El cuento de nunca acabar

jorge kattán 255Como de costumbre, aquel martes por la tarde se hallaban reunidos en la cantina "El Patriota", de don Afrodisio Aguado, todos los distinguidos funcionarios municipales de Cojontepeque para despachar los asuntos oficiales de la localidad, tanto los rutinarios como los extraordinarios. Lo cierto es que cuando estaban discutiendo uno de esos asuntos, el juez de paz don Restituto Paniagua, sin decir "agua va", le disparó a quemarropa este dardo envenenado al alcalde don Everardo Salazar:
-No me diga, señor alcalde, que usted es uno de esos herejes que no creen en la inmortalidad del alma.

Esta fue la chispa incendiaria que provocó la subsecuente trifulca, salpicada de bofetadas y soplamocos, entre los aguardentosos lugareños allí congregados que de inmediato se aglutinaron en dos grupos: uno de ellos, formado por escépticos, que sostenía que una vez muerto un ciudadano sus despojos sólo servían para engordar a los gusanos y que todo terminaba para siempre en el momento de exhalar el último suspiro; y el otro, que sostenía una postura diametralmente contraria y que creía a pie juntillas en la inmortalidad del alma y la prevalencia de ésta sobre la materia.

Aunque hubo varios lastimados, parece ser que la Divina Providencia decidió interceder para que nadie resultara muerto en aquella delicada coyuntura. Y se puede aseverar esto porque en esos trágicos instantes se alzó la carrasposa voz de don Macario Cárcamo, cronista oficial de Cojontepeque, muy respetado por todos, y quien hasta ese momento sólo había actuado de mudo espectador, para hacer un tajante llamado al orden y a la cordura.

Con el propósito de que se apaciguaran los caldeados ánimos para que cesaran de darse trompones y de causar destrozos en la cantina, don Macario les recordó que las cosas no eran siempre "blancas" o "negras" y que había matices intermedios capaces de acercar dos polos por más opuestos e irreductibles que parecieran. Y agregó:
-Quiero que sepan que nuestros salvajes hermanos del Norte han comprobado en forma científica que hay ciertas maneras de seguir viviendo después de muerto, como lo demuestra un artículo de la gaceta capitalina que leí hace algunas semanas y que refiere casos de trasplantes de órganos humanos no sólo de córneas, de pulmones y de corazón sino también de hígado y hasta de riñones. De modo, pues, que de esa peregrina manera el donante puede, en sentido figurado, continuar mirando, respirando, enamorándose, emborrachándose y hasta orinando mucho después de haberse marchado de este mundo.

Y enseguida les hizo esta oferta a sus aporreados y maltrechos colegas edilicios:
-Yo quisiera, si ustedes me lo permiten, leerles un caso menos científico que nos vendría como anillo al dedo y que sucedió en la capital hace un puñado de años. De partida les advierto que tiene aristas un tanto cómicas. Y diciendo esto, desenvainó de uno de los bolsillos traseros del pantalón un apolillado recorte de periódico e ipso facto se dispuso a darle lectura, no sin antes toser un par de veces para aclarar la garganta y poder así engolar la voz:

 

EN CUERPO Y ALMA

A pesar de que Catarino Villacorta vivía en el seno de una familia muy pobre, al cumplir los once años recibió de su padre un inesperado regalo que con el andar del tiempo tendría un trascendental efecto en el muchacho. El sorprendente obsequio cumpleañero estaba compuesto de un martillo y un serrucho de segunda o tercera mano y media libra de clavos oxidados.

Deslumbrado por sus herramientas, Catarino se puso de inmediato a usarlas, haciendo con ellas, de un par de tablas viejas, unos cuantos objetos. Primero construyó una jaula para encarcelar a uno de sus hermanos menores que era muy travieso, la cual le salió un tanto desproporcionada; luego fabricó un excusado de cajón, con tres hoyos semi ovalados, el cual, como era obvio, podía acomodar al mismo tiempo a tres miembros de la numerosa familia a que pertenecía; y, a medida que su habilidad en el manejo de aquellos instrumentos se fue perfeccionando, logró hacer una infinidad de artículos de artesanía tan útiles como sugerentes y atractivos.

Muy pronto este pasatiempo llegó a convertirse en el verdadero leit motiv de su existencia.

