimbre sin colchón, observar el vaivén de los enormes senos de la tía Carmelina, y de vez en cuando, jugar en el alcantarillado con los niños del vecindario cuando ella me lo permitía. Papá siempre me acompañaba cabizbajo a la estación de ferrocarril para tomar el tren que me llevaría a Minas-Pueblo Nuevo. Nada era nuevo, solo calles de tierra y casas con portales de madera para que la gente no se enlodara durante la temporada de lluvia. Papá me arrastraba con la mano colocada sobre mi cuello evitando los vendedores ambulantes que proponían empanadas de carne y pirulís, hasta que llegábamos al vagón de segunda que me llevaría a pasar el verano con la tía Carmelina. Papá nunca se despedía, me colocaba enfrente del vagón y desaparecía.
El viaje a Minas lo definía mamá como tiempo de vacaciones.
-Es para que engordes y tomes mucho sol.
Mi interpretación era diferente, que los tiempos eran precarios y que una boca menos en casa era mejor que una boca más. "Tiempo muerto" es lo que llamaban al desempleo.


La tía Carmelina y el tío Armando eran propietarios de una Bodega; el antiguo salón de la casa transformado en lugar de negocios. No había mucha mercancía para vender, un gran saco de arroz y otro de frijol negro dominaba el reducido espacio. Varios racimos de plátanos verdes colgaban enganchados del techo. Sobre una gran nevera había colocado en fila una serie de botellones de boca ancha repletos de caramelos de diferentes colores. Dos carteles anunciaban ¡Cerveza Polar. Bien fría! Todavía Carmelina no había inventado el durofrío. Carmelina era gorda y alta. Tenia una personalidad fuerte, y sólo se le notaba el lado sensible cuando lloraba, lo cual era frecuente cuando se creía sola en la cocina. La historia de su vida nunca fue ni clara ni transparente. Característico de mi familia, mucho misterio y pocas explicaciones. Claro ejemplo fue cuando mi hermano menor anunció que había descubierto que era el primogénito. Cuando pedí explicaciones ante tal evento me respondieron que no había nada que comentar.

