Ubaldo Pérez-Paoli - 'A lomo de Pegaso'

A lomo de Pegaso

I – Apuntes para una novela

 

1. Muerte de la profesora Richter

Siempre he admirado su sagacidad, su agudeza de ingenio, su capacidad de concentración, la perseverancia con que perseguía los detalles más desconcertantes. Thomas Kanner es un detective aficionado insuperable, de esos que sólo aparecen en novelas o en películas. Cuando las autoridades locales eran incapaces de solucionar algún caso, recurrían a él, el avezado y erudito historiador, y nunca los decepcionó. Sobre todo hacia el final de su vida académica y en los años subsiguientes a su retiro, su actividad detectivesca se desarrolló de forma descollante. Lo conocí cuando aún se encontraba en plena ocupación docente y de investigación. Me fascinaron los casos en que se vio envuelto y la forma en que los solucionaba. Por eso me dediqué a relatarlos y publicarlos poniéndole el seudónimo de “detective Mayer” (nadie podrá recriminarme exceso de originalidad), que es el que todos ustedes conocen, dado que él mismo prefería permanecer en el anonimato. Muy pocos sabían que se trataba de un personaje real y de nuestro medio, puesto que yo situaba sus historias en distintas ciudades de Europa, pero nunca en la nuestra. Los iniciados, profesionales de la investigación policial, sabían callar su nombre muy bien. La televisión no tardó en descubrir en mis novelas una fuente de ingresos muy lucrativa y me propusieron realizar esa serie que se hizo tan conocida y en la que junto a hechos y situaciones reales introduje un montón de otros completamente inventados. Su último caso había sido el del conde cuyo nombre prefiero callar para no revivir enemistades que me he hecho entonces y todavía permanecen latentes. La resonancia fue tan grande que hizo conocido al detective privado Mayer en los lugares más recónditos. Parecía haber alcanzado la cumbre de su pasión detectivesca y un non plus ultra en la solución de los intrincados misterios; tal vez fuera por eso que por un tiempo no se presentase ningún acontecimiento más que lo moviera a ejercitar sus atributos tan peculiares. A mí también se me acabó la inspiración y desde entonces no he vuelto a crear nada de valor, ni en literatura ni en cine o televisión. Desde hacía un año que no nos habíamos vuelto a ver, hasta que se presentó un caso que, por lo inusitado de sus características y la perplejidad en que había dejado a todos, parecía estar predestinado a ser resuelto por él.

Una mañana de la primavera pasada, de las pocas realmente soleadas que suele haber en nuestra región, arribó a la Biblioteca Augusta de Wolfenbüttel el primero de los grupos invitados para una jornada internacional sobre temas de Patrística, una delegación de tres científicos provenientes de Lyon bajo la dirección del profesor Jurieux. Se trataba de una de las visitas más ilustres y una de las jornadas más importantes del año. El primer contratiempo lo experimentó la secretaria, que había llegado a su despacho en el horario acostumbrado sin que la principal organizadora del congreso, la tan puntual profesora Richter, hubiese dado señales de vida. No era justamente una muestra de cortesía ante Jurieux, viejo conocido y estimado colega suyo. Se la llamó por teléfono a su domicilio, pero no hubo respuesta. La situación era engorrosa por demás. La profesora Richter vivía en nuestra ciudad, Brunswick, a unos veinte minutos de automóvil de distancia. Dos becarios que estaban bajo su dirección se llegaron hasta su casa. Ocupaba un amplio departamento en una mansión de fin de siglo del este de la ciudad, cerca de la vivienda que yo mismo habito desde hace años. Como es común por aquí, la entrada no da a la calle, sino que se encuentra en el jardín interior, espacioso y bien cuidado. Allí había unos chicos jugando y pronto apareció la madre de uno de ellos, una amable mujer joven que ya conocía a los estudiantes de sus anteriores visitas a la profesora y de inmediato les dio entrada al edificio. Subieron hasta la planta primera, donde vivía Richter. Tocaron el timbre varias veces pero no hubo ninguna reacción. Uno de ellos intentó, un poco temeroso, abrir la gran puerta de madera y, contrariamente a lo que esperaban, lo logró sin dificultad. La habían dejado mal cerrada. Entraron al largo corredor que terminaba en un gran salón con ventanas a la calle, unido al costado derecho por una puerta doble, abierta de par en par, con otra habitación de casi las mismas características. Allí estaba el despacho de la profesora y allí la encontraron, efectivamente. Sentada en su sillón de trabajo con el cuerpo echado sobre el escritorio y la cara pegada a él, los brazos extendidos adelante, debajo de una abundante cabellera. Susurraron su nombre sin obtener respuesta, luego lo repitieron varias veces en voz alta con el mismo resultado, sin animarse a tocarla. Al acercársele por detrás advirtieron con horror un charco de sangre en el suelo. Llamaron a la policía, que llegó de inmediato. Entre dos agentes la levantaron y pudieron comprobar que la habían matado con diversas heridas de cuchillo o algún otro instrumento punzante en la zona del vientre, del pecho y del corazón.

La impresión causada en los presentes fue horrorosa. Una sensación similar provocó el mero relato entre amigos, colegas y allegados. Las Jornadas de Patrística se suspendieron para otra oportunidad con gran consternación de los participantes. Para la policía quedaba planteado un caso sin pistas para ser resuelto. Nadie había visto ni oído nada sospechoso en la casa. No se conocían enemigos de la profesora fuera del ámbito académico, presumiblemente ajeno a tales delitos, y nadie de quien se pudiera siquiera imaginar que fuese capaz de realizar un acto de tal naturaleza. Aparte del asesinato no había rastros de violencia en todo el edificio. La persona que lo ejecutó debe de haber sido muy bien conocida de la víctima, tiene que haber sido recibida por ella y haber estado sentada frente al escritorio donde habrían tomado juntos agua mineral –los dos vasos a medio beber y la botella se encontraban aún sobre una pequeña mesita a un costado. La profesora estaba vestida de forma llamativamente elegante y se echaba de ver que se disponía a ir a alguna función de gala o alguna fiesta importante. Sin duda uno de los aspectos que más perplejidad causaron. ¿Adónde tenía planeado ir justamente la noche anterior a la inauguración de unas jornadas tan importantes, jornadas que ella misma había organizado y debía presidir desde la media mañana? En el programa cultural de la ciudad no había habido ningún espectáculo que justificara sus atuendos. Tampoco se tenían noticias entre sus colegas y amigos de algún otro evento importante. ¿Pensaba salir juntamente con el asesino –o la asesina?

Las incógnitas eran demasiadas y demasiado grandes. Por eso decidieron recurrir a Kanner. Me llamó esa tarde muy exaltado.

–Ferraro –me dijo–, se me ha presentado un caso muy curioso. ¿Le molestaría mucho acompañarme?

–¿Un caso? ¿De qué tipo? No estará pensando en volver a sus andadas…

–Tal como decíamos hace dos o tres semanas en nuestra última conversación. Casi dos años sin actividad, pero siempre puede aparecer algo para lo que me necesiten precisamente a mí, ¿verdad?

–Recuerdo muy bien aquella conversación. No parecía usted estar muy conforme con su merecido retiro, pero no pensé que podría ocurrir algún tipo de resurrección. ¿Es que se ha metido en el caso Richter? Es la única posibilidad que se me ocurre.

–Veo que sigue bien informado como de costumbre.

–De modo que sí, se está ocupando de ese caso. Debí suponerlo cuando me llamó.

–Usted tampoco puede declararse totalmente ajeno a todo esto. Recuerde ahora lo que me dijo el día que decidí retirarme definitivamente de estos menesteres.

–Pero eso fue hace como dos años.