No hubo de transcurrir demasiado tiempo para que los juguetes y artefactos elaborados por sus prodigiosas manos adquirieran una apariencia en verdad profesional. Varios de sus vecinos, al ver aquellos productos tan bien acabados, ofrecieron comprarle algunos. Al principio Catarino se negó de manera rotunda a vendérselos, aduciendo que él los había fabricado con el único fin de admirarse a sí mismo de su propia destreza y de alucinarse ante la genialidad de sus obras, pero luego los vecinos lo presionaron tanto que, de muy mala gana, decidió vender algunos de los objetos. En realidad Catarino no ganó mucho dinero en tales transacciones; más bien se puede afirmar que perdió un poquitín porque los precios que pedía eran muy bajos. Sin embargo, cuando llegó a tener unos cuantos años más de edad y se puso más avispado, ajustó los precios y entonces sí que empezó a ganar dinero contante y sonante, como se suele decir.

Al notar que la demanda de sus productos empezaba a superar con creces su habilidad
para manufacturarlos con la celeridad exigida por el público, Catarino Villacorta se vio obligado a contratar a un ayudante. Mas como la demanda continuara en franco aumento, no tuvo más remedio que contratar los servicios de más obreros, cuyo número se multiplicaba a medida que progresaba el negocio.

A todo esto, la línea de productos crecía con acusada rapidez e incluía mesitas de noche, aparadores, mesas de comedor, sillas, tocadores, camastrones y muchos otros artículos, todos ellos, elaborados con tan finísimo gusto que despertaban en cualquier mortal un imperioso deseo de poseerlos.

El negocio se había disparado hacia las más insospechadas alturas financieras y Catarino se había convertido en un ricachón, en el sentido más amplio de la palabra, y su cuantiosa fortuna era envidiada y admirada por todos.

Se puede decir, sin temor de incurrir en una insensatez, que la producción llegó a ser tan ilimitada como la dimensión de la realidad cósmica.

Llegó un momento en que, para tener mejor control de la situación, reclutó los servicios de sus numerosos hermanos y hermanas. A todos les dio un alto cargo ejecutivo en la compañía y los remuneró con generosidad. Así, a un hermano lo hizo gerente de ventas; a otro, director de personal, y a un tercero, jefe de producción y de exportaciones. A una hermana la nombró directora de diseños; a otra, gerente de herramientas y equipo pesado, y a una tercera, la hizo su asistente y consejera personal.

Necesitaba todavía los servicios de un tesorero y de un supervisor general, pero como ya no tenía hermanos o hermanas a quienes recurrir, tuvo que conformarse con esperar, refrenando su característica impaciencia, a que sus dos hijos mayores llegaran a tener suficiente edad para confiarles trabajos delicados. Llegado que fue el momento, les otorgó esos puestos y, además, les confirió el título de vicepresidentes. Era lógico que Catarino Villacorta se reservara para sí mismo el puesto de Presidente de la compañía, con poderes absolutos; es decir, omnímodos. O, si se quiere, dictatoriales.

Pero no todo lo bueno dura para siempre.

Al paso que los días continuaban desprendiéndose del calendario y que el negocio seguía su desproporcionado ritmo ascendente, la salud de Catarino empezó a experimentar un notable deterioro. Se puso tan débil que "tuvo que hacerse a un lado", dejando a sus dos hijos mayores a cargo de los asuntos. Eso sí, se reservó para sí un cierto control irrefutable de la compañía.

Viendo que la vida se le escapaba por entre los dedos de las manos y que no podía concentrarse en otra cosa que no fuera el tema del fin de su peregrinación, concibió una ingeniosa idea que, de ejecutarse como él deseaba, le permitiría a Catarino quedarse con los suyos, a quienes quería de manera entrañable, un tiempo prudencial después de haberse marchado de este mundo. Ellos, por su parte, disfrutarían del privilegio de estar con él unos cuantos meses más. Era una idea que le crepitaba en su febril cerebro.

Fue entonces que Catarino, con las lágrimas agolpándosele a los ojos, le confió a su hijo mayor una nota, de su puño y letra, indicándole con claridad meridiana que no existía testamento escrito, como tal, y que cuando él faltara, recurrieran al abogado de la familia. Le señaló asimismo que el abogado era sabedor de sus deseos y que había dejado en su poder una cinta magnetofónica, que él mismo había grabado, con instrucciones precisas sobre lo que habría de hacerse con respecto a la herencia.

