7 poemas - Enrique Andrés Ruiz

enrique andres ruizEnrique Andrés Ruiz: España, 1961. Es un poeta, escritor y crítico de arte español. Estudió Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Algunos críticos como José Luis García Martín o Juan Manuel Bonet lo han considerado entre los mejores poetas españoles que comenzaron a publicar su obra a caballo entre los dos siglos. En sus primeros libros la historia personal y el paisaje adquirían la tonalidad fabulosa y casi mitográfica de los mundos imaginarios (Más Valer, 1994; El Reino, 1997). Posteriormente esta perspectiva se ido desvaneciendo en pos de mayor naturalidad y realismo, a los que sin embargo no es ajeno un misterio siempre presente en el deseo de trascender la realidad. Sus libros más recientes son Con los vencejos, El perro de las huertas y Los verdaderos domingos de la vida. La crítica ha observado en ellos la condición de un poeta agudamente reflexivo, que asiste a los propios cambios de su conciencia con una variedad de tonos y voces. También se ha ocupado de la obra de otros poetas. Estudió y publicó la Poesía completa de Julio Garcés y ha escrito sobre la de José Jiménez Lozano o José Antonio Muñoz Rojas. Es autor de la antología de la poesía de Julio Martínez Mesanza titulada Soy en Mayo, así como de Las dos hermanas. Antología de la poesía española e hispanoamericana del siglo XX sobre pintura, donde reflexionó sobre un asunto que ha tratado con asiduidad, como son las relaciones entre la poesía y las artes plásticas. Ha editado también obras de José de Almada Negreiros, Luys Santa Marina y José Gutiérrez Solana. Es autor asimismo de una única obra narrativa, Los montes antiguos, los collados eternos, más una colección de historias que una novela, dedicada al mundo desvanecido de una vieja capital de provincia española, entre la ciudad y el campo, y en el que muchos personajes sin historia viven sus mínimas aventuras y sus sueños de perduración. Como crítico de arte, colabora en Babelia, suplemento cultural del diario El País, y lo ha hecho en el suplemento cultural de ABC y en muchas otras publicaciones. Ha escrito numerosos artículos, catálogos y estudios sobre arte y artistas contemporáneos y comisariado muchas exposiciones. En 2001 se ocupó de la retrospectiva de Ramón Gaya y en 2004 de la de Juan Manuel Díaz-Caneja, ambas celebradas en el Museo Nacional Reina Sofía de Madrid. Entre sus ensayos se cuentan Vida de la pintura, Santa Lucía y los bueyes, La tristeza del mundo y La carroña. Ensayo sobre lo se pierde. Este último fue finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León en 2018.

 

 

Selcción de poemas por el autor

 

LA SEGUNDA MUERTE DE LÁZARO

 

…Oh tarde de noviembre en calma,
el cielo azul y los tranquilos fuegos…

Y hasta aquí las palabras que me nacían solas
de aquella tarde fría,
mientras el cerco negro
que devoraba el monte se ensanchaba
y la cimbria de llamas era como el revuelo
de una orla dorada que se alzase
y se amansara luego, con los cambios del aire,
crepitando.

(Pero esto ya son cosas añadidas después
con palabras que vienen y se van, desprendidas
del cuerpo de la tarde,
al aire del recuerdo).

Ahora son necesarios la justificación
y el pensamiento.

En estos días cortos
que van hacia el invierno,
me encuentro a cada paso, ya deshechas,
con las ramas caídas que no hace ni tres noches
dejaron de ser algo que el tronco alimentaba.
Entonces, siempre pienso
en el ruido de abismo que, al caer desplomándose,
habrá hecho el brazo enorme del roble, en soledad,
bajo la oscuridad de las estrellas.

Junto luego la leña
y en pequeños montones
la doy de lumbre.
                                            ¡Oh tardes
de noviembre en gloria,
la más sabrosa gloria de la vida
que arde por lo vivo y por lo muerto!

Pero no es suficiente con recordar, no basta
con decir; hace falta
saber lo que permanece y lo que pasa.
Las hojas pardas y la tarde en ascuas,
son como estas palabras que vienen y se van,
porque aquí en nuestras manos
o dicho por nuestra boca, no queda
nada que permanezca.

(Lázaro estaba muerto, y Él no estaba.
Cuando llegó,
sólo dijo: “¡Levántate!” —y la muerte
desapareció de la casa—.
Pero se fue.
Y la muerte volvió porque Él no estaba).