–En nuestro último encuentro repitió casi las mismas palabras de aquella vez.

–Será cierto, sí, si usted lo dice.

–“Tendré bastante que hacer por un tiempo, redondeando un poco sus historias, pero luego lo más probable es que un vacío total se apodere de mi vida”, fue lo que me dijo hace unos dos años. “En estos momentos mi vida es un vacío”, es lo que dijo hace unos veinte días.

–Pues bien, eso es, eso es. Se cumplió todo tal como me lo había temido. Ahora tendré de nuevo ocupación. No es para reírse de contento, ¿no?

Fue así como decidimos poner manos a la obra.

El departamento de Richter había sido dejado por los agentes de la policía local tal como lo habían encontrado. Tomaron el cuidado de no tocar más que lo indispensable y no cambiar absolutamente nada de lugar fuera del cadáver. De modo que cuando llegamos dos días después juntamente con el director de inspección Marquardt, viejo conocido de los dos, un empleado suyo y la pariente más cercana de la difunta, su hermana Liselotte, con residencia en Hamburgo, Kanner se puso a inspeccionar rincón por rincón con el mayor cuidado. El arma utilizada, de la que nadie se había percatado antes, la encontramos muy pronto entre los libros en un estante de una de las amplias bibliotecas. Éstas ocupaban dos de las largas y altas paredes que conforman la habitación; una de ellas se hallaba frente a la puerta doble y la otra frente al ventanal. Se trataba de un arma improvisada, un cortapapeles de metal, bastante más grande que los comunes, en forma de sable y con empuñadura labrada en bronce. Aún presentaba restos de sangre, aunque evidentemente había sido limpiado de forma apresurada con la ropa misma de la víctima, en la que habían quedado huellas bien visibles de tal uso. De los libros sobre los que estaba o los que se hallaban alrededor no se pudo obtener ninguna información que diera alguna pista. Eran de temas y autores diversos, ordenados principalmente de acuerdo con su tamaño y aspecto exterior.

Sobre el escritorio había una carpeta de cuero tamaño oficio, que había sido puesta al descubierto al levantar el cadáver de la víctima. Después de limpiar la sangre que la cubría, la policía la había abierto y encontrado en ella unas hojas prolijamente escritas con tinta china que el inspector quería que Kanner considerara con detenimiento. Daba la impresión de que la profesora Richter hubiese estado escribiendo poco antes de haber recibido a su visitante. A diferencia del resto de las hojas, de una caligrafía excelente y sumamente cuidada, la de arriba de todas había sido escrita, tachada y reescrita en diversos lugares. La letra era gruesa y decía: “es gibt keine Flucht”, es decir, “no hay huída ninguna”. Las palabras “keine Flucht” fueron anuladas con un largo trazo y en su lugar se leía “kein Entrinnen”, “ningún escape” lo que significa más o menos lo mismo, pero demuestra claramente que la profesora estaba luchando por expresar de la forma más adecuada posible su pensamiento. ¿O su sentimiento? ¿Estaba realmente oprimida por su deseo de escapar? ¿De quién? ¿Sabía que iban a venir a matarla? ¿Se había vestido por eso de fiesta? Semejantes suposiciones parecían ridículas.

Kanner examinó la pequeña pila de hojas de la carpeta una por una. Les dio vueltas y vueltas sin encontrar ningún indicio que lo condujera adelante. El escritorio atiborrado de papeles de todo tipo no favorecía las esperanzas de encontrar algo decisivo en un tiempo prudencial. Y, en realidad, no había por qué limitarse a él. Marquardt nos indicó que también en el despacho de la Biblioteca Augusta se encontraban cartas y documentos que podrían contener alguna indicación provechosa. A todo esto, Liselotte, quien no manifestaba un interés demasiado grande por la pesquisa, había estado registrando uno de los cajones y finalmente puso muy temerosa en nuestras manos lo que parecía ser un diario íntimo.

–No creo que a mi hermana le hubiese gustado que alguien leyera sus cosas privadas. Pero si sirve para aclarar en algo su muerte…

El diario había sido llevado irregularmente y también, si se lo comparaba con las notas de la carpeta, con bastante descuido, pero ofrecía la ventaja de tener fecha en cada anotación. De manera que nos pudimos abocar a las últimas, que podrían tal vez contener alguna alusión a sucesos o personajes envueltos en el asunto. Nada de eso se pudo encontrar. La profesora Richter sólo anotaba algunas impresiones o ideas sobre libros leídos, conferencias, clases, seminarios, jornadas. Lo único íntimo que ofrecían era algún que otro juicio personal que tal vez no se animara a comentar con otros. Una cosa sí les llamó la atención. Con fecha de aproximadamente una semana antes del suceso, la profesora había escrito con la misma tinta china de la carpeta una frase que probablemente quería destacar muy en especial: “Ach du Wahnsinnige!”, es decir “¡Oh, demente!”. A diferencia de mi traducción al castellano, el alemán se refiere exclusivamente a una persona de sexo femenino, de modo que Richter parecía haber estado escribiendo sobre sí misma.
Solamente había dos textos cortos más recientes, de los que no pudimos sacar nada útil para nuestro propósito. Kanner se quedó meditando largamente.

–Presumiblemente las dos frases, ésta y la de la carpeta, estén en relación estrecha entre sí, además de la misma tinta utilizada. Si pudiésemos dar con el contexto… –y finalmente exclamó–: Pero claro! ¿Cómo no se me ocurrió cuando lo vi?

Con la visible avidez de quien está sobre una pista segura, se puso a revisar nuevamente las elegantes hojas de la carpeta hasta encontrar una en la que parecía haberse puesto un cuidado muy especial y que contenía doce versos en latín. Los mismos estaban escritos en el centro de la página y distribuidos como suele hacerse con las elegías, cada pentámetro comenzando un poco más adentro que el hexámetro que lo antecede. El primer dístico decía

Quo fugis, ah demens? nulla est fuga: tu licet usque
ad Tanain fugias, usque sequetur Amor

Rápidamente los tradujimos: “¿Adónde huyes, oh, demente? No hay huida posible. Aunque huyas hasta Tan…, aun allí continuará persiguiéndote Amor”. ¿De dónde provendrían estos versos? Nuestra incapacidad de traducir Tanain nos hizo pensar que se trataba de un término poco común y que por eso nos serviría para hallar rápidamente una referencia precisa al texto en el diccionario standard de Lewis-Short que se encontraba a mano en la biblioteca. Allí nos enteramos de que no era otra cosa que Tanais, el río Don en la Rusia europea, y que su empleo en la literatura romana no era tan escaso como pensábamos. Horacio y Ovidio lo usan para referirse a una región completamente desconocida e inalcanzable, algo así como el fin del mundo o el colmo de lo salvaje. Pero no encontramos la cita que buscábamos. Kanner llamó por teléfono a un latinista conocido suyo quien le dijo que se trataba de una de las elegías de Propercio.

–De Propercio, claro –comentó Kanner como si hubiera estado presintiendo ese nombre. Luego volvió sobre la traducción que habíamos encontrado en su diario e insistió en la falta de connotación genérica de la palabra “demens”–. La profesora Richter la tradujo al alemán usando el femenino, que es lo que el poema supone de acuerdo con lo que me comunica mi amigo, dado que en él Propercio se dirige a su amada Cintia. Pero citado de este modo, y sobre todo para quienes somos menos versados en la literatura latina, es como si la profesora se sintiese retratada en estas líneas y se pusiese en guardia contra sí misma. ¿No creen?

– ¡Curioso por demás!¬ –fue el comentario de Liselotte– Margarete enamorada. Desde su época de estudiante que no manifestaba tales sentimientos. Debe ser algo muy reciente porque para Año Nuevo, que fue la última vez que nos vimos, tal cosa todavía no existía.

