TRES: Voy a comprar cigarrillos; ya vuelvo

guillermo_020Finalmente el altoparlante anunció que el avión partiría a las siete y veinte de la noche de Nueva Delhi rumbo a Bangkok. Atrás quedaban siete años de recuerdos. Al menos eso creía porque la verdad a veces no recordaba ni cómo me llamaba. En la silla de al lado me tocó una italiana simpática que seguramente había venido a la India a realizar alguna cura del espíritu y a purificar el cuerpo. Aún no había despegado el jumbo de Air India cuando la italiana me preguntó cómo me llamaba.
- Bruno Canal - le dije con la sonrisa que siempre me caracterizó cuando no tenía la mirada ida, perdida como cuando me daban los ataques aquellos que me transportaban a otros mundos. Me enlagunaba con personajes imaginarios que me perseguían y me atormentaban. Con delirios de culpa y persecución que me maltrataban el alma sin sentido y me descuartizaban la esperanza y el contacto con el mundo de los mortales. La oscuridad se apoderaba de mí y mi memoria se desvanecía por senderos abruptos y condenados llenos de trampas mortales.

 

 

Aunque en realidad he debido decirle a la italiana que me apodaban el Loco Canal desde la infancia, en aquella época del colegio allá en Bogotá cuando le lancé un martillo a la cabeza al profesor de la clase de trabajos manuales.
El olor a curry llenó la cabina del jumbo aún mucho antes de que despegara. La italiana fue quien lo notó. A pesar de llevar tan sólo tres semanas en la India, la nariz aún no se le había acostumbrado a la mezcla de olores. Yo, el Loco Canal, ni me había percatado del aroma. Para mi ése era el tufo característico de la India. Después de haber fumado todas las hierbas que me fumé en la India, combinadas con todos los barbitúricos que me habían dado durante más de ocho años en los diferentes sanatorios del planeta donde había estado internado parcial o completamente, el olfato me era indiferente.

Guillermo Camacho escritor colombiano. En la actualidad reside entre Dinamarca y España.No tenía más de once años en aquel entonces. Estaba con mis compañeros de clase generando un ruido atroz en el taller de carpintería. El maestro de trabajos manuales perdía cada vez con mayor frecuencia la paciencia desde que la mujer lo había abandonado. Aquella mañana al poco rato de que los alumnos estuviéramos martillando sobre trozos de madera metió un berrido atroz:
-¡Monstruos, paren ese ruido degenerado que no aguanto más!
Todos reaccionaron de inmediato. El único que no paró de macear fui yo, Bruno Canal. Ya entonces estaba ensimismado en mi mundo, seguramente tallando alguna figura imaginaria. El maestro interpretó aquel martillar como un desafío a su autoridad y sin decir palabra se me acercó por detrás y me tomó por sorpresa. Me agarró por una oreja. Me levantó al menos quince centímetros de la banca donde yo martillaba ingenuo y despreocupado de las angustias de este mundo. Seguramente fue el dolor en el cráneo y luego un cimbronazo en el cerebro, dijeron algunos de mis compañeros de clase más tarde. Reaccioné al reflejo instintivamente. Lo único que se me ocurrió para defenderme de aquella agresión fue lanzarle el martillo en la cabeza al maestro. Milagrosamente el mazo le pasó a escasos milímetros de la cabeza. De otra forma lo hubiera matado en aquel instante. Fue a estrellarse contra el tablero verde al final de la clase. Del impacto violento, le abrí un agujero de más de treinta centímetros de diámetro a la pizarra de la clase. Quedó clavado hasta el fondo taladrando una parte del muro; aquella evidencia demostraba el poder de mi ira. La furia de Canal. Fue necesaria la fuerza de dos obreros del colegio para sacar el martillo de la pared. El maestro quedó lívido del susto. No era para menos. La muerte, rozándole la cabeza por escasos milímetros, recordándole que esta vida es volátil y bastante frágil. Dos semanas estuvo el bendito martillo en la pizarra hasta que vinieron a sacarlo. La clase se dividió en dos grupos. Aquellos que consideraban que al maestro se le había pasado la mano con el pupilo y aquellos que opinaban que Canal había reaccionado como un demente pero con razón. La verdad es que desde aquel día me apodaron el Loco Canal. A pesar de que extrajeron el martillo de la pared, el hueco en la pizarra mantuvo fresca la atención de los maestros, y a mi tercera falta de conducta me expulsaron del colegio bajo la excusa de que era una amenaza inminente para alumnos y profesores.