Después,
ya casi a oscuras,
con el rescoldo apenas
y el relente que cae desde el cielo,
la muerta ceniza sale aún a mi encuentro,
y el fuerte olor de la putrefacción
todavía le llama:       
                                             ¡Si estuvieras…!
¡Si hubieras estado aquí cuando mi hermano!
¡Si hubieras estado aquí cuando mi padre
—noche aquella de marzo—!
¡Si hubieras estado aquí cuando esta tarde…!

Los fuegos de la tarde…
La profunda hermosura, breve como el relámpago,
de unas llamas de otoño sin calor…
El humo blanco, con su densa melena,
que cruzaba las lindes hacia la carretera
cuando iba a anochecer,
y el velo aquel dorado de combustión, que ciega
los ojos…, son el máximo
de evidencia
y el máximo de ocultación.

Amor por lo que muere.
La tarde que se acaba
conmigo permanece
azul, helada y clara.
Para volver mañana,
al despertar, mañana,
otra vez a morir...

 

 

A UN LADO DE LOS VERSOS

 

Después de tanto tiempo, ya sin vuelta
a más nuevos comienzos como en la juventud,
te digo ahora mi remordimiento.
Pues a estos poemas que nos quedan
aquí, entre tú y yo, toda tu entrega
hasta la extenuación, los hace miserables,
profanación obscena de un amor
que no en la poesía, sino sólo
en la pura acción vive.

Aunque también es cierto
que si viéramos sólo las cosas como son,
no existiría amor sobre la tierra.
Ni el perdón que me espera,
como forma –la más grande– en que se expresa
la injusticia de Dios.

 

 

CANCIÓN DE BIENVENIDA

 

Aquel momento, siempre, de llegar
con el anochecer
y enseguida asomarnos al balcón
sin deshacer siquiera el equipaje,
se parecía a un rito.

La calle, entre dos luces,
muy confusa a esas horas, que pasaba
del ruido de los cierres en las tiendas
a las risas y voces que anunciaban
un público distinto.

La oscuridad detrás, que nos decía
la presencia del mar a nuestra espalda
–su jadeo invisible–,
el animal del mar, agazapado.
Y el intacto deseo

de los días enteros por delante,
con gusto refrenados
en la ilusión, lo mismo que un encuentro
–lo mismo que un amor ni un solo instante
todavía rozado por el tiempo.

 

 

CABALLOS EN EL CINE

 

A José Luis Pardo

 

Hermanos en la vida,
lo mismo de ignorantes
que las aleatorias formaciones rocosas,
las nubes por el cielo y el temblor de los árboles,

tan ajenos a todo lo que cuenta la historia
(actores de otra historia de la que nadie sabe
ni el guion, ni el sentido
que lleva al desenlace),

que cuando vuelvo a veros,
mil veces repetidos en las mismas imágenes
fortuitas, contingentes…, os pienso en multitudes,
–entre las multitudes de incontables.

Pero si a veces miro en vuestros ojos,
como quien mira al fondo de un estanque,
veo entonces lo único, lo que fue irrepetible
en cada uno de vuestros instantes.

Y una onda fraterna, parecida
a algún amor unánime,
más que con los que triunfan de la muerte
en sus papeles invariables,

me lleva con vosotros, junto a todos
–actrices de reparto, plantel de figurantes–,
todos los hermanados en la vida,
olvidados del arte.

(Crítica de la Historia, VI)

 

 

PADRES E HIJOS

 

para Lucía

 

El campo, en estas tardes
del final del verano
se va quedando solo,
como el resto del año.
Apenas si se oyen
los ruidos de las motos o los gritos
de niños en piscinas. Y muy pronto
pasarán por aquí los jabalíes.
Será, a veces, de lejos, el ladrido
de un perro, con sordina... Las bellotas.
Y todo más delgado, de cristal.

Pero antes de las lluvias
y los caminos embarrados,
cuando por todas partes todavía
se cuelan las arañas
y los caparazones de los escarabajos
obstruyen la salida del estanque,
de algún lugar nos llega ese sonido
–un tintineo débil, sin ritmo,
                                                          que se pliega
como el aire a las rugosidades del lugar–.
Y enseguida hemos dicho: las cabras de Felipe.

Parecía venir por el nordeste
(aunque no es tan sencillo)
y hemos seguido el rastro monte arriba
atravesando zarzas, cogollos de quejigos.
De vez en cuando alguna lagartija
o un ratoncillo en fuga, a la carrera,
removían el lecho de hojarasca.
Me he dado cuenta así de que los corzos
–quizá las cabras mismas–
han tirado las piedras de la tapia
(pero yo las perdono).

Y por fin en el claro de un rastrojo
con las cañas hirsutas,
mientras el cielo, blanco
y azul, nos invitaba
a otra respiración, ancha y profunda,
de pronto aquel sonido se hizo nítido.
Y como la verdad está en los límites,
en el borde del raso con el bosque
hemos visto que el amo les allegaba ramas,
mientras los animales, a dos patas,
mostraban su destreza para las acrobacias.