– ¿Tal vez no haya querido darlo a conocer?

–No, no. Nada de eso. Sé muy bien lo que digo. Si la frase se refiere realmente a ella misma, y no a alguna otra mujer (¿por qué no pensar en una traducción encargada por alguna conocida suya?), se tiene que haber tratado de algo muy nuevo.

Como pudimos averiguar en los días subsiguientes, la profesora fue siempre muy reservada y nadie podía decir nada concreto sobre su eventual vida sentimental. No se le conocían amistades íntimas. Fuera de su trabajo en la docencia universitaria y la investigación científico-literaria no parecía tener ninguna otra preocupación. Sus colegas la respetaban en todo sentido y no había quien hubiese tenido un contacto con ella que traspasara los límites de lo estrictamente académico.

En la parte inferior de una de las estanterías de la biblioteca había una profusa colección de CDs junto a un reproductor. Los discos, en su mayoría de música clásica, no parecían estar ordenados de acuerdo con algún principio particular. Pero a Liselotte le llamó la atención la presencia de uno de ellos.

–Algo nuevo; estas inquietudes no se las conocía.

Se lo alcanzó a Kanner para que lo viera, quien me lo pasó de inmediato. Se trataba de una compilación de tangos y milongas.

–El disco ya tiene sus añitos –comenté.

–Será prestado, entonces –dijo Liselotte–, porque es la primera vez que lo veo.

– ¿La primera vez? –Kanner se mostró muy sorprendido¬–. ¿Está segura?

–No tenía interés por ningún tipo de música que no fuese la clásica. Todos esos discos que ven allí pertenecen a esa categoría. Los que no, son regalos de sus amigos. Algo de jazz y chansons francesas.

–¿Folclore alemán o de otros países, ritmos de otras regiones del mundo, flamenco, reggae, rock and roll, algún tipo de música bailable? –Marquardt daba la impresión de estar mencionando temas para los que ya de antemano esperaba una respuesta negativa.

La risa franca de Liselotte no dejó lugar a dudas.

–Pero sin duda se habrá interesado por las lenguas romances –reflexionó Kanner–. La chanson puede haber sido un paso.

–Este disco sólo contiene música de tango –fue mi comentario–. No hay canto, por lo que se echa de ver. No hay necesidad de ningún conocimiento de lengua. Según dice aquí, ha sido publicado y distribuido en 1997 en Argentina, aunque vaya uno a saberlo con seguridad… Hay rastros de uso y de descuido.

–Tal vez haya planeado algún viaje a Buenos Aires. –Lo que Marquardt había comenzado como reflexión lo terminó como pregunta.

Liselotte, que era indirectamente la aludida, puso cara de ignorarlo, pero agregó que planes semejantes se le pueden ocurrir a cualquiera en cualquier momento.

Después de registrar todo el resto del departamento sin encontrar nada más, nos despedimos, todos de acuerdo con que Kanner continuara con sus investigaciones por su lado. Mi asistencia se daba por descontada. Al día siguiente tratamos de averiguar algo sobre la proveniencia del CD. Ni amigos ni colegas pudieron darnos algún dato útil. Un análisis de los programas culturales de los últimos días en la región arrojó un resultado interesante: la noche del asesinato había tenido lugar una fiesta de gala de tango en una milonga de Hannover llamada La Morocha del Abasto.

–¿La mogoja? –Al leer el nombre Kanner tuvo un sobresalto.

Morocha, con rolling–r y con –ch, que se pronuncia como –tsch o algo así. Cosas que usted sabe muy bien, Kanner. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

–Mire bien la tapa del CD.

Con el índice me señaló uno de los tangos; era una versión de Juan D'Arienzo del tango La morocha. Lo cual no sería demasiado raro, pero no nos habíamos percatado antes de que el nombre estaba subrayado con un marcador rojo casi del mismo color que los nombres de los tangos alistados en la tapa. Mirando con detenimiento se podía ver que la tinta era reciente.

–¡Que se me haya pasado por alto algo así…!

–¿Era ese el lugar para el que se preparaba a ir?

–Parece lo más lógico.

–Eso explicaría también la fecha, justo en la mitad de la semana. Ese día se celebra una fiesta patria muy importante en Argentina y en toda la zona no hubo ningún otro espectáculo que justificara la vestimenta. Si se hubiera tratado de una fiesta privada, los presentes habrían notado su ausencia y ya nos habríamos enterado. La noticia del crimen fue muy comentada en Brunswick y alrededores.

–¿Entonces la fue a recoger la pareja con la que pensaba bailar? ¿Estarían enamorados?

¿Habrá sido esa persona la que la mató? –tales preguntas y otras por el estilo formulaba Kanner como una especie de ejercicio mental.

–Es improbable que se trate del mismo dueño del disco. No lo habría dejado a la vista de todo el mundo.

–Yo no desecharía esa hipótesis, Ferraro. Recuerde el relato de Poe, The Purloined Letter.

–Es verdad. Y el comentario de Lacan… La lettre volée. En tal caso estaríamos en presencia de un asesino muy refinado.

–No estoy tan convencido de ello. Tal vez simplemente no sabía que el disco estaba en esta casa, o no conocía el sitio exacto. Los demás discos no guardan ningún orden que pudiese ayudar a encontrarlo rápidamente. Pensemos que el asesino no podía quedarse aquí eternamente.

–Sin embargo, tuvo el tiempo suficiente como para limpiar el arma del delito.

–Que sí dejó en lugar bien visible y sin haber completado la limpieza.

–Pensándolo bien, no tenía muchas alternativas. Llevársela consigo no hubiera sido una gran solución. ¿Qué pasaba si se topaba con alguien en el camino? Más bien da la impresión de que no quería llamar la atención, ni viniéndose con algún arma ni yéndose con ella. Limpiarla de la forma en que lo hizo sólo le puede haber llevado algunos segundos.

–Es un dato muy importante ese, el de que no traía arma. Al menos es lo que parece. Pero da lugar a diferentes hipótesis. Tal vez no quería llamar la atención, como usted dice. En ese caso ya debía haber estado antes en el departamento y saber que iba a encontrar el sable aquí. Aunque también podría haber pensado en tomar algún cuchillo de la cocina.

–Para eso tendría que haber podido ir allí. ¿Con qué excusa? No parece fácil, estando ella presente. Siempre de acuerdo con nuestras hipótesis, claro.

–La otra posibilidad es que no hubiese venido con la intención de matarla. Es la que más me atrae. Algo sucedió para que se decidiera a hacerlo.

–Nada sabemos de un posible motivo, algo que hubiese hecho venir al asesino para matarla. Pero aunque se hubiese decidido a hacerlo en el mismo momento, sin plan previo, algo lo tiene que haber movido a eso.

–Habría que encontrar entonces una respuesta a esta pregunta: ¿Qué sucedió en ese tiempo que suponemos bastante corto? La profesora salió de su trabajo a las 18.00 horas. Más de media hora no puede haberle tomado llegarse en automóvil hasta su casa. Ducharse, arreglarse y vestirse del modo que lo ha hecho debe haberle llevado por lo menos una hora, pienso. De modo que hay que suponer que el visitante llegó entre las 19.30 y las 20.00 horas. Si realmente tenían planeado ir juntos a la milonga, lo que no deja de ser una mera hipótesis, debían de estar apremiados por el tiempo, puesto que la misma comenzaba justamente a las 20.00 horas. El viaje en automóvil les habría permitido llegar una hora después del comienzo, lo cual me han dicho que no es inusual en esas reuniones.

