El joven que vino del mar

El relato "El joven que vino del mar" está escrito a cuatro manos entre la escritora María Alejandra Almeida y el escritor Javier Vásconez.

Cuando la doctora Vivanco llegó a la estación, el motor del autobús en el cual iba a viajar ya estaba encendido. Le entregó la maleta al controlador, pero subió con su mochila en la mano y buscó el lugar que le habían asignado. Su asiento estaba junto a la ventana en la parte trasera. Ya acomodada allí, se percató de que viajaba muy poca gente. En un asiento delantero hacia la derecha vio a una mujer corpulenta, con una abundante cabellera de color gris.

Eran las ocho de la mañana, cuando el bus se deslizó por las avenidas todavía poco transitadas. Al mirar por la ventana, descubrió una enrome fábrica de ladrillos, cuyo humo ocultó por unos segundos la visión del resto de casas. El rostro de Patricia era ovalado, con unos enormes ojos adormecidos que a momentos parecían volverse verdosos, y una nariz alargada sobre los labios donde se había desvanecido el color del lápiz labial.

Luego de atravesar una serie de barrios periféricos, el autobús desembocó en la autopista que conduciría a San Mateo. Patricia sintió un poco de frío. Abrió la mochila, sacó una chaqueta de color lila y se la puso. En la mano derecha llevaba un gran anillo de piedra luna y en la misma muñeca varias pulseras de hilo de distintos colores, que parecían simbolizar una serie de trofeos. En la muñeca izquierda tenía un cronómetro Bulova de correa de cuero roja, obsequio de su padre cuando se graduó de bióloga. Después de una hora y media, el autobús entró a un pueblo. Se detuvo por unos momentos y descendieron varios pasajeros; luego continuó el viaje. Entonces, Patricia extrajo la tablet de la mochila, la encendió y reanudó la lectura del artículo que había empezado la noche anterior sobre una serie de hierbas recientemente descubiertas en los Andes.

Al cabo de un par de horas, notó que solo viajaban ella, la mujer que se encontraba a su derecha en el asiento delantero, y el chofer que llevaba una gorra a cuadros, quien al atravesar un bosque anunció:

—¡La siguiente parada, San Mateo!

A medida que el autobús iba ascendiendo por la montaña, la carretera se volvió irregular, tortuosa y estrecha. Al sentir las sacudidas, Patricia tuvo la impresión de estar en una especie de montaña rusa. Cayó la niebla hasta cubrir parcialmente la visión de la montaña que, con los movimientos, parecía a punto de desplomarse sobre ellos. El chofer redujo la velocidad.

La niebla se disipó después de cuarenta minutos. Fue cuando Patricia se percató de que el autobús circulaba como un caracol, junto a un abismo repleto de picos en forma de cuchilla que se alzaban hasta el cielo. La doctora notó que había un bus accidentado al fondo del abismo. Después de un par de kilómetros, llegaron a un claro donde había una docena de casas bajas con techos de tejas, construidas en forma de herradura como terrones de barro en medio de una plazoleta. El bus se detuvo con un frenazo. Patricia percibió que el lugar era muy silencioso, hasta que el chofer abrió la puerta y entonces el viento llegó como un gemido helado a sus oídos. Mientras guardaba la tablet en su mochila, la mujer que estaba delante se puso de pie y se dirigió a la salida. Patricia se cubrió con una bufanda, se colocó unas gafas protectoras y la siguió. Se despidió del chofer y descendió del autobús. Al dar unos pasos vio que la mujer se volvía hacia ella, y que la miraba con recelo. Tenía los ojos hundidos, la piel resquebrajada y escamosa, como si estuviera al borde de desprenderse del rostro. Parecía no tener edad y había algo inquietante en ella que a Patricia le hizo pensar que provenía de muy lejos.

Al fondo de la plazoleta, como si fuera el dibujo de un niño, había un perro solitario, pequeño y flaco. Patricia pensó que la estaba esperando. El perro tenía el rabo torcido y grandes orejas puntiagudas.

