CARTA DE ALEMANIA (9)

Vivir en otra lengua

Intento meterme en la piel de un español o un hispanoamericano con vocación de escritor
o periodista, o ambas cosas, que emigra a los Estados Unidos, a Dinamarca, incluso Australia,
y que quiere salir adelante con esa vocación. Sé de lo que hablo porque llegué a Alemania en febrero de 1963 con el propósito de aprender el idioma alemán, pero de seguir escribiendo en el mío. Tuve la inmensa fortuna de que al poco tiempo de estar en el país me contrataran en la redacción latinoamericana de la emisora Radio Deutsche Welle, y así fue que pude realizar mi sueño... aunque a decir verdad nada más lo conseguí a medias, porque si bien me gané la vida escribiendo en castellano, mi alemán oral deja mucho que desear.

Entretanto han pasado ya cuarenta años, y soy abuelo de nietos alemanes, pero sigo pensando en el problema de la vocación, sobre todo cuando me reúno con mi amigo José F. A. Oliver, que es español de pura cepa, español de corazón. Pero nació de padres malagueños nada menos que en la Selva Negra y hoy cuenta como uno de los mejores poetas alemanes de los últimos tiempos. Hasta del mítico Instituto de Tecnología de Massachussets lo han invitado para que vaya a Boston a dar recitales de su poesía. Debe ser porque José vale, ya que en Boston, y sin llamarte Cabot o Lowell, no te invitan tan fácilmente. [Recuerden la acerada observación de JRJ en Diario de un poeta recién casado: «Andan por New York –mala amiga ¿por qué? de Boston, la culta, la Ciudad-Eje– unos versillos que dicen así:
                       Here is to good old Boston
                       The town of the beacon and the cod,
                       Where the Cabots only speak to the Lowells
                       And the Lowells only speak to God.
He conocido bien a una Cabot. ¡Cómo deben de aburrirse los Lowell! He leído La fuente de Lowell. ¡Cómo debe de estarse aburriendo Dios!»]

Pero volvamos al caso de Oliver. Él fue a la escuela alemana y su idioma materno no es el de sus padres, sino el único que es de a deveras materno: el de la escuela. Y si bien José habla castellano, y no se le da nada mal, cuando se expresa poéticamente la lengua que le sale natural es la de Goethe, Hölderlin y Humboldt. Y no la de Cervantes y Borges, o mejor dicho, ya que estamos en ello: la de Cervorges. Me tomo la libertad de traducir uno de los poemas breves y menos hölderlinianos de Oliver, titulado "De dónde" y que dice así: «Crisis de identidad / se nos achaca / a la segunda generación / Crisis de identidad / Cómo puede hablarse / de una crisis / si nunca / tuvimos / una / identidad». Y a propósito de identidad : Hasta hacerse famoso, José Francisco Agüera Oliver, que siempre firmó José F. A. Oliver, tuvo problemas de ese tipo. Al extremo de que una vez lo programaron en un recital de Berlín como Josefa Oliver: «Cuando llegué –me contó riéndose todavía–, aquello era un mitin de feministas».

Hay otras experiencias, que a su vez provienen de algunas otras bastante traumáticas. Son las
de gente muy valiosa en América Latina, que un mal día tuvo que abandonar sus lugares (Chile, Argentina, Uruguay, Bolivia, El Salvador) y debió abrirse paso en el extranjero. Varios fueron los países donde se acogieron en Europa, desde la gélida Finlandia hasta la tórrida Italia. Y el único capital que avalaba su futuro era el machihembraje de una vocación y un idioma: querían ser escritores o periodistas, y querían serlo en español.

Increíble o no, muchos de ellos lo consiguieron. Hablaré primero del caso que mejor conozco, el ámbito del idioma alemán, entendiendo por tal no sólo Alemania, sino también Austria y la Suiza germanoparlante. Aquí hay una cosecha auténticamente granada de gente que escribe en castellano y ha fundado tertulias literarias, asociaciones y centros culturales, y –¡asombro!– hasta editoriales, donde no se habla ni se publica nada más que en nuestro idioma. Pienso por ejemplo en la tertulia El Butacón de Hamburgo (con casi 40 años de acrisolada existencia) y en el sello editor Lateinamerika Verlag, del argentino Fabián Diez, en Suiza.