–Pero bien puede ser que el problema que haya surgido y que culminó en el asesinato los hubiese mantenido en la vivienda de la profesora durante mucho más tiempo. No lo sabemos. Ningún vecino vio ni oyó nada digno de mención. El cadáver no fue descubierto hasta la media mañana del día siguiente.

–En tal caso tendrían que haber bebido más que lo que muestran las evidencias dejadas, es decir, algo más que un mero vaso de agua mineral. También deberían haber comido algo. No. No pueden haber estado mucho tiempo aquí.

–De modo que habría que imaginarse la situación de la siguiente manera: el galán (siempre suponiendo que sea un varón) viene a buscar a la profesora para ir juntos a bailar. Ella lo recibe ya arreglada adecuadamente; por algún motivo se demoran un poco, lo suficiente como para que tengan que beber un vaso de agua. Tienen una discusión que le hace decidir matarla. Para eso utiliza el cortapapeles que seguramente estaría arriba del escritorio.

–¿De qué pueden haber discutido? Parece tratarse de alguien completamente ajeno al mundo académico de las humanidades, puesto que ningún colega de la profesora cuenta con alguna información que indique en esa dirección.

–Supongamos que de algún modo se hubiesen conocido en un ambiente de gente de tango, por descabellado que parezca. ¿Existe algo así en estas latitudes?

–Sí, por cierto, en esta ciudad y alrededores y en todo el país. Según lo que he podido averiguar se baila más tango en Alemania que en Argentina.

–Bueno, no exageremos.

–Creo que no exagero. Mis amigos argentinos me han hablado de una cierta resurrección del tango en nuestra tierra, incluso de resurrecciones, en plural, pero siempre dentro de círculos muy limitados. Está muy lejos de ser un fenómeno social omnipresente como lo fue en la primera mitad del siglo pasado en Buenos Aires.

–Aquí tampoco lo es, ¿verdad?

–Sin duda, pero el entusiasmo que hay por el baile de tango es muy grande. Por todos lados hay grupos y escuelas de tango y gente que lo aprende y lo practica regularmente, literatura abundante y alguna revista especializada.

2. El Patio de la Morocha

Uno de esos centros era precisamente La morocha del Abasto, donde se daban clases de tango regularmente y donde los sábados había baile abierto para todo el mundo. Decidimos ir ese fin de semana.

El local no era muy céntrico y ofrecía posibilidades amplias para aparcar los coches. Un cartel luminoso indicaba la entrada. Pasamos por un corredor estrecho y oscuro hasta llegar a la puerta del salón. La iluminación era discreta. Un señor de saco y corbata con abultada cabellera negra estaba apostado a la puerta como ejerciendo funciones de vigilancia. Nos observó de arriba abajo pero no nos pidió tarjeta de entrada ni hizo ademán de querer vendernos una. Pensamos, entonces, que todo estaría incluido en el precio de la consumición. Había varias mesas alrededor de una pista con piso de parquet. Cuatro o cinco parejas bailaban, una de ellas sólo de mujeres. También entre la gente sentada a las mesas la mayoría femenina era notoria. Tal como me lo habían advertido, en el público había quienes bien podrían tener nuestra edad o bastante más, gente joven era más bien escasa. Nos acercamos al bar, que estaba a un costado y tenía una amplia barra oval con varios taburetes vacíos. Decidimos sentarnos allí y pedir una bebida, Kanner una cerveza, yo un gin tonic. Vimos que también el barman nos observaba con cierta curiosidad y nos pusimos a charlar con él. Le dijimos que solamente queríamos conocer el local y ver cómo bailaban el tango. Le manifestamos nuestra sorpresa sobre la mayoría femenina, a lo que nos repuso que era usual, que para cualquier tipo de baile es más fácil encontrar bailarinas que bailarines, pero que en el tango el fenómeno era más acentuado aún. Yo pensé de inmediato en los orígenes del tango, que se bailaba muy a menudo entre varones.

–¿De modo que el varón que venga solo encontrará siempre una pareja?

El barman asintió mientras terminaba de tirar la cerveza.

–¿Sucede eso a menudo?

–Siempre. Hay algunas parejas que vienen y se van juntas, pero también a ellas les gusta alternar con otras. Hay quienes vienen solos y buscan pareja ocasional. Normalmente, como se hace en Argentina, es el varón quien se encarga de invitar a la mujer que le parezca adecuada.

–¿Aunque no la conozca?

–Es muy común eso. Aunque la mayoría de los que acuden aquí no lo hacen por primera vez y en cierto sentido todo el mundo se conoce con todo el mundo, o casi.

–Sí que llamaremos la atención nosotros, entonces.

–No. También viene gente nueva de vez en cuando.

–Pero usted se dará cuenta en seguida.

–Claro, sí, conozco muy bien a nuestros clientes.

–Hace dos semanas hubo una gran fiesta, ¿verdad?

–Por supuesto, la hacemos todos los años. No entraba ni un alfiler. Con Troilando, una orquesta buenísima de Buenos Aires.

–En tal caso habrá que reservar las tarjetas con anterioridad, ¿no?

–Así es. Un mes antes ya estaban todas vendidas. Y eran bastante caras.

–¿Y si quien las ha comprado se ve impedido de venir, recupera su dinero?

–Eso sí que no. De todos modos, nunca tuvimos un reclamo semejante. ¿Sabe? La gente que piensa venir sabe muy bien lo que hace. La morocha tiene fama internacional.
Nos miramos los dos. Oír el nombre abreviado nos confirmó en nuestra sospecha, si alguna duda teníamos. La morocha del Abasto, nombre formado evidentemente como contrapartida del sobrenombre por el que era conocido Carlos Gardel, podía también ser simplemente La morocha.

–El público, entonces, debe disponer de cierto dinero para estas cosas.

–Mire, aquí hay de todo. Pero fundamentalmente profesionales y académicos.

–Yo fui profesor de historia –arriesgó Kanner, quien generalmente prefería callar su pasado académico–, ¿es posible que haya también algún colega o alguna colega que acuda a estos bailes?

–Aquí viene siempre un ex profesor de geología o algo así. Fuera de eso no sé más nada. Le puede preguntar a Pablo, que es el que está en la entrada.

–No es tan importante.

Nuestra esperanza de poder descubrir alguna irregularidad en el evento al que hubiera debido acudir la profesora Richter se iba diluyendo de a poco. De pronto se fueron apagando los ruidos de copas y vasos, las conversaciones fueron perdiendo vivacidad, hasta que se hizo un silencio profundo. La pista, que en la penumbra había quedado vacía sin que lo notáramos, se iluminó, y desde los parlantes del equipo de sonido empezaron a escucharse las primeras notas de un tango, muy lentas, que como con pereza iban cobrando gradualmente velocidad. Un joven muy elegante, peinado a la gomina, apareció caminando muy despacio por un costado, arrastrando los pies y dirigiéndose resueltamente en una dirección bien determinada. Tendía la mano derecha como invitando a bailar a alguien. De una de las mesas se levantó una bella joven delgada, con un vestido ajustado de falda larga y un tajo abierto en un costado. Se fueron acercando mutuamente con lentitud, al compás del bandoneón que introducía el tango. Al llegar a enfrentarse continuaron separados balanceándose, como si cada uno bailara consigo mismo, más bien meditando que bailando, ella con la cara vuelta hacia un costado, él mirándola fijamente. Finalmente se produjo un corte. Con su brazo derecho el varón ciñó la cintura de la mujer y le tomó firmemente la mano derecha con la izquierda mientras ella apoyaba el brazo libre en su hombro. Sólo entonces volvió su rostro hacia él con los ojos hacia abajo.

–El Malevito –dijo el barman con una sonrisa aprobatoria de satisfacción.