 

2

Desde las oficinas de Natural Research, el doctor James Stoker, jefe de Patricia, le había indicado que preguntara por la señora Juanita, la peluquera del pueblo quien solía alquilar cuartos. Patricia se dirigió hacia donde estaban las casas al fondo de la plaza, acompañada por el perro que caminaba junto a ella y llevando con dificultad la maleta y la mochila porque el suelo irregular le impedía desplazarse con facilidad. Recorrió algunas viviendas, con las ventanas y las puertas cerradas, que parecían estar abandonadas. Por un instante se sintió desconcertada, sin saber hacia dónde dirigirse. Siguió caminando mientras el viento helado que procedía de la montaña le acariciaba el rostro y se dio cuenta de que el perro ya no estaba junto a ella. Al mirar hacia el camino que ascendía al bosque lo vio sentado observándola con un gesto tan humano, que se le heló la sangre.

Pasó por delante de una serie de casas blancas, en cuyo interior no parecía haber nadie, hasta que se detuvo delante de una puerta entreabierta y pintada de azul, en la que colgaba un letrero que decía “Peluquería”.

Patricia la empujó y, sin traspasar el umbral, saludó y preguntó si había alguien, sintiendo nuevamente el aire de la montaña en sus mejillas. Nadie le contestó. Observó que en el interior había un sillón de peluquero, una cómoda donde reposaba una tijera y abundantes pelos desparramados sobre el piso. “Hay alguien aquí”, preguntó nuevamente. Silencio. A su izquierda, en una zona de penumbra de la pared, observó la fotografía de una mujer con el rostro escamoso. ¿Acaso no era la misma que había viajado con ella desde la ciudad? En ese momento escuchó unos pasos y apareció otra mujer, delgada, con una toalla sobre la cabeza.

—Buenas tardes —dijo ella.

—¿Juanita? —le preguntó con una sonrisa, aliviada por encontrar finalmente a otra persona—. ¡Por fin aparece alguien!

—Sí, señorita, ¿qué se le ofrece?

Patricia se acercó a ella y le tendió la mano.

—Soy la doctora Patricia Vivanco. ¿Tiene un cuarto de alquiler?

—Sí, ya me avisó el doctor James. Sígame.

Mientras Patricia la seguía por un corredor apenas iluminado por una bombilla que colgaba del techo, comentó:

—A este pueblo se lo ve tan solitario…

—Ay, señorita. Aquí todos somos muy viejos. Parecería que estamos muertos —le dijo mientras abría la puerta, la dejaba pasar a la pequeña pieza y encendía la luz.

Patricia se dirigió con la maleta hacia la ventana sin cortinas del fondo, que se encontraba frente a un camastro cuya colcha limpia y blanca, con un alegre bordado de flores rojas, le causó una buena impresión. Sobre la cama había un retrato de María Auxiliadora.

—¿Quiere comer algo? —preguntó Juanita.

—No, me duele un poco la cabeza. Prefiero descansar un rato.

—Si necesita el baño está a la mitad del pasillo—respondió la mujer mientras se acomodaba la toalla y salía de la habitación.

Al volver del baño, Patricia extrajo la tablet de la mochila, la encendió y vio que en la pantalla aparecía la hora y una foto panorámica de Toulouse. Se recostó mientras dejaba caer las botas al suelo y pocos minutos después se quedó profundamente dormida.

Unas horas más tarde se despertó, y ya había anochecido. Sintió las piernas entumecidas por el frío. Por la ventana entraba un resplandor azulado que se expandía por el cuarto. Eso le hizo pensar que estaba soñando, quizá debido al ambiente de irrealidad que provenía del bosque. De pronto, al mirar con atención e incorporándose en la cama, vio el rostro redondo y blanco de un niño que, como una reluciente pieza de porcelana, la miraba con asombro a través del cristal de la ventana. ¿Qué hace ahí?, se preguntó mientras se inclinaba para ponerse las botas. Patricia se quedó desconcertada ante la presencia del niño. Cuando miró de nuevo, el niño había desaparecido, dejando en su lugar un reflejo blanquecino que por razones incomprensibles le recordó a su hermano desaparecido. Estaba tan abstraída con estos pensamientos que no oyó que alguien golpeaba la puerta. Era Juanita que venía a anunciarle que la cena ya estaba lista.

En la cocina, en lo primero que se fijó fue en el mantel de hule con flores y frutas que estaba sobre la mesa. Patricia se sentó frente a la alacena, donde había una serie platos y vasos. Juanita le sirvió un plato con abundante arroz y una jugosa presa de pollo. Luego se sentó junto a ella para comer.

—¿Usted vive aquí sola, señora?

—Sí, soy viuda. Perdí a mi esposo en un accidente. El bus en el que viajaba se precipitó por el barranco. El chófer estaba borracho.