Manuela, la italiana, me confesó durante las primeras tres horas de vuelo, entre pedazos de berenjena a la tikka masala y agua mineral, que había abandonado al marido después de once años de vida marital, que se repartían a la hija por semanas. Desde entonces, ella había descubierto la India, un maestro gurú brahmanista, la paz del espíritu y la dieta vegetariana que le parecía sumamente fácil de mantener en su Milán natal. Cuando habíamos entrando en confianza, le empecé a confesar:
klinik_burgholzl_001-Estuve ocho años en un hospital psiquiátrico de Zürich. Me tenían a base de un barbitúrico, que en el pabellón llamábamos jocosamente la pepa de la felicidad. Ingresé al sanatorio acusado de violencia en el trabajo. Mi padre estuvo de embajador en Londres y me gradué del London School of Economics con honores. En aquel entonces sólo alucinaba con la estanflación y trataba de profundizar en los ciclos económicos. Hasta creí que habia llegado a comprender y descifrar un modelo que podía pronosticar el comportamiento económico del futuro. Una de las instituciones bancarias más prestigiosas de Suiza me ofreció un contrato en su sede central de Zürich, donde estuve entusiasmado con mi proyecto un par de años, hasta una mañana de otoño gris cuando un colega del banco me sacó de mis casillas y le di un golpe que casi lo saca por la ventana de un cuarto piso. Afortunadamente los vidrios de seguridad evitaron que la cosa terminara en tragedia. Pero aún así, el colega estuvo en la clínica un par de semanas. A mí me suspendieron, por prudencia. Al menos así rezaba el memo interno que circularon aquella mañana otoñal en la oficina. Yo en realidad no recuerdo nada. Sólo recuerdo que aquel colega me venía fregando la paciencia de semanas. Acosándome. Persiguiéndome. Criticaba mi modelo, mis predicciones; en fin, se mofaba porque sabía que yo era mejor que él. El había sido la estrella del banco hasta mi llegada. Graduado con honores de la ETH, doctorado laureado en Harvard, colaborador y mano derecha de un premio nobel en Chicago. Y todo aquello lo había perdido con la llegada de mi famoso modelo a la oficina, que mantenía a la directiva del banco excitada.
Empezó a humillarme y me mandó las primeras sombras que no paraban de acosarme en las noches hasta aquella mañana de otoño, de cielo grisáceo. El zumbido en el oído, las hojas perseguidoras, la niebla en el tranvía número once que me llevaba de Orlicon a la oficina en una calle contigua a la Bahnhofstrasse. Tuve que cambiar dos veces de tranvía para despistar a las sombras. Me tomé un café en un bar vecino a un puente, entré a la librería Orell Füssli y me escapé por la ventana del baño. Ingresé al edificio del banco por la puerta de atrás y subí las escaleras en vez de tomar el ascensor Schindler. Pero las sombras estaban ahí persiguiéndome. Entonces no tuve más remedio que enfrentarlas y darles su merecido.