En fin, a la edad de setenta y cinco carnavales, cuando la mañana se escurría por el caluroso mediodía, de sopetón, Catarino Villacorta rodó por el suelo, víctima de un fulminante y mortal ataque de apoplejía.

A pesar de que todos los miembros de la familia se sentían muy apesadumbrados por su fallecimiento, nadie desperdició ni un instante en ponerse en contacto con el abogado para hablar cara a cara con él y para escuchar la voz de Catarino guardada con acusado celo en la grabación de marras.

Los deudos hubieran querido que Catarino se quedara más tiempo con ellos. De eso no cabía la menor duda. Pero, por otra parte --pensaban los herederos--, él ya estaba muerto y de nada le servían ahora todas sus posesiones mundanas. Había, pues, llegado el momento de la repartición de bienes.

El abogado, en su bufete y en presencia de todos los interesados, puso por fin a funcionar su máquina grabadora y pronto se escuchó la voz bonachona y sin reveses que proyectaba la cinta magnetofónica. Con gran lentitud fue disponiendo de sus posesiones, distribución caracterizada por la consabida liberalidad inherente a la personalidad de Catarino. Todas sus pertenencias habían sido repartidas en forma tan equitativa y con tan desprendida prodigalidad que nadie quedó descontento con la porción que le correspondió.

Casi al final de aquel inusitado y escalofriante evento, la voz de Catarino exigió que pararan la cinta magnetofónica, no sin antes hacerles saber que él había hecho arreglos con una casa funeraria para que cremaran su cadáver y les informó además que quería que el próximo día sábado, a las seis y media de la tarde, todos asistieran a un opíparo banquete en su honor, que se celebraría en la casa de su hijo mayor.

Esto de cremar su cuerpo horrorizó a todos los circunstantes porque esa práctica, aunque muy de moda en el Norte y en Europa, constituía un acto de lo más descabellado y estólido, desconocido en el país. Con todo, nadie se atrevió a objetar la voluntad del difunto.

Llegado que fue el día señalado, a las seis y media de la tarde, se procedió a iniciar el exuberante festín que más parecía destinado a reyes o a dioses que a aquellos compungidos y afiebrados deudos cuyos rostros tenían en esos momentos un aire patibulario.

Hubo gran derroche y no se escatimó nada en absoluto. Allí había desde quesos de los más diversos colores, olores y sabores, importados de varios países de Europa, caviar traído del Golfo Pérsico, perdices y codornices del Cono Sur, ahogadas en finísimo aceite de oliva,y carne de jabalí, de venado y de tepezcuintle bien adobada, hasta liebres en escabeche, apetitosos faisanes asados, rellenos de almendras, pasas, alcaparras, alfónsigos, arroz, canela y carne picada de carnero, y los más delicados vinos de exóticas procedencias. Toda aquella espectacular cena, coronada por la más exquisita repostería confeccionada por una prestigiosa patisserie de Burdeos.

La música de fondo provenía de un acompasado y celestial conjunto filarmónico que empleaba para tales efectos zampoñas, quenas, vihuelas, bandurrias, charangos y trutrucas, y del afinadísimo y aflautado coro de niños monotesticulares de la catedral capitalina

Al terminar aquel inolvidable banquete, el abogado, quien también se encontraba entre los adoloridos familiares del difunto, determinó que había llegado el momento de escuchar el final de la cinta magnetofónica, cosa que hizo sin pérdida de tiempo.

Al instante la voz de Catarino Villacorta inundó todo el salón:
"Espero que hayan disfrutado de las viandas en grado sumo". -- Hizo aquí una breve pausa para tomar aliento, y prosiguió:
"Habrán notado, queridos míos, el uso excesivo de las especias con que venía condimentada la comida. Con respecto a este punto quiero que sepan que yo me concerté
con el cocinero y le di a él instrucciones precisas para que así lo hiciera. Y lo dispuse de esa manera en consideración a la persona de cada uno de ustedes porque no deseaba que le sintieran ningún mal sabor a mis cenizas."