Al oír el comentario de la mujer, Patricia recordó el autobús que había visto entre los picos del precipicio, durante su viaje al pueblo.

—¡Qué terrible! —le dijo y a continuación preguntó—: Oiga, Juanita, ¿quién es ese niño que anda por aquí cerca?

—Debe ser Nelson. Ese se conoce todo el bosque. Es un niño muy curioso.

Al escuchar la respuesta de Juanita, Patricia creyó que podía preguntarle a Nelson algunas cosas.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde puedo localizarlo?

—Siempre está por aquí. Pero puede encontrarlo por el camino que sube al bosque. A lado de su casa hay una vieja carreta.

Patricia agradeció, terminó de comer y subió a su cuarto.

 

3

Sentada al borde de la cama, encendió la tablet y examinó las fotos de los catálogos que el doctor Stoker le había enviado desde Francia. Notó la precisión con la que estaban escritos, tanto en francés como en inglés y español. Con el rabillo del ojo percibió la silueta de Nelson deslizándose por detrás de la ventana. De nuevo lo asoció a su hermano Jaime, quien nunca había podido quedarse quieto en un mismo sitio, porque era como una sombra en movimiento.

En cambio, su padre era reposado, cauteloso y minucioso con los relojes que arreglaba con la luz lateral de una vieja lámpara en su taller. A su mamá la recordó en la cocina, junto a una serie de frascos donde ponía la mermelada que preparaba para vender, cuyo olor dulzón invadía toda la casa.

La suya fue una infancia sin mayores contratiempos, en la que todos se sentaban frente a la televisión durante las tardes de lluvia, hasta que algo cambió. Una noche Jaime no vino a dormir. Y luego fue otra noche y otra noche. Avisaron a la policía. Pasó un año, pero Jaime nunca dio señales de vida. El padre empezó a beber y a faltar al trabajo. La madre se apagó y descuidó la huerta que tenía en el jardín. En esa época apareció el cadáver de un joven en Guápulo. La policía los llamo y les pidió que fueran a reconocerlo, pero su madre prefirió quedarse en casa. Al anochecer, su padre volvió y por su rostro demudado todos supieron que no se trataba de su hermano. La madre empezó a llorar, mientras le servía café a su marido. Poco después Patricia reparó en que cada mañana ella abría el cuarto de su hermano y volvía a hacer la cama. Después, Patricia recordó que poco antes de la desaparición de Jaime, una mañana en la que su puerta estaba entornada, vio a su hermano despeinado, con el torso descubierto y una mancha en el hombro. Patricia nunca supo si era un tatuaje o una herida. ¿Dónde había estado la noche anterior? ¿Qué le había pasado?

A pesar del rápido deterioro de la vida en casa de sus padres, Patricia siguió con sus estudios de biología en la universidad. Luego tuvo el acierto de conseguir una beca en Toulouse, donde permaneció cuatro años y se graduó de doctora. De vez en cuando se complacía al mirar la foto de Jaime en la tablet y entonces llamaba a sus padres por teléfono. Al oír la voz desmañada de su mamá supo que nada había cambiado. Supuso que cada mañana seguiría barriendo y cambiando las sábanas del cuarto de su hermano.

En Toulouse consiguió un novio bretón que se llamaba Nerval, y que le llevó a recorrer Europa en moto. De aquellos días, lo que más le gustó fue el vino, la nieve de invierno y la libertad con la que recorrió junto a su novio algunas autopistas junto al mar.

 

4

Al día siguiente, después de desayunar, Patricia fue en busca de Nelson llevando su mochila. Siguió el camino indicado por Juanita y avizoró la casa de adobe junto a la cual estaba la carreta vieja. Llamó varias veces y descubrió que no había nadie. El cielo estaba gris y nublado. Desde el bosque bajaban remolinos de niebla que poco a poco fueron cubriendo el techo de la casa. Patricia se sintió sobrecogida porque el sol estaba muy lejos de aparecer. Sin saber qué hacer, sacó la cantimplora de la mochila que llevaba y bebió varios sorbos de agua, reclinada sobre la carreta. A unos pasos de ella vio con cierto espanto al niño que la miraba fijamente, porque percibió con nitidez las escamas de su rostro y sus ojos enormes y apagados, como si estuviera muerto. ¿De dónde venía? En ese momento Patricia recordó que un escritor afirmaba que todos los hombres salieron del fondo del mar y que empezaron a caminar desnudos, sin un rumbo concreto, desorientados. ¿Acaso Nelson también vendría del fondo del mar, al tener el rostro escamoso y la apariencia de un pescado en descomposición?