Antes de que el colega saliera del hospital, me detuvo la policía con una demanda por agresión que un juez y un abogado de mi mismo banco determinaron que era producto de una violencia delirante y peligrosa. No tengo ni idea de cómo se enteraron del martillazo al maestro casi veinte años atrás. Y menos de cómo destruí una vitrina a batazo limpio en Copenhague, una noche de viernes, cuando tenía alrededor de quince años de edad. Mi padre, que ya en aquel entonces tenía un cargo diplomático importante, disimuló aquel incidente como una borrachera juvenil en conjunto con una manada de compañeros del colegio, que teníamos por diversión emborracharnos cada viernes en la noche hasta perder el conocimiento. Seguramente mi pasaporte diplomático y las influencias del viejo me permitieron olvidar aquel episodio. En realidad yo no bebía alcohol en aquel entonces. Menos ahora. Jamás he bebido alcohol. Ganas de mentir de mi padre y de algún vivo del consulado que aconsejó a mi progenitor para fabricar aquella argucia con el exclusivo propósito de evitar un escándalo de proporciones. Resulta que la bendita vitrina era de una tienda de porcelanas de la Royal Copenhagen y los daños sobrepasaron los fondos de mi padre. Gracias a la inmunidad diplomática y a un seguro de la tienda, conjugados con la astucia del consejero del consulado, salimos de Dinamarca en el primer vuelo a la mañana siguiente. Pero aquel episodio de la vitrina también salió a relucir en la corte en Zürich. Y yo lo único que recordaba era las luces que se escondían detrás de las porcelanas, que me miraban con horror y maldad.
-Me está tomando del pelo, ¿verdad Bruno? -me dijo Manuela con una sonrisa que mostraba sus dientes blancos y sus labios grandes como los de una actriz famosa del celuloide.
-Obvio, Manuela, ¿o es que acaso tengo cara de lunático? Envidias de la gente, arduas elucubraciones de celosos. Mala energía.
Le sonreí con esa cara gentil y angelical que tengo cuando estoy cuerdo. Esa misma cara que seduce. No es de extrañar que Manuela también terminara enamorada de mí. Como todas las mujeres de mi vida. Hechizadas por aquella sonrisa sin siquiera imaginar las aguas profundas y delirantes en que se zambullían.
Los primeros tres meses estuve en una celda encerrado con camisa de fuerza. Me pasaban la comida líquida. Todo era blanco y frío. A los cinco meses me dejaron de inyectar lo que me inyectaban y empecé una terapia con una doctora de piernas hermosas y un cabello que le caía naturalmente sobre los hombros. Se enamoró de mí y yo de ella. Fue la única que realmente comprendió que todo era una fabricación maquiavélica. Tuvo la lucidez de ordenar que me suspendieran todas las drogas y barbitúricos que me estaban dando. La comida empezó a ser sólida. A las pocas semanas, nadie, empezando por los enfermeros, podía entender qué hacía yo allá, encerrado en ese hospital psiquiátrico a las afueras de Zürich. Me imagino que la cuenta la pagaba el famoso banco. No puedo concebir otra explicación. Algún cargo de conciencia tendría la prestigiosa institución bancaria de usar mi famoso modelo a diestra y siniestra sin pagar regalías o derechos de autor. Mi amor con la doctora de las piernas hermosas progresaba. Pasé a la fase que los médicos del manicomio llamaban exclusivamente paciente en observación. Los directores del banco empezaron a visitarme. En realidad no eran los directores del banco. Eran los empleados de la oficina de personal. Mi doctora de piernas hermosas me dijo que era sólo cuestión de tiempo, un par de semanas a lo sumo, algunas formalidades legales en vista de que se trataba de un caso que envolvía la justicia. Por lo pronto no bastaba tan sólo el alta. Pero no debía perder la fe. Era sólo cuestión de tiempo. Todo era cierto. Trasladamos mis pertenencias a su departamento. Mi doctora de piernas hermosas me sacaba por las mañanas del hospital psiquiátrico y me traía de vuelta en las noches porque la orden del juzgado aún no había salido. Después de un par de semanas de estar saliendo y regresando a diario, en el banco me reabrieron la oficina. Sin el famoso colega de las sombras, que sabiamente decidieron enviar en un plan de pensión anticipado. Hasta llegué a enterarme después que el colega que casi saco por la ventana del golpe que le di era el señor de la limpieza del edificio. Aparentemente yo lo confundía, o lo quise confundir premeditadamente, con un prestigioso economista. Eso me decía mi doctora de piernas hermosas. Pero a cualquiera se le trastoca la brújula de vez en cuando, ¿cierto, Manuela? Mi doctora de las piernas hermosas me llevó un sábado en la mañana a su casa natal de Bellinzona donde me presentó oficialmente a sus padres. Hasta llegamos a fijar la fecha de nuestra boda para la primera semana de aquel septiembre. Activamos nuevamente mi cuenta bancaria. El banco no sólo cubría los gastos del sanatorio. Había continuado religiosamente depositándome mi salario cada mes, a cambio de que cada día revisara informes y predicciones que me enviaban del banco construidas a base de mi modelo. Casi un año de mi vida me habían hecho pasar sin sentido en aquel hospital psiquiátrico. Finalmente llegó la orden del juez que me autorizaba para abandonar el hospital definitivamente. Aquel sábado debía recogerme mi doctora de piernas hermosas. Pero nunca llegó, se mató en un accidente de trafico en Arth-Goldau cuando venía rumbo a Zürich a recogerme. Cosas de la vida. ¡No nos tocaba!
