El inspector está especialmente sorprendido y no tiene claro qué cargos imputarme. Intuye que yo no maté a las personas de la escena del crimen cuyas fotos me han enseñado una y otra vez, y que es imposible que la matara a ella. Me van a soltar de un momento a otro, pero tengo miedo. Sabe también que no soy un ladrón, nunca me llevo nada, solo me cuelo en las casas para ver cómo duerme la gente, para ver sus vidas, igual que hacía de niño con mi familia, cuando me levantaba por la noche para observar sus conciencias y asegurarme de que durmieran en paz; ni siquiera soy un voyeur, tan solo les observo. Hay gente que no soporta que les miren sin más. Creo que esto es lo que piensa el loco.
De hecho, así fue como la conocí. Hace poco fui a su casa en plena tormenta; entré con sigilo, como siempre, y me acomodé en una silla de su habitación mientras la observaba dormir. Respiraba con una cierta arritmia, como si su vida íntima y su trabajo como fiscal (y encargada de mi acusación) estuvieran en guerra. Daba muchas vueltas, tanteaba el vaso de agua, y en una de éstas abrió los ojos y me vio. De entrada no sabía si morirse allí mismo del susto o seguirme la corriente y tratar de salvar la vida. Decidió participar en el juego, y comenzamos a hablar.
– Discúlpeme, lo siento, no he querido despertarla. Usted es la encargada de mi caso.
– Sí, lo sé, así es. ¿Va usted a matarme?
– No sea absurda, por favor. ¿Me hace un té y hablamos un poco?
Lo impensable no sucede casi nunca, y cuando de repente lo hace nos parece predestinado e incluso normal. Este es el principio de lo que fuimos. La conversación era fácil, los detalles del caso eran estimulantes para una mente inquieta como la suya, aunque ella dudaba: le parecía improbable que lo hubiera hecho yo y por eso no me denunció por allanamiento de morada, lo cual hubiera reforzado la paranoia y la acusación del psiquiatra. Y así, le fui contando cómo pudo suceder, aunque aún no hubieran encontrado pruebas físicas; cómo lo habría hecho yo, y cómo la destreza en un procedimiento facilita que algo posible pase a ser algo inevitable en una mente enferma. En este punto ella empezó a sospechar de mí: demasiado verosímil para no ser cierto, pensó. Las noches daban para mucho, exponer los hechos allana el camino del espíritu y la aspereza del cuerpo, y se abren lugares para la confidencia y el amor. El juicio iba lento, muy lento, los procesos administrativos llevan más tiempo que los ejecutores: testigos, papeles, meses, hasta que un día por fin me condenaron.
Cuando vino a verme a la cárcel fue como retomar mis visitas nocturnas a su casa, solo que ahora era ella la que quería hablar, la enferma, aunque habíamos perdido la chispa, y tenía la sensación de que había usado en mi contra los secretos que le confié en nuestros encuentros de amor. Así pues, una noche me fugué, no me cuesta entrar y salir de los sitios. Me dirigí a su casa para poner fin a su vida y a los momentos de confidencia que seguía recreando en mi mente. Se lo explicaría bien antes de acabar con ella, es importante que uno comprenda los motivos de una acción de la cual va a ser víctima. No habría besos ni declaración jurada, y tampoco testigos, por mucho que se empeñe el loco. Sería algo rápido. Rápido y de idéntico formato a los crímenes cuyas fotos había visto en la comisaría y que insisten en asignarme. No necesitaba ver las fotos. Pero llegué tarde. Cuando entré en su habitación todo había sucedido ya, y no había lugar para finales ni argumentos. No había posibilidad de fabricar una despedida. Ya imaginaba las fotos con que la policía me asaltaría otra vez, su incredulidad ante la realidad que ni ellos ni yo sospechábamos. Luego volví a la prisión y accedí de nuevo a mi celda. El funcionario no pasea por los pasillos ni observa nuestras conciencias, como haría yo en su lugar. Para él, la cárcel es ya su casa.
Por la mañana vinieron a buscarme. El juez me dejaba de nuevo en libertad preventiva, puesto que el caso había quedado suspendido provisionalmente al morir la fiscal y ya no podían sospechar de mí a pesar de la extraordinaria similitud de los crímenes. La sustituyó otra fiscal algo más joven y muy atractiva que vino a verme y que mostró un interés inusual por mí, aunque es a la otra a quien yo quería.
Me dice que una vez que yo había entrado en su casa hace años nos quedó una conversación a medias, y que no ha dejado de pensar en mí cada noche. Me explica cómo me ha ido siguiendo la pista, entrando en las casas donde he vivido, siempre un poco tarde, hasta dar conmigo por medio de mi detención carcelaria. Era imposible perderse esa pista, me dice. Y entonces la recuerdo, lo comprendo y sé que voy a morir. Me pide un té, solo quiere hablar un rato. Quiere saber por qué lo nuestro no pudo ser, por qué me fui sin matarla, sin quererla y sin explicaciones; por qué irrumpí en su casa aquella noche (igual que ella en la mía ahora mismo) y no me quedé las demás noches, las que a partir de entonces siempre fueron tormenta.
Me soltarán de inmediato, es de cajón, no hay nada que sustente sus sospechas. Pero antes de que lo hagan les he pedido protección policial, tengo miedo, aunque no sé qué argumentar, lo cual refuerza la tesis inicial del psiquiatra. He denunciado la entrada de una desconocida en lugar de dar su nombre. Nunca me creerían. Tal vez dentro de poco saquen fotos aterradoras de lo que quede de mí y empiecen a pensar que yo no tuve nada que ver con aquellos crímenes. Seguirán sin tener ni idea, la veracidad es una trampa llena de argumentos. Ya apenas duermo. Sé que vendrá otra vez, que me pedirá té con galletas y conversación como si fuéramos amigos desde siempre, querrá reunir en una sola noche todas las leyes y las ausencias de su vida, que no conozco. No sé cómo ha llegado a mí, ni sé por qué la casualidad de haber entrado en su casa hace tanto tiempo ha dejado de parecerme absurda y la veo ahora como una conclusión lógica que me estremece aún más.
Me mira. Me observa sin prisa y sin expectativas, como si me viera por dentro y supiera que ya estoy muerto, que me da igual una semana más que menos. Ya no tiene dónde ir. Ya ha llegado a todos sus lugares. Quizás vuelva mañana y me encuentre vivo. Dirijo mi atención hacia ella, nos sirvo un poco de té y comprendo aterrado la mirada del loco.
Miguel Rodríguez Otero
España, 1968. Licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), Narrativas (Madrid), entre otras. En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser... un digno bárbaro.
" Las horas del té" enviado a Aurora Boreal® por Miguel Rodríguez. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Miguel Rodríguez. Foto Miguel Rodríguez © Luciano Teixeira.