—¿Siempre tienes la costumbre de aparecer sin avisar? —preguntó Patricia.

—Yo no salgo nunca de aquí —respondió el niño.

—¿Dónde están tus papás?

—Hace rato que se fueron.

En ese momento el perro corrió ladrando desde detrás de la casa hacia Nelson, quien lo acarició con suavidad. Patricia se quedó petrificada cuando vio la lengua rojiza y húmeda del perro lamiendo el rostro escamoso del niño. Este perro tiene algo, pensó, ¿qué podría ser? Luego sacó la tablet y la encendió. Mientras buscada las fotos de las plantas, Nelson se acercó. ¿Era el perro o Nelson el que despedía un olor a algas marinas?

—Yo estoy buscando estas plantas —le explicó Patricia, mostrándole la pantalla al niño—. ¿Me ayudas a encontrarlas?

—De esas hay montones al norte del bosque.

Con un movimiento que Patricia no supo precisar si era de hostilidad o de timidez, Nelson se dirigió a su casa. El perro se volvió y la miró como si estuviera registrando el rostro de Patricia. Entonces, ayudada de la brújula que llevaba en la mochila, ella empezó a caminar sola hacia el norte. Poco a poco se sintió invadida por la oscuridad. Sintió inseguridad al percibir el silencio que la rodeaba, ya que incluso el gorjeo de los pájaros parecía haber desaparecido.

A medida que se iba internando, descubrió plantas a su alrededor. Varias orquídeas colgaban de los árboles. Vio algunos líquenes y helechos, mientras la claridad de la mañana disminuía y las ráfagas de niebla circulaban a su alrededor. Sacó un manicho, mordió un trozo y se deleitó por el sabor del maní, al tiempo que sentía que el fango se ablandaba bajo sus pasos. Una capa de garúa iba descendiendo, formando un remolino de bombillos luminosos que parecía provenir del cielo. Se inclinó y, poniéndose sus guantes de trabajo, empezó a buscar plantas entre el musgo que crecía alrededor de los árboles. Tomó algunas muestras y las colocó en los frascos y bolsas que cargaba en su mochila.

De pronto vio al perro parado a unos pasos de ella, gruñendo con las piernas abiertas y experimentó un ligero estremecimiento. Le dio miedo que la mordiera. Detrás de la mirada del animal había más que un perro, allí parecía confluir la inclemencia del tiempo y la violencia del bosque. El perro se acercó despacio. El miedo que sintió al mirarlo, se agudizó. Cerró la mochila y se preparó para golpearlo si es que la agredía, pero el perro no la atacó sino que empezó a aullar con un tono sumiso e insoportable.

Nelson apareció, le cogió de las orejas y el perro se calló.

—Tienes un perrito medio raro — dijo Patricia.

—Jonás anda por todos lados. Yo no me acerco a algunos lugares en el bosque, pero él sí.

—Nelson, ¿quieres acompañarme?

—Sí, señorita, yo le acompaño. Yo sé dónde están esas plantas que me mostró.

Subieron un rato más por el sendero del bosque hacia la montaña. Ahora el perro caminaba a lado de la doctora Vivanco. Adelante iba el niño y, a medida que subían, el bosque se fue abriendo. Un vientecillo helado se agitaba alrededor de la boca de Patricia. Siguieron subiendo por un momento hasta que llegaron a un claro. Fue cuando distinguieron unas piedras enormes, separadas entre sí como si fueran gigantes conversando en medio del páramo, y en cuyas espaldas llevaban grabadas formas extrañas, como medias lunas. Patricia sintió que no estaban ahí por producto de la naturaleza.

—¿Y esas piedras Nelson? ¿Qué son?

—Mi abuelito decía que vinieron del mar.

—¿Hasta acá arriba? —preguntó.

—No sé. Eso fue lo que me dijo.

—¿Vive todavía tu abuelo?

—No, ya murió.

Nelson se puso a golpear la tierra con el zapato. A poca distancia de las piedras, se hincó en el suelo y empezó a olerlo. Hundió el rostro entre las hierbas, cogió un puñado de tierra y se la llevó a la boca, mientras Patricia le observaba. También vio que detrás de Nelson había un árbol de aliso.

—Señorita —llamó el niño.