En el banco consideraron que sería mejor que pasara un tiempo adicional en terapia. El juez revocó la orden de salida por temor a una recaída ocasionada por la pérdida inesperada.
-¡Es que con usted nunca se sabe, Canal! -me dijo el director del internado psiquiátrico.
Me volvieron adicto a la famosa pepa de la felicidad que me mantenía dopado, embrutecido, tratando de olvidar a mi doctora de las piernas hermosas. Pero de violencia nada. Los enfermeros del hospital me dejaban salir al kiosco de la esquina a comprar cigarrillos cada mañana. Eso hice como un perrito bien entrenado durante ocho años. Me levantaba, me daban mi ración matutina de pepas, desayunaba, leía el periódico, devolvía con correcciones los informes que me enviaba el banco. Agregaba observaciones, comentarios y sugerencias. Me parecía todo aquello un juego de niños, que aún después de tantos años no hubieran entendido a cabalidad mi famoso modelo. Me divertía, pero sobre todo me sorprendía aún mucho más que el modelo continuara vigente. Después, sin falta, cada día durante ocho años, me iba al kiosco de la esquina del hospital a comprar tabaco. Como perro cirquero bien educado regresaba con mis cigarrillos y a veces con los encargos que me hacían los enfermeros. Los martes llenaba una lotería para el guardia de la puerta principal de entrada. Los viernes le traía sin falta a las enfermeras del pabellón de violentos la revista de películas de televisión semanal. En la mente de todos y a la vista de los visitantes yo era como un empleado más del famoso sanatorio, aunque en realidad todos sabían que yo era un paciente pasivo en espera de algún cambio. Yo en realidad no me había detenido a pensarlo. Me traían la comida, me limpiaban el cuarto. Leía lo que me provocaba. Entre los recuerdos de mi doctora de las piernas hermosas y las correcciones a los informes de mi aparentemente acreditado modelo económico, que mandaba a diario al banco, se me pasaron aquellos años como un santiamén.
Hasta una mañana en que me aburrí y les dije a todos como de costumbre:
Ya vuelvo, voy a comprar cigarrillos.
Y me fui. Primero al kiosco efectivamente. Me compré mi paquete de cigarrillos americanos, tabaco rubio, la botella de té con limón de los jueves para el enfermero del tercer piso, para no despertar ninguna sospecha, y de ahí como la cosa más natural derecho al aeropuerto. La noche anterior me aseguré de tomar mi pasaporte. Mi tarjeta de crédito. Mi pasaporte siempre ha estado conmigo. Lo he llevado como un amuleto desde la infancia, cuando mi madre me decía, Bruno, llévate el pasaporte que este es un país extraño, por si vuelves a perder el conocimiento y no te acuerdas de quién eres y dónde vives. Esa maña me ha acompañado desde aquella época en que mi madre me inculcó la costumbre de salir documentado en todas las ciudades extranjeras donde papá fue diplomático. Parece que una vez sucedió realmente. Me perdí en aquella época en que papá fue embajador en Moscú. Los servicios secretos de inteligencia, nada menos que la mismísima KGB, me trajeron sano y salvo a casa. Curiosamente la única queja que le refregaron al señor embajador no fue que hubiera perdido el conocimiento sino el hecho de que no anduviera identificado. ¡Es un milagro que lográramos hacerlo hablar!
