FÁBULA
Vestales, purificadas. Se sumergen de dos en
dos y del brazo, vuelven
de la mano a la superficie
nombrando criaturas
eléctricas, el morral
lleno de mejillones,
orejas de mar, un
tipo de cangrejo azul
de Prusia de nombre
desconocido: la orilla,
a lo largo, sargazos.
A medio kilómetro,
hacia la montaña,
campos de zarzamoras,
las bayas relucen todo
el año, milagro lustral.
Unas bancas de un metro de ancho, unos cien
metros de largo (de
eslora, dicen riendo
las vestales) a ambos
lados se sientan a
almorzar (a la una)
(gong: es la una) los
chiquillos sopesan
el hambre, están
inquietos, las mujeres
acaban de servir y
ya piensan en recoger
la mesa, los hombres,
bueno, los hombres,
una partida de zánganos.
Tipos homogéneos,
de ideas fijas, eso sí,
hercúleos: en el lecho
matrimonial los come
la soberbia, la inmediatez.
Sus mujeres se adaptan,
total, preferible ser
madres, tener la sartén
por el mango de las
finanzas.
Población, trescientos cincuenta habitantes,
lugar, un lugar (palafitos)
al sur, ¿o hacia las
Hespérides? ¿O el
sur paradisíaco? Paradisíaco
los fósforos, y no me hagas
reír que tengo el labio
partido. Aquellos recios
pechos empitonados de
sus mujeres, tras el
segundo parto, se
derrumban (timber): el
izquierdo remamado
por el recién nacido,
el derecho manoseado
por el bestia tronco de
yuca del marido, de
ocupación, continuidad
de la especie. De lo
contrario, quia, a la
pira con ellos. A la
noche, vedlos,
traspuestos roncar:
no tienen pesadillas,
misterios, ellas por
su lado se zambullen
al fondo submarino
donde dormitan en
brazos de Poseidón,
tritones, caracolas
que les sirven de lecho,
peces luminosos que
las guían siempre de
Levante a Poniente al
punto oscuro del
sueño donde una
vez al día, de sí
mismas secuestradas,
se dejan atravesar por
el tride
PUNTO DE LLEGADA
La vista al mar, y es un asunto suyo, implica
ver pasar alcatraces rumbo
sur, marsopas, delfines
saltar, se sienta en el
balcón del piso en altos,
se apertrecha de libros,
sombras, un termo con
manzanilla caliente, una
línea de whisky: canta
Erato en sus oídos, es
el mar el mar, a lo lejos
el buque trasatlántico
que en la década de
los veinte trajo a su
padre, ¿eso es mar?
Al abrigo de una nueva
vida lo consternó que
hubiera negros, comida
negra, y que la gente
se metiera en un agua
salada, al principio
preguntaba si no
estarían en salmuera:
¿se los irían a comer
condimentados? ¿O
no eran países estos
de caníbales? El hijo
le hablaría años más
tarde de Calibán.
Está viejo, en adelante el sueño no resulta
reparador. Cronos es
viejo, Poseidón. El eje
del planeta rechina cada
vez más. Las deidades,
náyades y ondinas, en
buena medida las
nereidas, envejecen
a pasos acelerados.
Las sirenas (ya no
habrá que amarrarse
a un mástil) tienen
las tetas caídas, sus
escamas huelen a
ciguato, se les
encoge la cola.
Al coleto, manzanilla (poco azucarada) orinar.
No orina de pie por
temor a no dar en
el blanco. Ríe, sólo
de pensar que de
tanto mear las aguas
(pleamar) crecerán:
de las esferas verá
despeñarse cataratas
a Castalia, a Pomona,
acequias. Fuentes
quietas. Se duerme.
Y mientras duerme,
huestes de pitirres
y azulonas lo escoltan
(ulterior) por una
guardarraya (ha de
ser el otro lado del
mar) donde esperan
las auras.
Poemas inéditos de José Kozer enviados a Aurora Boreal® por el autor. Publicados en Aurora Boreal® con autorización de José Kozer. Foto José Kozer ® José Kozer.