Ella se acercó y se inclinó. Vio que Nelson había retirado el musgo, al tiempo que le mostraba un charco aceitoso, que con la mezcla del agua fangosa formaba un arcoíris. Patricia lo miró y notó que dentro creían unas hierbas encrespadas, similares a la col morada. El agua formaba un pequeño espejo. La doctora vio como que el perro la observaba desde allí y empezaba a gruñir.

Cogió la hierba y se la llevó a la nariz. Tenía un olor silvestre y terroso, agradable. La guardó en un frasco y también en una bolsa plástica, en donde colocó un membrete verde que decía gualanga.

Entonces vio la hora.

— Vamos, Nelson. Hay que regresar al almuerzo.

—Señorita, si hierve esa plantita se ve bien lejos.

Patricia pensó en las palabras de Nelson e iniciaron el descenso junto al perro.

 

5

Mientras bajaban, Patricia le obsequió a Nelson su brújula, quien quedó fascinado al ver el movimiento de las agujas imantadas.

—Ahí está mi abuelo —dijo el niño, mostrando la aguja titilante que señalaba hacia el norte. Patricia sonrió.

Al llegar al pueblo se despidió de él. Se dirigió a la casa y, en el baño, se lavó con agua bien fría y se cambió de ropa. Después de revisar su tablet bajó a almorzar con Juanita. Luego se encerró en su habitación a descansar. En la noche puso en orden las cosas de su maleta porque al día siguiente se marcharía del pueblo. Cuando abrió la mochila sintió el fuerte olor de las hierbas. Abrió el frasco con el membrete que decía gualanga y aspiró con deleite porque la planta parecía llevar todo el aroma del bosque. Después de pasar con el dedo por la planta, se lo llevó a la boca. Recordó entonces lo que le había dicho Nelson al despedirse, “no se olvide que tiene que hervirla”.

Fue a la cocina. Allí seguía Juanita. Sobre la mesa le había dejado un plato de comida con un vaso de jugo de naranjilla. Patricia le pidió un perol y ella se lo dio.

—¿Ya se va mañana?

—Sí, terminé antes de lo esperado.

Juanita se despidió con una sonrisa. Patricia comió rápidamente las lentejas y el plátano frito con el arroz, y se bebió el jugo de naranjilla. Puso a hervir agua en el perol y regresó al cuarto, cogió una de las bolsas con la gualanga y volvió a la cocina. Puso un puñado de la planta dentro del perol y esperó un rato, hasta que el agua se tornó morada. Colocó el líquido en un vaso.

Fue al cuarto y se quitó la chaqueta y las botas. Encendió la tablet. ¿Qué estoy haciendo?, se preguntó mientras empezaba a beber los primeros sorbos amargos y densos, como raíces podridas.

 

6

Mientras se recostaba en la cama, se tocó con la mano izquierda el anillo de piedra luna. Empezó a sentir una pesadez corporal. ¿Era el cansancio o la gualanga que había tomado?

Hubo un instante en que no supo si estaba dormida o si la visión del perro acercándose a las enormes piedras que tenían tatuajes marinos, era real o producto del té.

Cuando el perro se agachó para olisquear entre las hierbas que crecían alrededor de las piedras, Patricia tuvo la sensación de empezar un viaje en espiral a través de sus enormes ojos. Fue como si hubiera atisbado la figura de un hombre joven, parado junto a un peñasco que tenía los mismos dibujos en forma de media luna.

Esos dibujos extendidos a lo largo de las piedras eran muy similares a los que estaban en la montaña. Parecían haber sido trazados por las mismas manos, y poseían el misterio de una escritura secreta a la que nunca iba a tener acceso.

A medida que la noche avanzaba al otro lado de la ventana de su cuarto, Patricia se estremeció al descubrir que el hombre parado junto al mar tenía la espalda tatuada y era su hermano. También se dio cuenta de que los tatuajes de su hermano eran similares a los dibujos que se extendían, tanto sobre las rocas que estaban junto al mar, como sobre las piedras de la alta montaña.

Patricia sintió ahogos, como si le faltara el aire, pero en realidad eran los aullidos angustiosos del perro que pugnaban por salir fuera de ella.

Ah, sí. Era Jaime, mirándola de reojo con una expresión un tanto inquietante en los ojos. Su rostro estaba igualmente resquebrajado, como los de todas las personas que había visto en el pueblo. En la muñeca llevaba el reloj que su padre le había regalado cuando cumplió quince años.