Compré un pasaje para la India y aquí vine a dar. De eso creo que hace casi diez años.
Manuela me volvió a mirar incrédula. No me creía ni un ápice de aquella historia descabellada. Me imaginó desnudo y me pensó entre sus piernas. Llamó a la aeromoza y le pidió otra botella de agua mineral. Me preguntó si siempre era tan entretenido. Aterrizábamos en Bangkok un par de horas que aprovechamos en el duty free viendo baratijas. Luego tomamos un vuelo de Alitalia rumbo a Malpensa.
Dormimos un rato, cenamos pasta con una salsa de algo que a Manuela le supo a gloria aunque disimuló conmigo su vegetarianismo reciente y a rajatabla. Pecó y bebió vino tinto. Vimos una película de Osbeq Uspetec y nos arrimamos uno al otro como enamorados en viaje de luna de miel. Nos restaban diez horas de vuelo.
Le robamos horas al tiempo y amanecimos una vez más. Proseguimos la charla. Manuela tampoco me quiso creer cuando le conté que un día en la India, después de muchos años, me agarré a patadas con una vaca, y cuando desperté estaba en un instituto psiquiátrico en Nueva Delhi. Que tenía un proceso de extradición y que un enfermero de un hospital suizo había ido a buscarme. Tampoco quiso entender cuando le expliqué con lujo de detalles los enredos de tecnicismos legales y la disputa internacional de a dónde ser deportado, porque legalmente «mi custodia» la tenía el hospital suizo que estaba metido en semejante lío con la institución bancaria. Tres intentos hicimos con el enfermero suizo de salir de la India. En cada ocasión, sin excepción, antes de pasar la inmigración tuve un ataque de violencia del cual no recordaba nada, por supuesto, como siempre tantas veces antes. Invariablemente era devuelto al hospital mental de Nueva Delhi hasta que los suizos se aburrieron de la burocracia y el papeleo. El banco debió incinerar el expediente y el caso se debió cerrar en un juzgado por increíble. En el sanatorio de la India también se aburrieron al poco tiempo y me sacaron a patadas para la calle. Entonces, una vez más, sin pensarlo mucho fui a una agencia de viajes y reactivé el boleto que me había dejado el enfermero suizo que trató de llevarme en vano tres veces de regreso a Suiza. En la agencia me confirmaron que con aquel boleto de avión podía llegar hasta Malpensa en Italia. No lo pensé dos veces. Activé el boleto de avión y me fui al aeropuerto. Pasé la inmigración sin ningún problema. Vi a aquella mujer hermosa cuando hacía la fila para abordar y solo pensé que tenía unas piernas maravillosas y una sonrisa encantadora.
Supe que me había ganado la lotería cuando llegué a su silla en el avión y descubrí que Manuela era aquella bella italiana.
Lo que Manuela tampoco me confesó en aquel instante, sólo ocho meses después, cuando ya vivíamos juntos, en Milán, era que ella también me había puesto los ojos encima desde que estábamos haciendo la cola de inmigración. Ella también supo que se había vuelto a ganar la lotería, y que la vida le sonreía nuevamente, cuando vio que yo me dirigía a su silla en el avión de Air India.
Nos casamos y fuimos felices como perdices. Durante muchos años Manuela me obligaba a que repitiera la mentira que le había inventado en el avión de Air India para conquistarla:
-Tontito mi amor, si ya me derretía por ti cuando me contestaste en perfecto italiano que te llamabas Bruno.
