Marta Orrantia - Un trabajo sin cobrar

–No tengo el dinero, Juan –dijo Carla, y encendió un cigarrillo.

Juan se quedó en silencio. Sabía que lo tenía. Era una chica rica, después de todo. Había llegado hasta su casa en un auto europeo blindado, manejado por un conductor macilento que la había despedido en la esquina, como cada jueves en la noche.

También, como todos los jueves, se iba a revolcar con él en su cama, exhibiendo impúdica un collar de platino, una argolla de bodas con siete diamantes diminutos y un anillo de compromiso con un diamante que ella llamaba Imaybé.

Tenía el pelo desordenado y unas cuantas canas le brillaban a la luz de los faroles de la calle. Era el único indicio de su edad, porque la piel parecía la de una adolescente y el cuerpo flexible, como de gato, le daba un aire infantil.

–¿Cuánto tienes? –preguntó por fin Juan.

Carla arrugó la nariz, asqueada por la pregunta. Tenía lo que quisiera, por supuesto, pero debía pedirlo. No era cuestión de sacarlo del banco. Si era honesta consigo misma, en su cuenta, a su nombre, no tenía nada. Quería ser escritora, pero su marido seguía diciendo que eso no era más que un pasatiempo, y ella había terminado por creerlo. Jamás se había atrevido a enviar un manuscrito a una editorial, así que se dedicaba a hacer traducciones comerciales del francés, un oficio que pagaba poco, mal y a destiempo.

Su marido era rico y generoso, pero todo tenía un precio. Su padre era rico y tacaño y ella era pobre y estúpida. Los vestidos que Juan la veía desfilar día tras día estaban remendados y las medias tenían pequeños huecos en los talones. Si quería algo tenía que pedirlo, y a ella no se le daba eso de mendigar.

Pero lo que más le dolía no era su condición de prisionera. Lo peor era tener que pagar por sexo con Juan. Con cualquier otro habría sido fácil, después de todo era una mujer con unos códigos morales más bien laxos, unas piernas sensacionales y uno de los culos más eróticos de la ciudad. También era inteligente, y eso no es poco en un lugar donde las chicas prefieren un marido que una educación.

Ese pensamiento la hizo sonreír. Qué estúpidas son las mujeres inteligentes, decía su abuela, y ella apenas en ese momento había entendido el significado de esa frase.
–No tengo nada, en serio –respondió y apagó el cigarrillo en un cenicero de cobre que se encontraba en el piso junto a la cama.

Juan la vio sonreír y aunque no dijo nada, pensó que se estaba burlando de él. Después de tantos años él seguía en lo mismo, pobre como una rata, con sueños de grandeza y de dinero pero con deudas que le llegaban hasta el cogote. Cuando se conocieron, él le había dicho que algún día sería rico y se la llevaría muy lejos, a vivir como una princesa. Pero seguían ahí. En un piso ruinoso y a medio amoblar, viéndose una vez a la semana, él sin un peso y ella, bueno, ella sí vivía como una princesa, pero con otro hombre.

Claro que las cosas habían cambiado mucho, pensó Juan. En todo el tiempo que llevaban juntos, él le había mostrado quién llevaba los pantalones en la relación. Ella podía ser muy fina, pero él no era ningún tonto. Al comienzo moría de amor por Carla, y cuando le había hecho esas promesas de pasar la vida juntos lo decía en serio, pero luego se dio cuenta de que ella no estaba dispuesta a sacrificar nada por él, ni su ropa, ni sus joyas, ni su matrimonio. Entonces todo cambió. Decidió que iba a vivir su propia vida, así que comenzó a salir con chicas y tuvo lo suyo. Y cómo le dolió a Carla enterarse. Pobrecita. Pero a pesar de todo ahí estaba. En su cama de nuevo. Desnuda otra vez. Servil. Así son las mujeres, pensó Juan. Ahora quiere vengarse y por eso no me da lo que necesito.

–Si no consigo el dinero para mañana al medio día… –aventuró.

–¿Qué pasa mañana al medio día?

–Es mamá. Debo pagar su casa. Si no consigo dinero para mañana al medio día, mamá quedará en la calle.

–Es muy triste –dijo Carla.

