En domingo

araujo_001-Otra vez en domingo! - dice al entrar, riendo con estridencia.

-¡Quieta! - La toma por los hombros y la mira así, largamente, manteniéndola contra el marco de la puerta. -¡Quieta! - pero ella se le escabulle a paso rápido, descartando el bolso y la chaqueta, recuperando de una ojeada el sofá gris, los libros, la mesita manchada con redondeles de vasos.

-Toda una tarde aquí! Toda una tarde! ¿Te das cuenta?

 

Siempre afanada, le precede hacia la alcoba y sigue hablando a resoplos, atropellándose, casi eructando las palabras. -Me salieron bien las mentiras, mi familia anda compadeciéndome por estar en la biblioteca de la universidad, en vez de ir al cine o a pasear... ¡Uff! - El cuello del pulóver se le engarza, se le atasca, se le atora el maldito. Por fin lo zafa de un tirón dejándolo sobre la silla. Con igual prisa se quita el pantalón y sigue desnudándose, las manos entorpecidas por el afán, como si tuviera que terminar antes de que él se desvistiera con la calma y la parsimonia de siempre. Cuando lo ve acostado, se le aproxima como con frío, las manos cruzadas sobre el pecho: -Me vine caminando para no despertar sospechas. ¡Fue largo! ¡Larguísimo! ¿Has tenido alguna vez la impresión de que el asfalto avanza mientras te quedas tú? - y ya entre las sábanas... -¿la impresión de estancarte, de encallar?

-¡Peor que una cotorra!

Riendo, él intenta silenciarla con las manos y con los labios, pero aunque ella no pueda decir nada, es como si la sintiera pensando en lo otro, en lo que le sale al preguntar, como amordazada: -¿Nos darás clase esta semana?

-Seguro.


Con un resoplo se le aparta y se queda bocarriba mirando el techo: -Cuando dejo de venir me parece que no tengo nada que ver con lo que vives ni con lo que haces. Te hablo pero es como si te ocultaras, como si volvieras a tu concha, a tu... ¡A tu caparazón! -Y sin poder moderarse: -¡Caparazón, eso es! ¡Caparazón de tortuga!

-Una tortuga errática...

-¡Herética!

-¡Erótica!

La risa de ambos hace eco en las paredes, llenando al fin la pieza, colándose por las hendijas del ventanal hasta la calle, donde se oye transitar un niño en un triciclo a pedaleadas, a chirridos. De pronto, la voz de ella corta, forzándose: -Reír así, sobre todo en domingo... No soporto los domingos... ¿tú?

Él se encoje de hombros. -Voy a carreras de caballos.

-¿Apuestas mucha plata?

No contesta. Seguro revisa mentalmente el formulario que ha mandado al hipódromo.

-Domingo...- insiste ella casi balbuciendo: -¿Te conté que mi padre murió un domingo?
Eran las cuatro...

Con un gesto impaciente, él vuelve a mirarla: -Me lo has dicho cien veces!

Intimidada, calla un buen rato antes de inquirir: -¿Recuerdas el texto del egipcio? - frunciendo el ceño se concentra y las palabras le salen de un tirón: "La muerte está hoy ante mis ojos como la curación de un hombre enfermo"... -pausa y prosigue titubeando, "La muerte está hoy ante mis ojos como la liberación de un cautiverio".

-¡Bien señorita! Y responda, por favor: ¿cuándo leyó usted eso por primera vez?

Ya, ya le dice que en esa cama y bajo esas sábanas, con la misma súbita euforia con que le quita los anteojos cuando él principia de nuevo a enmarañarle el pelo, espelucándola a pesar de sus protestas y sus resoplos y esa súplica de que no pero sí, sí y más y hasta que ya no más porque, caramba, se escabulle para ir a orinar.

En el baño, ya aliviada, se alisa el pelo ante el espejo del lavabo, engurruñando los pies sobre las baldosas, Quejándose del frío, se pone una bata que está colgada allí, urgida de abrigarse, de tapar esos pechos planos, como de mancebo.