No se cansaba de repetir delante de los amigos que yo en vez de actuario debería haber sido escritor.
-Amor, es que cuentas las mentiras de una forma tan sabrosa que una hasta se las cree toditas.
Estuvimos casados diecinueve años. En todo aquel lapso, jamás tuve un ataque de furia, aún menos de ira. Ni un pelo de delirio. Mi nuevo gremio de amigos milaneses me recordó siempre como un hombre de excelente genio, de carácter tranquilo. Un hombre en sus plenos cabales. Un ejemplo para todos.
Se me paró el corazón una mañana mientras desayunaba, tranquilamente, con Manuela, frutas, té y pan de centeno. Me cremaron en Milán. Un muy contado grupo de amigos cercanos vino a despedirme cuando Manuela esparció mis cenizas en un parque de la ciudad en un acto simbólico. Por eso a Manuela le resultó muy extraña la presencia en el crematorio, y luego en el parque, de aquel señor desconocido para ella, ya algo mayor pero de una corpulencia exagerada. Como si hubiese sido un atleta en sus años mozos. Cuando se retiraban del parque, Manuela no se pudo contener. Abordó al hombre corpulento.
- ¿Con todo respeto señor, excúseme, pero quién es usted? ¿Conocía a Bruno?
cafe_010- El que le ruega que me disculpe por la intromisión soy yo, señora. Yo era el enfermero de turno en el hospital psiquiátrico cuando el señor Canal se nos voló de la clínica en Zürich. Me imagino que se podrá sospechar el escándalo que se armó. A mí, como es lógico, me costó el puesto, y durante diez años no pude dormir. Siempre me despertaba en la mitad de la pesadilla cuando el señor Canal me decía: voy a comprar cigarrillos, ya vuelvo. Durante ocho años me repitió la rutina sin fallarme jamás. Ya sabe usted, un loco de confianza. Los hay, y créame señora que hablo con conocimiento de lo que le digo. Me despidieron del sanatorio. No me quedó más remedio que volver a Milán. A duras penas logré conseguir un trabajo de camarero. Soñaba cada noche la misma pesadilla. Hasta una mañana, hará de eso como siete años, el Loco Canal, perdóneme quiero decir el señor Canal, entró a tomarse un café en el bar donde yo trabajo. Me contó que se había fugado a la India, que había pasado ocho años por allá hasta que los suizos lo localizaron. Pero fallaron en traerlo por las malas. Que había vuelto por las buenas, solo, y que se había casado finalmente con una mujer muy parecida a su enfermera de las piernas hermosas. Usted, señora. Me confesó que era el ser más feliz de la tierra. De los ataques de ira ni rastro. Que nadie sabía de su vida anterior. Y mejor aún, cuando contaba algo de aquella vida, creían que era un charlatán. Venía al bar con regularidad. Me enteré con tristeza de su muerte ayer. Imagínese, un amigo que se pierde y que le resucita a uno después de una cantidad de años. Un regalo maravilloso de la providencia. A veces me daba una mano con dinero. Me escuchaba mientras se tomaba el ristretto que le preparaba fumando sus cigarrillos americanos. Estuve ligado a él por tantos años... Imagínese usted, señora, el señor Canal fue el único paciente que se me voló en casi veintidós años continuos de trabajo en el hospital psiquiátrico. El mínimo homenaje era acompañarlo en su último viaje terrenal. Perdóneme y excúseme la molestia.
Manuela vio al viejo alejarse, algo encorvado y con una actitud bastante lastimosa. Se lo quedó mirando, pálida y enmudecida, entendiendo finalmente que el Loco Canal había partido definitivamente a comprar cigarrillos para nunca jamás volver. En todos los diecinueve años que estuvieron casados jamás vio a Bruno con un cigarrillo en la mano.

Voy a comprar cigarrillos; ya vuelvo enviado a Aurora Boreal® por cortesía de Guillermo Camacho. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Guillermo Camacho. Foto Guillermo Camacho©Guillermo Camacho.

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