Al poner aquí don Macario punto final a su lectura, los aporreados funcionarios edilicios no sabían a ciencia cierta si querían llorar a moco tendido o desternillarse de la risa ante el impacto del macabro, divertido y aleccionador ejemplo que acababan de escuchar. Eso sí, parece ser que cada uno de ellos se prometió a sí mismo no armar más samotanas ni irse a las manos por ningún motivo y, mucho menos, por cuestiones tan triviales como el añejo y estéril asunto de la inmortalidad del alma y de la caducidad de la materia y de todas las ridículas teorías intermedias.

El alcalde, por su parte, con el apoyo incondicional de los regidores, el tesorero, el síndico y el secretario, aprobó en aquel momento un nuevo impuesto extraordinario del uno por ciento al consumo de puros y de aguardiente para sufragar los gastos en que había que incurrir para curar a los golpeados y para indemnizar a don Afrodisio Aguado, propietario de la cantina "El Patriota", por los lamentables destrozos que sufrieron las mesas, las sillas y las estanterías de su establecimiento.

En fin, zangoloteados, horrorizados y confundidos tanto por la golpiza recibida como por el impacto del descabellado, jocoso y repulsivo relato de don Macario, los funcionarios municipales de Cojontepeque se marcharon en silencio a casa. Durante el camino, o mejor dicho "calvario", unos iban para sí maldiciendo a los mil demonios y otros al cielo por haber puesto en gravísimo peligro la granítica amistad que mediaba entre todos ellos, amistad que había sido acrisolada y fermentada a base de farolazos de chicha y de guaro y fortalecida por los innumerables actos de corrupción que sin escrúpulo habían cometido juntos y por sus inexcusables abusos santificados por el transcurso del tiempo.

 

jorge kattan 355Jorge Kattán Zablah
Narrador y ensayista nacido en Quezaltepeque, El Salvador, en 1939. Se tituló de Abogado en Chile y cursó estudios de postgrado en la Escuela Oficial de Diplomáticos de Madrid. Más tarde, en los Estados Unidos, obtuvo una Maestría en Letras y se doctoró en Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad de California en Santa Bárbara. Durante dos décadas fue Director del Departamento de Español en la entidad Defense Language Institute, una academia de idiomas del Departamento de Defensa de Los Estados Unidos, de la cual se jubiló en 2005 y durante cinco años ejerció la docencia en la Universidad Estatal de California. Ambas instituciones están ubicadas en Monterrey, California. Es miembro correspondiente de la Academia Salvadoreña de la Lengua y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Entre sus libros se cuentan: Don Juan: de Tirso de Molina a José Zorrilla (ensayo), Ministerio de Educación, El Salvador, 1972 y las siguientes colecciones de relatos: Estampas pueblerinas, Ediciones Texto, Costa Rica, 1981; Acuarelas socarronas, Ediciones Rondas,España, 1983; Por el carnaval de la vida, Ediciones Perro Azul, Costa Rica, 1998; Cuentos de Don Macario, Clásicos Roxsil, El Salvador, 1999; Pecados y pecadillos, Clásicos Roxil, El Salvador, 2003 y El Illusionista, Estados Unidos, 2012. Sus cuentos figuran en las siguientes antologías: Antología del relato costumbrista en El Salvador (El Salvador, Revista Cultura, 1989), Antología 3 x 15 mundos (El Salvador, 1994), Contemporary Short Stories from Central America (E.U., 1994), Imponiendo presencias (E.U., 1995), Cruzando puentes, (Antología de literatura latina) y Antología de cuentos latinos (E.U., Revista Ventana Abierta, Universidad de California, Santa Bárbara, California, 2001), Antología del cuento centroamericano contemporáneo (España, 2003), Almalafa y caligrafía. Literatura de origen árabe en América Latina, (Revista de Hostos Community College, Nueva York, Número 7, 2010), Delta de las arenas. Cuentos árabes y judíos (Literal Publishing, Houston, Texas,2013) y en Los académicos cuentan (Academia Norteamericana de la Lengua Española, Nueva York, 2014). Sobre la obra de Jorge Kattán Zablah se han dado conferencias en varias universidades de los E.U. y se han escrito importantes trabajos críticos.

 

"El cuento de nunca acabar" enviado a Aurora Boreal® por Jorge Kattán Zablah. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Jorge Kattán Zablah. Foto Jorge Kattán Zablah © cortesía Jorge Kattán Zablah.

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