Los dos dieron comienzo a una especie de danza ritual mientras desde el disco los demás instrumentos se iban sumando al bandoneón, acentuando más y acelerando un poco el ritmo. La absoluta concentración con que se movían, cada uno como encerrado en sí mismo y simultáneamente compartiendo una intimidad indisoluble con el otro, alejados a mundos de distancia del público, la sumisión de ella a las indicaciones que él le daba con el torso, la solemnidad de sus miradas, todo recordaba más a una ceremonia religiosa que a un baile. Una ceremonia cargada de sensualidad, por cierto, pero que estaba muy lejos de ser una mera diversión.

De repente hubo un nuevo corte. Él se plantó con las piernas abiertas y ella empezó a rondar su cuerpo rozándolo suavemente con las suyas como si estuviera por subírsele encima. La música parecía tenerlos hechizados con su ritmo y, en efecto, de un golpe ella se sentó brevemente sobre la pierna izquierda del varón para después separarse y bailar en círculo, teniéndolo de una mano. Sin que yo lo hubiera podido percibir, él se había desprendido el botón del saco que llevaba todo el tiempo cerrado y en uno de los giros dejó ver la empuñadura de un cuchillo saliendo del lado izquierdo del cinturón del pantalón. Kanner y yo nos miramos impactados. Un murmullo de aprobación recorrió el círculo de los presentes, que parecían haber estado esperando ese gesto. Pero la pareja continuó bailando ajena a todo lo que pasara a su alrededor. En un giro del baile y sin que nosotros, novatos como éramos, pudiésemos advertir cómo, el bailarín sacó el cuchillo y con un salto lo colocó de tal manera bajo el bretel del sostén de la bailarina que con un movimiento apenas perceptible se lo levantó y se lo hizo caer sobre el brazo, casi hasta la altura del codo. Ella recogió el bretel con el pulgar de la misma mano y antes de ponerlo de nuevo en su lugar detuvo un instante su movimiento con la parte superior del busto al descubierto y la pierna bien visible a través del tajo del vestido, mientras él hacía desaparecer el cuchillo de la vista y se plantaba nuevamene ante ella. Quedaron así por un instante frente a frente con el pecho hacia adelante y ambos brazos colgando hacia atrás, mirándose fijamente a los ojos en ademán de desafío. Dieron un nuevo giro y volvieron a trenzarse en el baile. El público reaccionó con un murmullo de asentimiento y luego prorrumpió en un entusiasmado aplauso.

–¿Siempre bailan aquí? –le pregunté al barman con curiosidad.

Se rió. Pareció que debía explicar algo que no quería o que no podía. Uno de los parroquianos que estaba de pie junto a la barra tomó la palabra.

–La chica es nueva. El Malevito bailaba siempre con la Morocha. ¿La ve allí al fondo, esa con el pelo teñido de negro y de traje también negro? Es la dueña del local.

–Un poco mayor que él, diría yo.

–Podría ser la madre.

–Pero con ella es capaz de hacer lo que usted acaba de ver y mucho más, mucho más.

–¿Y qué pasa hoy? ¿Por qué no bailan los dos juntos? ¿Lo harán más tarde?

–Difícil. –La cara del barman insinuaba más bien un “imposible”–. Hace un mes que están peleados.

Otro de los parroquianos agregó:

–La noche de gala hubieran tenido que dar un show juntos. Pero no pudo ser.

–La Morocha contrató de última al Niño Servando, uno de los bailarines de tango más famosos del mundo. Creo que es finlandés; por adopción, claro, porque con semejante nombre.... Andaba justamente de gira por el Norte de Alemania y tenía dos o tres días libres. Fue un golpe muy duro para el Malevito.

–Sí, creíamos que esa noche no iba a venir, pero apareció tarde, cuando el show ya había pasado. Blanco de ira.

–Nunca se lo vio tan pálido.

–Parecía un cadáver.

De nuevo nos miramos Kanner y yo. Teníamos suficiente ¿no? Habíamos descubierto al cuchillero que seguramente habría vuelto de Brunswick pálido de temor y arrepentimiento por el crimen cometido. No sabíamos a qué hora exactamente habría llegado y no nos sería fácil averiguarlo sin llamar la atención, pero ese conocimiento no nos hubiera llevado mucho más lejos. Lo cierto era que llegó bastante después de las ocho de la noche, con el tiempo suficiente para venirse desde el lugar del crimen hasta el local de la Morocha. De todos modos Kanner preguntó:

–¿Son muy largos esos shows?

–No. Bailaron tres piezas como de costumbre, un tango, una milonga y un vals.

–Y otro tango de bis; cuatro piezas en total.

–Y sí, la gente estaba entusiasmada. Menos mal que el Malevito no lo vio, porque le hubiera dado un infarto. Él podrá bailar muy bien, pero Servando es otro genio, no digo mejor, pero por lo menos igual.

–¿También con el cuchillo?

–No, por Dios, esa es la exclusividad del Malevito, a nadie se le ocurriría arrebatársela.
Kanner siguió tratando de obtener toda la información que pudiese:

–No debe ser muy fácil establecerse en esta profesión. ¿Vive de eso el Malevito?

–¡Qué va! Bien difícil que se le ha puesto todo ahora. Así como lo ve de bien vestido, no le alcanza ni para comer.

–No tiene dónde caerse muerto –me dijo Pablo en castellano y como susurrando. Había abandonado el puesto de la entrada, seguramente debido a que por lo avanzado de la hora ya la habrían cerrado. De algún modo había advertido que mi lengua natal es el castellano. Bien, no es muy difícil darse cuenta de que soy extranjero. Luego continuó en alemán–. Si no hubiera sido por la Morocha hace rato que se hubiese tenido que volver a Argentina.

–O buscar suerte en Italia. Tiene también la nacionalidad italiana.

–Todavía no. Eso es lo que le gustaría, pero todavía está esperando los papeles. Así podría moverse con libertad por toda Europa.

–Entonces, ¿qué? ¿Es un sin papeles?

–La visa que tiene le alcanza para unos meses más. Pero no le da permiso para trabajar independientemente. Todo lo que haga lo tiene que hacer por intermedio de la Morocha, como un empleado suyo. Está completamente en sus manos.

–Y yo que pensaba que él y la muchacha con la que bailó eran una pareja –apuntó Kanner.

–Eso se verá. No creo que a la Morocha le haya caído muy bien. Ese número fue siempre de ella. Y ahora, encima, con el detalle del bretel, que es nuevo. Después de todo, se trata de una alumna suya, nueva pero suya.

–Y del Malevito.

–Digamos que de los dos. Lo que pasa es que él no tiene permitido dar clases si no es bajo su dirección.

Siguieron hablando sin levantar mucho la voz, con la seguridad y la confianza de los iniciados, alguno hasta con acento sentencioso. Luego la conversación se derivó a temas más generales del ambiente de tango en el país y en Europa. Nosotros no salíamos del asombro viendo a un grupo de personas en Alemania tan compenetradas con el tango y enterándonos de que hay tanto movimiento en torno a algo que pensábamos que era exclusivamente rioplatense y pertenecía al pasado. Nos despedimos llevándonos algunos folletos del local y de otros centros de tango.

Durante el regreso en el coche Kanner trató de hacer un balance.

–Creo que tenemos al asesino. Aunque va a resultar bien difícil demostrarlo, comenzando por encontrar los motivos del hecho. Lo que sabemos, o suponemos, es que el Malevito invitó a la Profesora Richter a una función de gala de tango. Fue a buscarla a su casa, estuvieron conversando un rato antes de salir y la mató. Lo que no sabemos… lo que no sabemos es muchísimo más. Trato de resumirlo:

1. ¿Cómo, dónde y cuándo se conocieron dos personas tan diferentes y pertenecientes a círculos sociales tan diversos?