-Tengo hambre...

Sin esperar aprobación atraviesa despacio el corredor, tratando de no resbalar con las babuchas que también ha encontrado en el baño, empalmada la mano a la pared hasta la minúscula cocina. Cosa de abrir el aparador y dar con una lata de conservas que resultan ser espárragos, como verifica al encontrar, acomodar, esgrimir el abrelatas y casi se corta, por Dios. Luego de servirlos en un plato, saca del frigo una mayonesa y la rocía encima.

-¿Quieres espárragos?

Ya ante la cama, después de tanto malabarismo por el corredor con las babuchas puestas y los platos llenos, se da cuenta de que él dormita y vacila un momento entre marcharse a leer a esa sala que llaman "la biblioteca prohibida" y dejar los espárragos sobre la mesa de noche.

-Dices que así te gustan...

-Gracias, gracias...

Al oírla por segunda vez él se despabila al fin y se incorpora estirándose y rascándose las axilas. Por lo soñoliento, tal vez, o por verse más calvo sin las gafas, ella le nota la edad más, mucho más que cuando... Con algo de pereza, le recibe el plato y lo cucharea hasta formar una suerte de masa blanda y blanca que traga rápido sin fijarse que allí, al borde de la cama, ella toca apenas su propio plato, apenas ensarta uno que otro espárrago en el tenedor, limpiándole la mayonesa.

-Voy a ducharme.

Por cederle la bata rápido, ella vuelve a la cama. Sin embargo, tan pronto oye el agua de la ducha, se apresura a recoger los platos y dejarlos de nuevo en la cocina, regresando a tiempo de tenderse antes de que él venga, antes de husmear la colonia de siempre, antes de verlo enfrente, con la misma bata que ella misma usó hace poco, anunciando que va a buscar un texto para leerle. Eso es, enseguida tomará los anteojos de la mesa de noche, se los calará y antes de ir por el libro, se detendrá como si hubiera olvidado algo, se inclinará y tomará su cara entre las manos, alisándole el pelo por detrás de las orejas y descubriendo una vez más ese rostro flaco y aniñado, los ojos como avellanas brillantes. Va a decirle algo, seguro, sin embargo es ella quien pregunta:

-¿Cuántos años me llevas?

-Muchos.

-¿Tantos?

-Sí, pero eso no importa entre personas que tienen las mismas iniciales.

-¿Las mismas iniciales?

-De eso me acordé anoche.

-¿Tú? ¿Te acordaste de eso?

La manera de arquear así las cejas, esa sorpresa y la boca casi abierta, las pupilas dilatándose y un pasmo y como un júbilo y él se queda allí aunque pretenda estar de paso pero lo cierto es que se queda porque sabe que ella quiere que se quede y que sólo allí y ahora puede hallarla así, indefensa, sintiendo cada poro de la piel abrirse al contacto de sus dedos lentos, mientras ambos encuentran las palabras que no se dicen sino cuando él reconoce su manera de dejarse al fin así, con las manos a lado y lado de la cabeza, las manos sin colaborar pero tampoco rechazando, las manos cerradas en puño poco a poco aflojándose y ella sintiéndose jadear así, jadear minutos que parecen horas, horas que parecen días, jadear desde las raíces del pelo hasta los pies que ahora tiemblan, sus piernas también tiemblan y se frunce toda y jadea como si riera, jadea y ríe y gime al final aunque sienta vergüenza de oírse.

Cuando abre los ojos, todavía sudorosa, inmóvil para no despertarle, quisiera pero no puede ahuyentar el sueño que la arrastra poco a poco, borrándole la vista del escritorio, el armario, la silla, la imagen colgada junto a la ventana. La virgen-monja de un pintor florentino, virgen-monja de rasgos borrosos ahora que la persiana está apenas entreabierta porque aún hay sol. ¿Sí? Estremeciéndose, tantea bajo las sábanas la mano de él y se le aferra. Un campanario vecino da las cuatro.


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