La Cumbre - Melba Escobar

Ya entonces podía reconocer las ventajas de ser la más pequeña. En la parte trasera del jeep Nissan verde manzana modelo ‘76 donde siempre eran una familia, su madre sabía armar una cama en el suelo para ella. Cada vez que hacían este recorrido, Serrat cantaba desde una vieja casetera. Camila no entendía la letra pero sentía que una tristeza se apoderaba de todos al oírlo; incluso el paisaje se iba poniendo melancólico a medida que se alejaban de la ciudad y Serrat se instalaba en su lugar de siempre. La madre contaba historias mientras miraba por la ventana. Aquella vez contó que sus hermanos jugaban a orinar desde un balcón cuando eran pequeños. Ganaba el que mandara su chorro más lejos. Su madre cerró esta anécdota con una risita que fue interrumpida por su padre, quien se apresuró en decir que no veía la gracia de esa historia.

La monotonía del paisaje, Serrat y las curvas, le producían nauseas con la misma violencia. Entonces cerraba los ojos y se veía como una hormiga que avanzaba por los pliegues de un elefante dormido. Nunca se le ocurrió hasta donde era esta imagen la verdadera causante de su malestar. Cuando el elefante se incorporaba o salía al trote, Camila sentía venir las arcadas. Era instantáneo. Su madre se daba vuelta con cara de preocupación: ¿Ves lo que te digo? La leche achocolatada te cae fatal. El padre detenía el jeep y la madre limpiaba los restos de leche y huevos revueltos. El viaje continuaba, pero por más que Camila se esforzara en pensar en otra cosa, volvía siempre al elefante. La culpa era de esa tierra árida y roja donde las montañas parecían haberse insolado desde el origen del mundo.

Camila revisó mentalmente cuántas cartas le había mandado al Niño Dios pidiéndole la Monark rosada con campana y canasta del mismo color. Eran al menos cuatro: debajo de la almohada, en la despensa, pegada a la ventana de su cuarto, en un álbum de fotos. Lo había pensado mucho. Su madre le había insistido varias veces que le diera la carta para hacérsela llegar directamente al Niño Dios, pero cuando Camila le preguntaba cómo pensaba hacer eso, no recibía una explicación convincente.

Ya estaban llegando al portal cuando se despertó Paula. Se quedó mirando a su hermana con un gesto de desprecio y le dijo: ¡Asquerosa! Tienes un pegote verde en la camiseta. Camila estaba de buen humor, así que prefirió no acusarla. Se limitó a decirle: A usted no le va a traer regalos el Niño Dios. Claro que no me va a traer regalos porque no existe, respondió Paula. En ese momento se detuvo el jeep. La madre se bajó a abrir el portón y entraron a La Cumbre. Camila no respondió al comentario de su hermana. Le daba mucho pesar la gente amargada como ella y tantas otras niñas del colegio. Seguro el Niño Dios no las quería y por eso no les traía regalos.

La rutina de la llegada era siempre la misma. Su madre abría las ventanas, tendía las camas y prendía el horno de leña mientras Camila la seguía por toda la casa. Su padre se iba a emborrachar al pueblo y volvía cuando ya todos dormían. Antes de comer, Camila se ponía sus botas de caucho y se iba a buscar moras silvestres. Junto a la casa grande quedaba la casa de los cuidanderos. Tenían un niño de su misma edad que se llamaba Marco y una niña mayor que Paula que estaba esperando bebé. Además de ir a buscar moras, Camila había querido encontrarse a Marco.

Recordaba cuando habían perseguido gallinas, recogido mangos, guayabas y naranjas. Alguna vez habían puesto monedas en la carrilera para ver cómo las aplastaba el tren. Y, en un par de ocasiones, el padre de Camila les había ayudado a armar la carpa con motivos de indios piel roja en el patio.

Pero esta vez fue diferente. Camila vio a Marco y ya de lejos le llamó la atención lo sucio que se veía. A medida que se acercaba la cosa empeoraba: Un moco seco sobre los labios, un roto en el saco manchado de zapote, un agujero en el zapato izquierdo y las uñas negras de mugre. Marco la saludó efusivo dejando ver el hueco entre sus dos dientes: Te tengo un regalo, dijo. Camila lo siguió en silencio hasta la casa de los cuidanderos. Cuando Marco le dijo que siguiera, negó con la cabeza. Espero afuera, dijo. Como si no hubiera entrado muchas veces a la casa diciéndole la suerte que tenía de dormir en el mismo cuarto con su mamá.