2. ¿Por qué iba a salir con ella? ¿Pensaban bailar juntos? Parece que sí, dada la vestimenta de Richter. ¿Pero justamente en una función de gala, donde él habría debido aparecer como figura principal y al no hacerlo, debido al deterioro de su relación con la Morocha, todo el mundo le habría prestado especial atención? ¿Aparecerse ahí con una novata? ¿Usted se fijó lo bien que bailaban muchas de las parejas? ¿Quería arruinar la fiesta con un papelón? ¿O, por el contrario, pretendía demostrar que es capaz de hacer bailar bien a cualquiera? ¿Provocar los celos de la Morocha?

3. ¿Qué es lo que había sabido Richter de todo esto? ¿Tenía idea del programa original de La morocha? ¿Estaba enterada del cambio que debía realizarse? ¿Conocía el papel esencial que desempeñaba en las actividades del local quien iba a ser su pareja?

4. ¿Cómo llegó a interesarse por el tango ella, que, de acuerdo a nuestros conocimientos, no tenía la menor idea del mismo ni de nada que se le parezca?

5. Y lo más importante de todo: ¿Cuál fue el motivo del crimen? Ferraro, ¿cuál fue el motivo? No tenemos una sola pista que nos dé un por qué.

–Pero tampoco sabemos a ciencia cierta quién fue el asesino. Parece evidente que el Malevito está implicado. ¿Pero usted lo considera capaz de una obra semejante? ¿Él solo, sin ayuda?

–Pensar en alguien más complicaría mucho las cosas. Los vasos que vimos en casa de Richter eran dos.

–Bien podía tratarse de vasos para dos visitantes. ¿No resulta demasiado curioso que sólo hayan contenido agua?

–Quien condujera el coche hasta Hannover, fuese ella o el visitante, tenía que cuidarse mucho con el alcohol. Eso lo explica todo.

3. Algunos cabos sueltos

Resolvimos proceder de acuerdo con un orden determinado de pasos. El primero consistía en inscribirse como alumno en la escuela de la Morocha. Pese a que habíamos constatado fehacientemente que la edad no representa ninguna traba, Kanner insistió en que fuera yo y sólo yo quien se encargara.

–Nunca he podido bailar –fue su excusa–. Soy demasiado duro, no sirvo para eso. A usted ya lo he visto hacerlo varias veces.

Fue así entonces como me inscribí en un taller de fin de semana para principiantes.
Las clases tenían lugar el sábado por la tarde –con la posibilidad abierta de quedarse también a la milonga de la noche– y el domingo por la mañana y por la tarde, con una pausa larga para recuperar fuerzas al mediodía. No era necesario abandonar el local para ello; el bar ofrecía minutas abundantes y a buen precio. La Morocha, a quien todos llamaban Nené, apareció por primera vez antes de la milonga del sábado y se quedó hasta bien entrada la noche, yo me volví a casa a eso de la una y ella estaba aún allí. El domingo llegó poco antes del mediodía, con aspecto de cansada, y almorzó con nosotros, luego se encerró en lo que parecía su despacho. Quienes impartían las clases eran el Malevito, que se dio a conocer como Hugo, y Cristina, cuyo verdadero nombre era Kerstin, una alemana de unos cincuenta años de edad, a quien yo había visto bailar cuando estuvimos de visita. Éramos seis parejas y no todos principiantes. Tenían como colaboradores a dos alumnos avanzados, un varón y una mujer, que se ponían al servicio de quienes, como yo, iban sin pareja. A mí me tocó Vanessa como compañera, la misma que aquella noche había bailado con el Malevito. El lenguaje era de lo más interesante. Hugo, cuyo nombre en boca de todos sonaba más bien a Jugo, explicaba los pasos en un inglés muy difícil de entender, tanto por la pronunciación cuanto por la curiosa gramática, acompañado muchas veces de expresiones alemanas, también de difícil comprensión pero ya familiares a los presentes, y a continuación Cristina repetía un poco lo mismo pero ampliando las explicaciones de forma fácilmente comprensible para todos. Los términos técnicos eran utilizados principalmente en idioma original, el castellano habitual en Argentina, pero Cristina lo hacía con un acento claramente germanizado, sobre todo en lo referente a las consonantes. En un momento determinado, sabiendo que hablo castellano, me espetó una larga frase que ella suponía hecha en ese idioma y sobre cuyo sentido sólo pude imaginar algunas cosas un poco incongruentes. Le respondí con una sonrisa pensando que en una época mi alemán también habría sido tan poco inteligible y recordando situaciones similares con otros alemanes.

Vanessa tenía una ductilidad increíble. Mi falta de habilidad para dirigir sus pasos (“marcárselos”, decía Hugo) con mi torso, la suplía ella adivinando lo que yo iba a hacer o suponiendo lo que sería más lógico que hiciera. Era una verdadera delicia tener ese cuerpo menudo y ágil entre mis brazos. Acostumbrado a bailar suelto y sin orden ninguno, tener de pronto un contacto corporal constante con la pareja, mi pecho casi pegado al suyo, las mejillas juntas, envuelto en su perfume, todo eso, que me recordaba tanto a mi juventud, al principio me impedía pensar en los pasos que tenía que dar. Mucho menos podía planificarlos con rapidez de manera tal que pudiese indicárselos para que supiera hacia dónde quería ir. Por suerte los primeros pasos que aprendimos estaban tan bien reglamentados que no era difícil saber lo que iba a pasar al momento siguiente.

Me pareció que Hugo no nos sacaba los ojos de encima, por más que nuestro comportamiento fue siempre muy correcto. Eso me confirmó en la suposición de que entre ellos dos se estaba gestando una relación más íntima. Durante las pausas que hacíamos me fue posible averiguar algunas cosas más que podrían ser de cierta importancia. Hugo había estado viviendo algo así como un año con Nené. Desde su ruptura vivía en la casa de una pareja que pertenecía al círculo de la Morocha casi desde la creación del Patio, como se solía llamar a esa milonga por el nombre de otro tango, El patio de la morocha, él abogado, ella pediatra. Hacía mucho tiempo que sus hijos habían dejado el hogar, se habían casado y tenían sus propios hijos, de manera que en su vivienda los dos disponían de lugar más que suficiente para alojar a otra persona. De todos modos, no era una situación satisfactoria para él, que quería independizarse a toda costa y en todos los aspectos. El más fundamental era el del trabajo. Con las clases que daba, y por las que percibía un tercio de los ingresos (los otros dos se repartían entre Nené y Cristina), apenas si podía solventar las necesidades más elementales. Algún show de vez en cuando le significaba un aporte muy importante, pero ahora que había roto con Nené no tenía pareja con la que ofrecer un espectáculo que satisficiera las expectativas de un público tan exigente, acostumbrado a orquestas y bailarines de nivel internacional.

El número del cuchillo me había impresionado, pero me resultaba difícil imaginármelo apuñalando realmente a alguien. ¿No una sola vez, sino varias? ¿A continuación limpiar el arma e irse con toda calma sin llamar la atención? ¿Aparecer después pálido del susto en la milonga? Imposible. Un personaje tan frágil en el fondo. Él tiene que haber servido simplemente de intermediario. Pero entonces ¿no fue solo, sino con otro, u otros? ¿Quizás sin intención de hacer ningún daño? ¿y terminaron liquidando a una mujer? Por alguna razón se sirvieron de un “arma” que no llevaron ellos mismos. Ninguna elucubración terminaba dando un resultado satisfactorio o medianamente plausible.