¿Dónde estás, Jaime?, se preguntó, ¿dónde?

Fue cuando él se acercó y le susurró al oído, con su aliento que olía a algas, una sola palabra: Altazores; mientras el mar se agitaba al fondo del sueño. Y entonces, ella supo que era allí donde debería ir.

 

EPÍLOGO

Al día siguiente, Patricia recogió sus cosas, se despidió de Juanita y se alejó del pueblo seguida por el perro, cuyos ojos irónicos siempre parecían comunicarle algo.

Al fondo divisó la sonrisa del niño, detrás de un árbol de la plaza.

 

alejandra almeida350María Alejandra Almeida
Ecuador, 1992. Escritora y abogada. Entre sus obras constan: La habitación secreta (mención de honor del premio Darío Guevara Mayorga, 2015), La esfera dorada (novela finalista del Concurso Internacional de Literatura Infantil Libresa, 2017), y el álbum ilustrado Titirimario. Fue la ganadora del primer lugar del XV Concurso Nacional “Terminemos el cuento” en 2010. Actualmente divide su tiempo entre el trabajo por los derechos humanos y la literatura.

 

javier vascones 350Javier Vásconez
Ecuador, 1946. Escritor y editor. Estudió literatura en la Universidad de Navarra y posteriormente en París. En 1982 inició su trayectoria narrativa con Ciudad lejana. En 1983 ganó la Primera Mención de la revista Plural de México con «Angelote, amor mío». Ha publicado El hombre de la mirada oblicua (1989); la novela El viajero de Praga (1996). En 1998, Un extraño en el puerto (antología de cuentos). La sombra del apostador (1999), finalista en el Premio Rómulo Gallegos; Invitados de honor (2004); la novela de espionaje El retorno de las moscas (2005), y la novela Jardín Capelo (2007). En 2009 apareció en España una selección de sus cuentos titulada, Estación de lluvia, y un año después se publicó una edición especial de El viajero de Praga con prólogo de Juan Villoro. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al alemán, francés, inglés, hebreo, sueco, griego y búlgaro. En 2010 se publicó en España y Colombia la novela, La piel del miedo (finalista del premio Rómulo Gallegos). En 2012 la editorial El Antropófago editó una edición bilingüe del español/ francés de El secreto. En este mismo año apareció la sexta edición de la novela, La sombra del apostador. En 2012 la editorial Everest, de Turquía, publicó en turco Jardín Capelo. En 2012 apareció en México y Ecuador La otra muerte del doctor. En octubre de 2012 el Centro de Arte Moderno de Madrid publicó una edición numerada, artística, y firmada por el autor del cuento, “Un extraño en el puerto” con grabados de Hernán Cueva, y una nota de Julio Ortega. En 2013 Alfaguara de México publicó su novela, La piel del miedo. En noviembre del 2013 la editorial Arte y Literatura de Cuba publicó su novela, La sombra del apostador. En septiembre de 2014 la editorial Foc de Barcelona publicó en edición digital la nouvelle, El secreto. En noviembre 2014 se estrena el documental “Ciudad de tiza, ciudad de lluvia”, dirigido por Christian Oquendo y basado en el cuento “La carta inconclusa”. En 2016 la editorial Pre-Textos de España publicó su novela, Hoteles del silencio. Y la editorial Fondo de Cultura Económica, de México, publicó en 2016 cuatro novelas cortas bajo el título Novelas a la sombra (Jardín Capelo, El retorno de las moscas, El secreto y La otra muerte del doctor), la cual lleva prólogo de Christopher Domínguez. En 2017 la editorial Pre-Textos publicó en España El viajero de Praga. En 2017 la editorial Deidayvuelta publicó una edición bilingüe con traducción al inglés e ilustraciones de Roger Icaza del cuento “Orfila". En 2018 la editorial Pre-Textos de España publicó la sexta edición de la novela El viajero de Praga. En 2018 la editorial de la Universidad San Francisco de Quito editó los Cuentos reunidos con prólogo del crítico y escritor mexicano, Pedro Ángel Palou.

 

 

El relato "El joven que vino del mar" enviado a Aurora Boreal® por  la escritora María Alejandra Almeida y el escritor Javier Vásconez. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de María Alejandra Almeida y el Javier Vásconez. Fotografía María Alejandra Almeida © María Alejandra Almeida . Fotografía Javier Vásconez © Javier Vásconez. Fotograføia nr. 1 Mar ©Lorenzo Hernández.

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