A los pocos minutos Marco salió con un paquete entre las manos envuelto en papel de regalo con dibujos de Papá Noel, alces y renos. Camila lo recibió sin decir nada. Él la miraba con una intensidad inusual esperando a que lo abriera. Camila lo destapó, dejando caer los pedazos de papel sobre la tierra. Una vez lo tuvo entre las manos no supo qué decir. Era un Topo Gigio hecho en icopor.

Llevaba puesto un gorro de navidad y un pijama a rayas. En la parte de abajo, en letra pegada, aparecía su nombre: Camila, cada letra de un color diferente y con un baño de escarcha. Topo Gigio tenía la cabeza inclinada hacia un lado y la boca abierta en un bostezo. Los dientes, como las pestañas, estaban hechos de cartulina. Al tomarlo entre sus manos, un ojo rodó por el suelo. No lo quiero, gracias, dijo Camila devolviéndole el regalo. Entonces se dio media vuelta y regresó a la casa. Marco la vio alejarse, incapaz de reaccionar.

Camila apenas si probó bocado antes de irse a la cama. Una vez tendida en la oscuridad su hermana dijo: ¿Ya le dio el regalo su novio? No tengo novio, contestó Camila. ¿Le dio el regalo Marco? Estaba muy emocionado, la mamá me contó que lleva tiempo haciéndole mandados a la tienda de doña Elvira para podérselo comprar. ¿Es verdad que tiene su nombre? Cállese ya, dijo Camila. Y se puso a contar ovejas, pero en vez de ovejas aparecía Topo Gigio con su cabeza ladeada y su boca entre abierta.

Al otro día se despertó muy temprano. El crujir de la madera la hizo saltar de la cama. Abrió ligeramente la puerta del cuarto y se asomó afuera. Entonces vio la sombra alta y corpulenta de su padre alzando una bicicleta Monark rosada con campana y canasta del mismo color. La dejó junto al árbol y en un intento de puntas de pie volvió a su cuarto haciendo mucho ruido. Camila seguía en el resquicio de la puerta sin respirar. Era exactamente como la había imaginado. Se puso las botas de caucho y salió de la casa sin volver la vista hacia el regalo. Afuera lloviznaba y, sin embargo, no le fue difícil encontrar a Topo Gigio entre los guayabos. Estaba roto en pedazos. Además del ojo ahora le faltaba un diente y las pestañas. La lluvia había desteñido las letras de su nombre. Aun así, Camila lo recogió y regresó a la casa. Lo puso con cuidado junto a la bicicleta, a la que apenas si miró de reojo, antes de volverse a meter a la cama para esperar la llegada del Niño Dios.

 

melba 375Melba Escobar
Cali, Colombia (1976). En 2004 ganó una Beca de Creación del Ministerio de Cultura con su proyecto de periodismo literario, Bogotá sueña, la ciudad por los niños (Icono, 2007). Duermevela (Planeta, 2010) su primera novela, es un viaje de iniciación en la vida adulta, un duelo por la muerte del padre, una íntima historia de amor filial y una exploración del Mito de Electra. Johnny y el mar (Tragaluz, 2014) fue reconocida con un White Raven en 2015, honor concedido a los mejores libros publicados cada año para un público infantil y juvenil por el Internationale Jugendbibliothek de Munich, Alemania. Por su parte, La Casa de la Belleza (Emecé, 2015), tercera novela de la autora, es una novela que explora el universo femenino desde su relación con la estética, el poder y la dominación masculina. Narrada desde un salón de belleza, la trama sumerge al lector en un universo desigual, machista y corrupto. A la fecha, La Casa de la Belleza lleva tres ediciones en Colombia y ha sido traducida a catorce idiomas, entre ellos al finés, turco, árabe, holandés, macedonio y portugués.

 

 

Relato seleccionado y enviado a Aurora Boreal® por Melba Escobar. Publicado con autorización de Melba Escobar. Este material también fue publicado en el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018. Fotografía de Melba Escobar © Archivo de la autora.

Para descargar el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018 pulse aquí.

 

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