Kanner pasó ese fin de semana con sus familiares en el Mar del Norte. El lunes fuimos juntos a la biblioteca. Primero entramos al despacho de la señora Linnemann, secretaria de Richter, una mujer joven muy amable y correcta. Ahora, nos confesó, le parecían importantes algunos datos que anteriormente había desatendido por completo. El más notable era que durante las dos o tres semanas anteriores a su muerte Richter había cambiado abruptamente su costumbre de volver inmediatamente del trabajo a su casa cuando no tenía reuniones con los colegas. Era evidente que había trasladado a los horarios diurnos todas las actividades académicas que hubiesen tenido lugar a partir de las seis de la tarde. Una vez, al comienzo, trató de contactarla por teléfono a la noche y, como no obtenía respuesta de su celular, la llamó a su domicilio. Tampoco allí obtuvo respuesta, de manera que dedujo que se debía encontrar en algún otro lugar. Al comentárselo a la mañana siguiente, Richter se puso bastante nerviosa y alegó que necesitaba la mayor tranquilidad para concentrarse en dos conferencias futuras y por eso no atendía el teléfono, e insistió mucho en que no debía llamársela durante la noche por ningún motivo, hasta tanto no hubiese desarrollado los puntos más importantes. Durante esos días parecía excesivamente atareada y permanecía muchas horas encerrada en su despacho. Su aspecto exterior también había cambiado. Linemann se disculpó porque no sabía bien cómo expresarlo y tampoco si debía mencionarlo, pero su apariencia contrastaba con el habitual exceso de trabajo; era como si su forma de vestir y arreglarse, siempre tan sobria y correcta, hubiese cobrado una mayor espontaneidad y frescura.

Kanner lo tomó como una pista importante y me lo dio a entender con discreción. Pero la conversación con otros colaboradores de la profesora añadió un tema más para investigar. El Dr. Geissler, uno de ellos, comentó que desde hacía varios días la profesora estaba muy ocupada con un tema bastante ajeno a su especialidad, la poesía de Propercio. En varias oportunidades la había visto leyendo su obra y ocupándose de la literatura científica más reciente relacionada con ello. Entonces Juliette d’Artusi, becaria aspirante al doctorado, reaccionó mencionando un hecho que ahora le parecía por demás de curioso. La mañana de su muerte Richter había tenido en sus manos uno de los tesoros de la Biblioteca más preciados por los latinistas, un códice gudiano latino, el Güelfo 224, de fines del siglo 12, comienzos del 13, que contiene la obra de Propercio. D’Artusi lo conoce bien porque hacía muy pocos meses que un investigador de St Andrews lo había estado consultando durante varios días. Es un códice con tapas rojas y hojas de pergamino. Lo que más le extrañó fue que Richter se hubiese encerrado en su despacho con el libro. Fuera de Linemman nadie tenía libre acceso a ese despacho; D’Artusi era la única excepción, debido a la confianza de que gozaba con su mentora. Al entrar para buscar unos libros que se había dejado por mera distracción, la profesora, con el manuscrito entre las manos, se puso visiblemente nerviosa, tan nerviosa que daba la impresión de estar cometiendo alguna falta.

–Ella, que no permitía a nadie consultar esos libros fuera de la sala de lectura, justamente ella venía a tener el manuscrito en su despacho.

–¿Cómo notó ese nerviosismo ante su presencia?

–Bueno, creo que yo me puse tanto o más nerviosa que ella por haber entrado de forma brusca y descuidada. Lo que pasa es que el despacho estaba siempre abierto para mí, y al mediodía (que esa era la hora en que entré) la profesora nunca estaba en él. Entré con el pensamiento puesto solamente en mis tareas y fue grande mi sorpresa al toparme con ella. Pero su reacción fue completamente inesperada. Dijo algo de una conexión muy importante entre un artículo que estaba terminando, cuyo contenido desconozco, y unos versos de Propercio que parecen haber desatado una gran discusión entre los especialistas en estos días. Por eso había necesitado consultar ese códice, que le había proporcionado alguna indicación preciosa, de la cual tampoco aclaró más nada. La explicación fue muy confusa e inusual. No recuerdo ninguna otra oportunidad en que me haya rendido cuentas precisamente a mí de las cosas que hacía o dejaba de hacer. Inmediatamente salió con el códice en la mano y lo llevó a su lugar.

–¿El códice quedó en la biblioteca? –El interés de Kanner aumentaba con cada detalle.

–Por supuesto. Esas cosas no pueden salir de aquí, tienen un valor inapreciable. Todavía no comprendo la forma en que actuó la profesora Richter, por qué lo hizo y cómo pudo entrar y salir de nuestro sancta sanctorum con un tesoro semejante. Aún siendo la directora…

–¿Qué hizo ella entonces?

–De la misma misteriosa forma en que se agenció el manuscrito se debe haber desprendido de él, porque nadie notó nada y, como les decía (de eso me permití cerciorarme yo misma, con todo el respecto que le tengo), se encuentra en su lugar. Salió a almorzar y a dar un paseo, como lo hace siempre, un poco más tarde esta vez.

–Es cierto –precisó Geissler–, siempre almorzamos juntos. En cambio, ese día apareció cuando yo ya me volvía. Había olvidado ese incidente. ¿Cree que puede tener alguna importancia?

–Por ahora tratamos de reunir todo tipo de datos –Kanner ni siquiera mencionó los versos de Propercio que habíamos encontrado en casa de Richter–; lo que tengan o no tengan de importancia no lo sabremos hasta haber resuelto toda la cuestión.

Los conocimientos obtenidos nos parecieron suficientes para confirmar la participación del Malevito en el crimen y esto nos ponía ante otros dos problemas: ¿cómo llegaron a conocerse mutuamente, viniendo de ambientes tan distintos? Y sobre todo: de alguna manera tenían que haberse preparado para aparecer en público; debían de haberse encontrado más de una vez y ensayado algo de lo que pensaban hacer. Si el argentino era un maestro en el baile, ella no iba a ir dispuesta a hacer el papelón de su vida. Era impensable que no se hubiesen reunido más de una vez para probar algunos pasos. La cuestión era: ¿dónde?

Por la tarde recorrimos juntos los locales de Brunswick donde se baila o enseña tango, para ver si podíamos hacernos de algún indicio. Según pudimos averiguar, la figura del Malevito era demasiado conocida entre los tangueros de la zona como para que su eventual presencia con una pareja ajena al ambiente hubiese podido pasar inadvertida. Fueron vanos nuestros esfuerzos por identificar un sitio donde pudiesen haberse encontrado con cierta regularidad, más bien nos sirvieron para saber que la escena de tango en la ciudad es mucho más grande y variada de lo que hubiéramos imaginado. También hicimos averiguaciones en otras localidades donde se baila tango, pero ya éstas se encontraban demasiado lejos, a nuestro modo de ver. No nos parecía posible que la profesora Richter se alejara demasiado de la ciudad con alguna frecuencia y luego volviera a su casa para ir al día siguiente a su trabajo bien temprano como siempre lo hacía, de acuerdo con el unánime juicio de sus colegas. Aunque una seguridad absoluta sobre eso no teníamos.

Empero, si no se encontraban en un local de baile, ¿dónde entonces? En algún bar, café, restaurante…, inútil tratar de averiguar algo que puede pasar perfectamente desapercibido. Fuera del ambiente de tango él era un desconocido, fuera del académico lo era ella. Quizás cambiaban cada vez de lugar. O alternaban también con la casa de ella. Parecía excluido que lo hicieran siempre en esta última; algún vecino los tendría que haber visto.

–Pero usted había propuesto la posibilidad de que el Malevito no hubiese actuado solo –Kanner dio un suspiro antes de proseguir–, sería dable pensar que se encontrasen en la casa de ese presunto tercero.

–La hipótesis de un tercero ganaría así en verisimilitud.