Emilio Mozo (Camagüey, Cuba), narrador y poeta. Recibió una maestría en lengua y literatura española de McGill University (Montreal) y completó los requisitos académicos para el doctorado en Middlebury College (Vermont). Fue honrado con el doctorado Honoris Causa en Literatura por la World Academy of Arts and Culture (1987). Como narrador ha publicado: Cuentos para niños traviesos (1994); Discretos aportes (1997); Shakespeare tropical (1998); Los cuentos de Emilio (2009); 13 cuentos de Emilio (2009); y El gato encantado (2010) ; y como poeta: Desde el ojo de la hormiga (1987); En el ala del mosquito (1988); Marginalmente literario (1991); Una como autobiografía espiritual (1993) y Entre el agua y el pan (1996). -Cállese, mocoso de mierda.
A partir de ese día celebramos el cumpleaños de mi hermano el cuatro de febrero y no el veintinueve de noviembre.
El tío Armando era analfabeto, guapo y robusto. Un día, cuando no venia al caso me dijo:
-Carmelina es tu madre.
Una sonrisa siniestra apareció en su rostro. En otra ocasión escuché a uno de los parroquianos de la bodega comentar sobre un bar de putas propiedad de mi tío. La relación entre él y Carmelina era bastante peculiar. Ella lo adoraba, mientras que Armando dependía de su inteligencia y esfuerzo para sobrevivir. Por las tardes, después de bañarse, Armando recostaba un taburete contra la pared del portal mientras Carmelina lo peinaba como si fuera un niño grande. El pretendía leer el periódico. A veces lo sujetaba al revés, entonces, Carmelina se lo enderezaba para ahorrarle el comentario de algún vecino malicioso. Carmelina me recriminaba con frecuencia mi condición de raquítico, subrayando que:
-Claro, era porque había nacido ‘sietemesino'.
Estos comentarios frecuentemente terminaban con el pronostico de que acabaría siendo como mi padre.
-Un bebedor empedernido, un tembleque.
Cuando papá cesaba de beber le temblaban las manos, creo que es eso a lo que ella se refería. Sentía resentimiento, sobre todo, cuando criticaba a papá.
Nunca llegué a descubrir lo que Carmelina sentía hacia mí como sobrino. Lo que si tenía muy claro era que ella no podía tener hijos y que el viaje a Minas-Pueblo Nuevo tenía como propósito rellenar de alguna manera ese vacío. La noche era la parte más interesante de aquellos días sofocantes e interminables. Antes de acostarnos Armando colocaba una enorme tranca de madera en la puerta para asegurarse que nadie viniera a robarnos. A continuación sacaba el revólver de cinco balas de una pequeña caja fuerte que guardaba debajo del mostrador. Lo ponía sobre la mesa de noche. Carmelina por su parte sacaba el cuadro de San Lázaro con sus muletas, llagas y perros del escaparate. Lo colocaba en una esquina de la habitación, en el piso, recostado contra la pared. Ponía enfrente del santo una copita de aguardiente y los restos de un puro que Armando se había fumado el día anterior. Una noche pregunté
-¿Por qué, para qué hace eso tía?
La respuesta fue instantánea.
-Qué niño más fresco, oíste Armando, las cosas que se le ocurren preguntar al raquítico este.
La tía Carmelina se inventaba cosas para vender en la bodega, una de
ellas fue el durofrío. Extraía el jugo de frutas frescas como la guanábana, el mango, la chirimoya y los vertía dentro de los envases que utilizaba para hacer cuadritos de hielo en la nevera. Ya congelados los vendía a centavos la unidad. Los clientes más pudientes pedían cinco centavos de durofrío. En un vaso grande los machacaban con una larga cuchara de metal. El durofrío ganó gran fama en Minas-Pueblo Nuevo y se convirtió en una abundante fuente de ingresos para la familia. Carmelina, sola en la cocina no daba abasto para la producción del codiciado manjar. Cuantas veces deseé que la tía Carmelina me invitara a tomar un vaso de durofrío. Un día me atreví a pedirlo. La respuesta fue un chasquido con los labios. Interpreté que eran algo que yo no merecía.
Los tres primeros veranos que pasé en Minas-Pueblo Nuevo dormí en el sofá. Por la noche la tía esparcía ropa antigua que guardaba en la gaveta de la cómoda para amortiguar la dureza del mueble. La intención de la tía era buena, pero la realidad no se acomodaba a mis movimientos nocturnos. Desde allí, observaba incómodo a la tía Carmelina desvestirse. De mayor interés para mí eran sus enormes senos. Nunca llegó a quitarse el sostén, así que me quedé con las ganas de verlos al completo.
Cuando la economía familiar prosperaba Armando siempre hacía reformas para mejorar el estado de la casa. Un verano añadió un dormitorio el cual yo estrené en compañía de una prima lejana. Era una guajirita joven que había venido al pueblo para hacer unas compras. Por alguna razón desconocida decidió dormir tal y como la habían parido, desnuda y poco tímida. Esa noche Armando viajó al retrete más veces de lo que acostumbraba, al pasar por la puerta de la habitación comentaba:
-Qué suerte niño, parece que te tocó la lotería.
No entendí bien el significado de sus palabras, pero su ji, ji de hiena me inquietaba. Más tarde sentí deseos de orinar, pero por miedo al lejano y oscuro retrete desperté a mi prima para pedirle que me acompañara.
-Ya estás bastante grandecito como para ir solo.
Se sumió en un profundo sueño llenos de sonidos extraños. Decidí, consciente de lo que hacía, orinar en las blancas recién lavadas y planchadas sábanas de la tía Carmelina. Después comencé a llorar fingiendo un profundo dolor de estómago. Carmelina se levantó. Armó un escándalo.
-Se había visto... igualito a su padre. Pero lo más revelador para mí fue cuando murmuró entre dientes
-Señor, Señor, que he hecho yo para merecer un hijo como éste.
Al día siguiente volví a ocupar mi lugar en el sofá, amortiguado por los trapos esparcidos por la tía Carmelina. Como castigo me obligaron a servir de camarero en la bodega, Carmelina en la cocina lloraba mientras hacía sus durofríos. Yo hubiera preferido jugar en el alcantarillado con unos barquitos de papel que me había regalado un vecino. En una ocasión, un cliente borracho me dijo
-Idiota, búscame otro vaso que este está cagado.
Resentido fui a la cocina a buscar otro. Me abrí la bragueta del pantalón y froté mi diminutivo pene contra el vaso limpio. La tía me sorprendió en el acto, pero no reaccionó. Más tarde la escuché sollozando mientras preparaba el almuerzo. La televisión llegó a Minas - Pueblo Nuevo alrededor de los años 50. Había un solo televisor en el pueblo del cual era propietario el Cacique municipal. Por la noche su casa se rodeaba de curiosos que miraban a través de las cuatro ventanas de rejas la misteriosa caja redonda que transmitía sueños en blanco y negro. El trayecto de la bodega de mi tía a la casa del Cacique lo realizaba yo, corriendo por los desvencijados portales. Me gustaba el sonido hueco de mis zapatos retumbando contra las antiguas tablas de madera. Una noche, mi carrera fue interrumpida por una alambrada de púas colocada por un vecino harto de que yo utilizara su propiedad como atajo para ir y volver. La cara me sangraba. Salieron las vecinas a observar el incidente. Carmelina, quien ya se había enterado de la noticia, me esperaba en casa, desconsolada repetía:
-Mi pobre hijito, mi pobre niño. El incidente lo cambió todo. Cuando yo volvía de mirar la televisión Carmelina me esperaba con un vaso lleno de durofrío. Con una voz
desconocida y remota me llamaba hijito mientras yo seleccionaba los sabores que más me gustaban. El último verano que pasé con ella, al montar en el tren y despedirnos, Carmelina me susurró al oído:
-Yo soy tu madre.

Durofrío enviado a Aurora Boreal® por el escritor Emilio Mozo. Foto Emilio Mozo©Stephanie Colvey.

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