Y hasta hace uno o dos años, en octubre, en la Feria del Libro de Fráncfort, la mayor del mundo en su género, se podía ver un pabellón chiquito (pero matón, como Speedy González) en el cuál se exponía la obra de estos escritores latinoamericanos a quienes las tormentas de la Historia hicieron naufragar –hablo metafóricamente– en las playas alemanas. Los organizadores del pabellón intentaron catalogar semejante riqueza, alcanzando a listar media centena de nombres, desde los mexicanos Berenice Ammann y Salomón Derreza hasta la argentina Esther Andradi, pasando por los cubanos Jorge Pomar, Amir Valle y Jorge Luis Arzola, los chilenos Víctor Farías, Hernán Valdés y Mauricio Toro, los españoles Pilar Baumeister, Víctor Canicio y Fernando Aramburu, los colombianos Sonia Solarte y Ricardo Colmenares, los peruanos Julio Mendívil, Leopoldo Chariarse y Walter Lingán, y el ecuatoriano Israel Pérez. And last but not least el salvadoreño David Hernández, quien fue, antes de regresar a su país, algo así como el aglutinador de todos los empeños habidos y por haber en Alemania para que se sepa que de la lengua española no nos arrancan ni con fórceps. Digamos, pues, que a él, "dele Dios buen galardón", parafraseando –pero en positivo– uno de los más bellos romances de nuestra lengua.

vivie otra lengua 250Y a quien también habría que darle buen galardón, y ahora me salgo del mero ámbito alemán, es a la ya mencionada Esther Andradi, argentina santafesina pero berlinesa de adopción, por la antología que publicó en Buenos Aires, en las ediciones del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos, una antología titulada Vivir en otra lengua (Literatura latinoamericana escrita en Europa) y en la que se agavillan trabajos de una docena de autores: el chileno Omar Saavedra Santis, el panameño Luis Pulido Ritter, la peruana Teresa Ruiz Rosas, el colombiano Luis Fayad y el salvadoreño David Hernández [éste mientras residió acá] escriben en Alemania; la colombiana Helena Araújo en Suiza; la argentina Rosalba Campra en Italia; la uruguaya Ana Luisa Valdés y su compatriota Leonardo Rosiello en Suecia; el ecuatoriano Ramiro Oviedo y la argentina Luisa Futoransky en Francia; y la mexicana Adriana Díaz Enciso en Inglaterra.

Se trata de un libro admirable por muchos conceptos, sobre todo porque como dice Esther Andradi cerrando su prólogo, «[es] una aproximación a la literatura en español que escriben quienes viven en otra lengua. Más allá de las circunstancias que motivaron el extrañamiento, permanecen en el país que los acogió y tienen en común la continuidad de la escritura en la lengua materna. (...) El idioma original se percibe entonces como aquellas casas edificadas en las riberas del río, construidas sobre pilotes, por cualquier cosa. Y aunque reciben el lujo de la ribera y gozan de su humedad, sus alimañas y sus beneficios, se defienden de la corriente, afirmadas en las preposiciones entre y desde y hasta, ahí donde estén. «La escritura es el ancla con la que tejen el vínculo con el país lejano, una suerte de istmo en el mar de otro idioma. Sumergidos en la vida en otra lengua, arrasadas la jerga, el habla cotidiana, el sonido de lo insustancial, las interjecciones y, en fin, todo aquello que es el sedimento de lo literario, estos escritores y escritoras cultivan la lengua original con la persistencia de la grama, que cuanto más se la arranca, con más fuerza crece. Matas salvajes de un territorio indomable. Siempre se vuelve al primer amor, como dice el tango».

Por supuesto, y eso lo sabe muy bien Esther Andradi, este fenómeno de la transterración del escritor no es algo novedoso, ni siquiera notable, y así lo dice expresamente en ese prólogo: «Que gran parte de la literatura llamada latinoamericana se ha escrito en Europa, no es nuevo. Los grandes del boom escribieron sus novelas en Barcelona o París, pertenecen al jet set del mundo editorial internacional, son las estrellas de congresos internacionales, y los ecos de su escritura siguen rebalsando los programas de universidades europeas».

Pero ella recoge en su antología a los que se realizan fuera del canon, de los grandes circuitos: «La gran mayoría de los autores y autoras de diversos países latinoamericanos radicados en una lengua distinta a la que escriben, viven entre dos aguas, buscando el reconocimiento en el país de origen, destinatario de sus ficciones. "Vivimos en París", como escribía Darío, pero "París no nos conoce". No tuve que buscarlos porque están en todas partes; antes bien fue difícil limitar una muestra de esta literatura».