Las historias de las madres la conmovían genuinamente. Repasó en su cabeza posibles contactos que lo ayudaran a conseguir el dinero, pero no encontró ninguno. Sus amigos jamás le darían nada a un desconocido. Encendió otro cigarrillo y tomó un trago de whisky, más para ganar tiempo y no decir nada que para satisfacer una necesidad. Tampoco tenía por qué ayudarlo. Él no había sido precisamente un buen hombre con ella. Le había hecho miles de promesas y a la primera oportunidad, había ido a buscar a otra. Claro que dolió. Aún mientras estaba en su cama, no podía decidirse si lo que le había dolido era que le mintiera o que la cambiara por otra. Había vuelto, pero las cosas no eran iguales así el sexo siguiera siendo fabuloso. Se había roto algo, probablemente en ambos.

Carla sabía perdonar, lo había hecho infinidad de veces con su marido. Y había perdonado la infidelidad de Juan, si es que lo que había hecho él se podía calificar como tal. Él era su amante, después de todo, no tenía cómo exigirle nada diferente. Lo que no podía resistir era aquella libreta. La que había encontrado hacía unos días en su cartera, y que permanecía allí mismo, como el peso de un pecado mortal. Al comienzo había pensado que era de ella. Total, ambas eran de cuero negro, con un pequeño caucho que servía para cerrarlas. Pero cuando la abrió para anotar algo, se dio cuenta de que no era su letra, sino la de Juan. Le costó un rato comprenderlo. La vio, al comienzo, como algo ajeno. Unos jeroglíficos, un descubrimiento casi satánico, que la hizo tirarla al piso en medio de la cocina, para asombro de la empleada, que corrió a recogerla mientras le preguntaba si se encontraba bien. Luego Carla tuvo que encerrarse en el baño, en un extraño intento por esconderse de sí misma, para poder leer la libreta. Al comienzo saltaba apartes porque no entendía la letra, pero lentamente fue aprendiendo a descifrar las eses, las tes, las eres, y descubrió que durante todo el tiempo no hablaba de ella sino de otra mujer. Una chica llamada Sara.

Juan se refería a Sara con una devoción que antes solo guardaba para ella. Decía que era el amor de su vida y, a juzgar por lo que escribía, también a Sara le había hecho promesas que había incumplido.

–Carla…

–Mmmmhhh –respondió ella, sin ganas de que Juan la sacara de sus pensamientos.

–El dinero. Necesito el dinero.

–Mi cuenta está vacía, querido –dijo, aún ensimismada.

–¿No te deben un cheque de tu última traducción? Me habías hablado de ello el otro día…

Las pupilas de Carla se achicaron levemente, un gesto que solo un hombre observador como Juan podría notar. Ahí había algo. Juan sonrió. Sabía que tenía dinero. En esta ocasión había sido difícil. Había tenido que jugar la carta de su madre, pero había valido la pena. El solo pensamiento del dinero le dio tranquilidad y lo excitó. Deslizó sus dedos por los senos de Carla, que gimió. Siguió bajando y metió la yema de su índice en la vagina, y la encontró expectante. Te lo ganaste, muñeca, pensó. Carla abrió la boca un poco, como si fuera a decir algo, pero se contuvo, apagó el cigarrillo y se acomodó para recibir mejor la mano de Juan, que acariciaba con maestría su clítoris. Arriba. Abajo.

La libreta hablaba de ella dos veces. En la primera, aparecía justo debajo de una fecha, un día de enero. Decía “agradezco que estoy en paz y salvo con Carla y con la renta”. La comparaba con el arriendo de su casa.

Arriba. Abajo. Arriba. Era difícil de entender, por lo menos al comienzo, y tuvo que leerlo varias veces para saber que no se equivocaba, pero ahí estaba. Su nombre y la palabra renta. Como si ella fuera un bien inmueble. ¿Qué significaba paz y salvo? Tal vez era la venganza de Juan. Esa venganza ejecutada en cabeza de otras mujeres, a lo mejor con Sara.

La segunda vez, su nombre aparecía en una lista de posibles personas que podían darle dinero. El encabezado decía algo así como inversionistas o posibles contribuyentes. Había otros nombres en la lista, todos de hombres, algunos de los cuales ya había mencionado Juan en otras conversaciones. Amigos, compañeros de trabajo, conocidos. No estaba Sara.