Con unos cuantos cuadros se compone una historia.
(Por ejemplo, este hombre, yo creo que su vida
la pasó en Barcelona, trabajado,
hasta que, jubilado, decidió regresar…).
Pero no tengo el hilo que pudiera
servir de hilván para lo sucedido
en esta tarde. Veo, mejor, que todo apunta
a la condensación de un símbolo…
–En ese instante, locas, galopando,
se han venido a nosotros, con el macho en cabeza.
Y te has cogido fuerte a mi cintura.

Y más que miedo, he visto que, a mi espalda
–como tras unos muros transparentes–,
en tus ojos de niña brillaba una fe pura,
segura del efecto
de unos poderes míos naturales
para frenar en seco las pezuñas,
los ríos y las nubes, la soledad, el frío,
todavía lejano… Mientras que las montañas
se movían. Los árboles crecían en el mar.
Tu roca y tu refugio.
El país de la vida.

 

 

AL CAER LA NOCHE

 

El día, que parece ya perdido,
guarda aún este instante sagrado y el perdón
de una mano que llega.
                                                         Ya sin luz,
los nervios se destensan.
Y encuentran su consuelo
cuando el cielo deshace los jirones
de rojo y frío azul, después de tantas horas
de angustia agotadora
entre la indecisión y el desperdicio.

Pero este es el vacío por una dolor antiguo
que temes olvidar, en el que sufres
que el tiempo inútilmente se deslice
incesante hacia atrás, y sin cosecha.

Aunque también anida en su reverso
otra sabiduría
más honda y el dolor
de una revelación: Porque es el precio
por no estar a la altura
de la verdad que sabe
el corazón más alta:
                                        la alegría.

 

 

EL RECUERDO DE UN OLVIDO

 

Allá por los neveros, cuando llegue
el invierno, quizá te encontraré.
Te llamaré entonces desde lejos: —¡Eh,
Fermín…, vuelve a decirme aquello que decías
cuando era agosto, bajo las alamedas!:
—Hubo un tiempo en que fuimos poesía
y ya sólo podemos ser poetas.
O algo así. Me lo he dicho tantas veces...
Pero quiero escucharlo ahora de ti
para saber que hay alguien por afuera.

 

 

QUÉ SERÁ

 

                                             And what remains when disbelief has gone?
                                             … … … … … … … … … … … … … … … … … … …
                                             A serious house on serious it is…
                                             Larkin

 

En filas afluentes,
avanzan por la senda de un domingo
copiado de los otros
como quien pisa un mundo —así lo quiere
el régimen vigente del tiempo— ya hace mucho
gastado.

Pervive, sin embargo, entre estos muros
y en lo profundo de su corazón
otro modo del tiempo, con un lema:
“Aquí nada se pierde”.
                                              —Pero, entonces,
cuando ya no estén ellos,
¿qué será?

Como niños los veo que convergen
y remontan después, corriente arriba,
a sentarse en lugares muchas veces
distintos de los suyos.
                                              Son ancianos,
chismosos, egoístas,
quizá algunos ya estén desmemoriados.
Pero ocurre que en ellos todo se hace elocuente
—hasta su talla media—
como imagen de aquello que sucedió una vez,
cuando el tiempo no estaba
partido todavía
en antes y después. —Y en el olvido,
¿qué será?

Por ejemplo, qué raros los hábitos de higiene,
el atuendo, el peinado…
(ninguno asocia, como ahora, el día
de fiesta con la ropa deportiva).
El suyo es un camino que se hunde entre la tierra
después de muchos siglos, muchos pasos.
—De muchos muertos míos.
Está ya cerca el día en que lo cierre
la maleza. —Y entonces,
¿qué será?

Pero mientras la música de toses y andadores
va pautando el silencio, también pienso en un hombre.
Un hombre de después, uno cualquiera
de nuestro tiempo, alguien
que se sienta a pesar de los pesares
atado todavía al mundo aquel
por un hilo invisible.
Un hilo que relumbra cuando el sol lo ilumina
con el ángulo exacto, a una hora precisa.
Y pienso que es posible que se vea
como un extraño adentro igual que afuera,
aquí igual que allá.
Si no pensará:
                                           —Libres
y al fin supersticiosos,
¿qué será de nosotros?

 

 

Selección de poemas enviada a Aurora Boreal® por Enrique Andrés Ruiz. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Enrique Andrés Ruiz. Fotografía Enrique Andrés Ruiz © Jesús Marqueda.

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