Explica luego la razón –evidente desde el título– de haber excluído a los residentes en España («se trata de un extrañamiento dentro del mismo idioma») y constata que a pesar de que se ha limitado en su antología a la prosa narrativa, tampoco faltan los poetas latinoamericanos en este catálogo del desarraigo: bástenos recordar al venezolano Enrique Moya, en Viena; el peruano Américo Ferrari, en Ginebra; y la uruguaya Martha Canfield, en Florencia, y cómo el también peruano Jorge Eduardo Eielson, «hizo de Roma su residencia definitiva, en todos los sentidos».

Sólo se pregunta si los autores que viven de este lado del charco querían seguir manteniendo el español con esa tenacidad, o es que no tenían otra chance. Porque de hecho, Esther Andradi cree que el idioma con que se escribe no es algo que se decide desde la voluntad, sino que son muchas las veces en que las propias historias dictan su lengua. Y asimismo se pregunta si una vez abandonado el territorio donde se nació, se puede abandonar también el espacio del idioma. Quienes lo hicieron (Conrad, Nabokov, Beckett...) continúan siendo excepciones. Como sus mismos compatriotas Héctor Bianciotti y Juan Rodolfo Wilcock, dos escritores tránsfugas, al francés y el italiano, respectivamente.

La lectura de Vivir en otra lengua se convierte luego en una especie de juego del escondite con las referencias, o una especie de rara carrera de eslalon entre las biografías de los escritores y el mundo de sus creaciones. Para nada resulta raro que un porteño chileno (de Valparaíso, pues), residente en Berlín, haga protagonista de su cuento a un paisano suyo de visita en Roma; es el caso de Omar Saavedra: o que una colombiana que vive en Lausana/Suiza, Helena Araújo, haga viajar a otra colombiana de Ginebra. Menos raro aún es encontrar personajes compatriotas del autor en su país de origen: es el caso de los cuentos de Ramiro Oviedo, Ana Luisa Valdés, David Hernández, Luis Pulido Ritter y Luis Fayad, aunque si bien en este último caso no se dice expresamente, está claro como el agua que esa ciudad de su agobiante relato no puede ser otra sino Bogotá.

La paleta, sin embargo, no se agota en ese juego del escondite de las personalidades, ni en ese eslalon entre biografía y creación. La protagonista del cuento de la peruana Teresa Ruiz Rosas es una agente literaria islandesa que vive en Reykiavik; el de la argentina Rosalba Campra, un arcángel en el Río de la Plata durante la época de la conquista de América; y el del uruguayo Leonardo Rosiello, nada menos que un enviado del rey de España a la corte de un sultán chino. Tan sólo la mexicana Rosario Díaz Enciso elude los parámetros tópicos: su narración discurre en un No Man's Land, durante un otoño homicida.

Rancho aparte, en todo sentido, el texto de Luisa Futoransky, un ensayo sobre el "mal de ojo" que funciona como un cuerpo extraño en la estructura total de esta antología, siendo ello tanto más extraño si pensamos que su autora tiene buena pluma para la narrativa, demostrada en sus tres novelas publicadas hasta la fecha.

Como la pescadilla que se muerde la cola, intento una vez más meterme en la piel de un hispanoamericano con vocación de escritor o de periodista, o de ambas cosas, y que llega a los Estados Unidos, a Dinamarca, incluso Australia, y quiere salir adelante con esa vocación. Sólo sabría decirle que el alemán es bastante, bastante más inhóspito que el inglés y hasta puede que el danés, pero hemos sobrevivido a su garra helada. La que cuando se deshiela llega a producir semejantes milagros: «¿Y a mí que más me da?, / digo a punto de llorar». O bien: «De este árbol del Oriente, / a mi jardín venido, / un secreto sentido / su hoja guarda latente. / ¿De un ser vivo se trata, / partido en dos mitades? / ¿O son dos unidades / juntas de forma grata? / Pienso que es lo más noble / aunar dos universos: / ¿no sientes en mis versos / que soy sencillo y doble?»

Son poemas de un tal Goethe. Que tampoco era manco. Pero claro está; para manco, Cervantes.

Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

 

 

 

 

Carta de Alemania (9). Escribir en otra lengua enviado a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Foto Ricardo Bada © Ricardo Bada. Carátula de Vivir en otra lengua cortesía de la escritora Esther Andradi.

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