Juan se acomodó y comenzó a lamerla. Carla gimió aún más duro y agarró las sábanas entre sus manos.
–Me gusta que te excites conmigo –dijo Juan y siguió jugando con su lengua.

Eso mismo decía en la libreta, pensó Carla. Le gusta que Sara se excite con él. Lo decía en letras de molde.
Es hermosa en realidad, pensó Juan. Hermosa y rica. ¿Qué más puede pedir un hombre? Tal vez un poco más de astucia, es cierto. Con seguridad, más juventud, pero todas envejecen. Yo mismo lo hago, y además engordo, se dijo. Siguió lamiendo con técnica, despacio, con paciencia, mientras pensaba en lo que haría con el dinero.

No había mentido, o no del todo.

Parte de ello iría al cuidado de su madre, es cierto que debía dinero al hogar de ancianos donde vivía y que el gerente había amenazado con sacarla si no pagaba pronto, por lo menos una parte. Pero con seguridad le sobraría un poco, que podría gastar en su guardarropa o tal vez en la cena del viernes. Había una mujer que le gustaba y quería invitarla a salir. A lo mejor podría hacer las dos cosas. Comprar unos zapatos nuevos y llevar a Rosa a cenar, ya vería lo que costaban los zapatos.

Por supuesto, siempre era molesto que Carla le preguntara por su vestuario todo el tiempo. ¿De dónde sacaste esa camisa? ¿Es nuevo ese abrigo? Y luego arrugaba la nariz y decía, es que como nunca tienes dinero… y cambiaba convenientemente el tema, dejando todo en el aire. Era una mojigata para tantas cosas. No para el sexo, no. Verla ahí, de piernas abiertas, gimiendo, era un espectáculo digno de filmar, pero no se atrevía. Ella no lo dejaría ni siquiera tomarle una foto. Antes sí. Le había tomado algunas, pero pronto descubrió que había chicas más hermosas que ella y decidió fotografiarlas. No tenían nada qué esconder, podían mostrar su rostro sonriendo a la cámara, y además eran suyas.

Carla no era suya. No era de nadie.

No soy de nadie, pensaba, mientras Juan le metía el pene y agarraba con fuerza sus caderas. Por supuesto le hubiera gustado ser de alguien, entregarle todo el dinero a Juan, segura de que estaría en buenas manos, pero sabía que no era para nadie más que para él, y ella tenía otras necesidades. El mercado, un viaje que quería hacer, unas resmas de papel para escribir. Tonterías, al fin y al cabo, pero era su dinero y se lo había ganado. Juan no había hecho nada para ganárselo… nada, además de estar encima suyo.

Fingió un orgasmo para que él se sintiera tranquilo y se viniera y luego quedaron tendidos el uno al lado del otro, jadeando. Cuando recobró el aliento, Carla prendió otro cigarrillo y se sentó frente a Juan.

–No te puedo dar el cheque –dijo, y le dio una calada al cigarrillo. Por más que intentó, no pudo mantenerle la mirada y tuvo que bajar los ojos. A pesar de todo, aún se sentía responsable por él.

Juan comenzó a temblar de rabia. Sus ojos se encendieron y trató de contenerse, pero su voz salió demasiado aguda cuando preguntó por qué.

Carla dudó un instante. Estuvo a punto de decirle lo de la libreta, pero decidió callar. Ya se daría cuenta él de alguna forma. Tal vez con el tiempo. Tal vez leyéndolo en algún lugar. Al fin y al cabo, Carla era escritora.
–Al final, ese trabajo tampoco me lo pagaron.

 

marta orrantia  350Marta Orrantia
Bogotá, Colombia (1970). Escritora. Trabajó en El Tiempo. Fundó y editó la revista Gatopardo y dirigió la revista Rolling Stone para la zona Andina. En 2009 publicó la novela Orejas de pescado, en 2013 el libro de periodismo Todopoderosos de Colombia y en 2016 la novela Mañana no te presentes. Es profesora en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia y en la Maestría de Creación Literaria de la Universidad Central.

 

Relato seleccionado y enviado por Marta Orrantia. Publicado con autorización de Marta Orrantia. Este material también fue publicado en el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018. Publicado con autorización de Marta Orrantia. Fotografía de Marta Orrantia © Ricardo Pinzón.

Para descargar el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018 pulse aquí.

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