–En efecto. Tal vez respondería también a la cuestión sobre la forma en que la profesora y el bailarín entraron en contacto. Dos mundos tan diversos, tan separados. Si descubriésemos a alguien que satisficiera ambos requisitos, el conocimiento de él y el de ella, tendríamos ganado un buen trecho.

–No nos va a resultar fácil averiguar algo así.

–Se me ocurre una posibilidad. ¿Hay alguna reunión en la que se encuentren regularmente los “iniciados” del local de la Morocha?

–Bueno, algo parecido, de acuerdo con lo que he podido enterarme. Todos los viernes hay una milonga con discos que sirve de práctica a los más nuevos, pero a la que van también los más experimentados, tanto para ayudarlos con la práctica cuanto para divertirse ellos mismos y conocer también gente nueva. Creo que ya le he comentado que a la mayoría de los bailarines les encanta cambiar de pareja e invitar a otras personas a bailar, por más que estén ya comprometidos con una. Se considera de lo más cortés, y por cierto que es una forma muy galante de la cortesía.

–Pues bien, mañana iremos.

–¿Qué es lo que piensa hacer? ¿Conseguir la lista de asistentes, de amigos, de simpatizantes?

–Déjelo por mi cuenta. Lo único que le pido es que se arme de paciencia. Porque vamos a ir por la tarde en tren a hacer algunas compras en la ciudad, luego a comer algo y cuando le parezca que falte más o menos una hora para terminar la milonga entraremos al local.

–No sé si hay un horario fijo para terminar. Aparte de eso, ¿por qué en tren?

–Ya lo verá, pero lleguemos entonces cuando a usted le parezca que falte poco para que los parroquianos comiencen a irse.

¬Haré lo mejor que pueda.

4. Tal vez una pista

De modo que hicimos lo propuesto por Kanner. Entramos al local a eso de las once de la noche, cuando la milonga estaba evidentemente en su apogeo. Nos acomodamos nuevamente en la barra y pedimos dos cervezas. En la puerta ya no había nadie. El barman nos reconoció y nos trató con amabilidad. De alguna manera se había enterado de mis casi-habilidades nuevas porque me estuvo comentando algunas cosas sobre posibles candidatas para el baile. No fue necesario detenerse mucho en ello; Vanessa me reconoció desde lejos y se acercó para presentarme a Greta, una amiga suya que también estaba haciendo sus primeras armas con el tango y no debía de ser mucho más joven que yo. No me quedó más remedio que invitarla a bailar, con toda la cortesía de que soy capaz. Bien, no soy tan mal bailarín, de modo que pasamos momentos muy agradables. Me dejó su teléfono y quedamos en encontrarnos algún día de esos o por lo menos en que le avisaría con antelación si pensaba ir a la milonga.

Kanner ya estaba empezando a ponerse nervioso porque la gente se estaba yendo o daba muestras de que iba a hacerlo en breve. Al reunirme con él de nuevo llamó al barman y le preguntó:

–Se nos ha hecho un poco tarde y no hemos venido en coche. ¿Conoce a alguien que vaya para Brunswick?

–Sí, como no. El matrimonio Stabile y el Dr. Beck.

–Somos dos, no quisiéramos molestar al matrimonio. ¿Le parece que el Dr. estará dispuesto a acercarnos?

–Con toda seguridad.

Beck estaba despidiéndose de la mujer con la que había estado bailando y parecía dispuesto también a irse. Era un hombre afable y corpulento, con voz grave y sonora, hablaba con resolución y convencimiento. Al enterarse de nuestra situación se ofreció él mismo a llevarnos. A diferencia de Kanner, que habita una casa en un barrio de las afueras, mi domicilio no quedaba muy lejos del de Richter y comentando esas cosas nos enteramos, vaya sorpresa, de que el Dr. tenía su consultorio por ese barrio también. Bien parecía que el plan de Kanner estaba dando resultados. Beck era psicólogo, relativamente nuevo en la zona y, por lo que estuvo contando, muy amigo del Malevito.

–Supongo que no es tan común que un psicólogo baile tango –comentó Kanner distraídamente.

–No crea, conozco colegas en otras ciudades que hacen lo mismo. ¿Sabe usted? El baile es una forma muy buena de distenderse y el tango tiene la peculiaridad de que acerca mucho a la pareja provocando una comunicación por lo general muy silenciosa pero muy eficaz. Lo recomiendo mucho a mis pacientes.

¿Pacientes? ¿Habría estado Richter entre ellos? ¿Cómo poder averiguarlo sin llamar la atención?

–El Malevito dio un show en una residencia privada en las cercanías de Brunswick no hace mucho durante una fiesta de cumpleaños. Me consta que alguno de mis pacientes estuvo presente porque conozco muy bien al propietario quien me dijo haber escuchado mencionar mi nombre. Me gustaría saber quién habrá estado entre los invitados, pero, claro, como ustedes se imaginarán, no puedo andar preguntado esas cosas. En una de ésas salta algo en alguna sesión. Lo que sé es que el Malevito sacó a bailar a algunas de las presentes y estuvo charlando bastante o tratando de hacerse entender con esa mezcla confusa de lenguajes que tiene por costumbre utilizar.

¡Maldición! También a nosotros nos hubiera gustado saberlo. Si por lo menos pudiésemos averiguar si la profesora Richter se había contado entre sus pacientes… Pero a ninguno de los dos se nos ocurrió una forma adecuada de hacerlo. Nos dejó muy cerca de mi casa, donde Kanner se tomó un taxi hasta la suya.

A la mañana siguiente me llamó por teléfono.

–Cuando estuvimos con la secretaria de Richter le pedí que me prestara por unos días su agenda. En este momento la tengo en mis manos. Más o menos dos meses antes de su muerte fue a atenderse con el Dr. Beck. No se dice aquí qué tipo de médico es y de qué tipo de terapia se trata, simplemente: 11 horas, Dr. Beck y la dirección del consultorio. La visita se repitió muy pocos días antes del crimen.

–Notable. Estamos sobre la pista.

–Pienso que sí. Pero es muy poco lo que sabemos. He averiguado el nombre del barón en cuya residencia se realizó la fiesta que mencionó Beck. Suele alquilarla a menudo para ese tipo de celebraciones. Tanto él como Beck parecen completamente ajenos a todo. Da la impresión de que, en caso de que estemos en lo cierto, eso haya servido simplemente de ocasión para que Richter y el Malevito se conocieran y pudieran comenzar algún tipo de relación. Si pudiésemos averiguar el nombre de quien festejó ese cumpleaños, tal vez…

5. Un señor Evans se suicida en Bremen.

Kanner pudo identificar sin mucha dificultad al cumpleañero, antiguo compañero de estudios de Richter. Pero más importante fue que Marquardt averiguara quién había organizado la fiesta en la residencia del barón, un tal Evans, cuyo nombre figuraba también en la lista de visitantes esporádicos de la Biblioteca en el último tiempo. Pudieron obtenerse abundantes datos sobre Evans. Tenía mucha experiencia en la organización de festejos y seguramente fue quien propuso realizar un show de tango con el Malevito. Presumiblemente sabría que entre los invitados figuraría la profesora Richter, dado que fueron compañeros de estudios durante el semestre que ella pasó en Glasgow y... lo que es más interesante, se había enamorado perdidamente de ella. Según lo que pudieron averiguar por comentarios de antiguos compañeros y colegas, su amor fue correspondido a medias y poco después de su regreso a Alemania ella lo dejó definitivamente por uno de sus profesores que le iba a abrir un camino muy interesante para su profesión. Evans nunca se lo pudo perdonar. En un primer momento pareció dispuesto a seguirla dejando su Escocia natal por Alemania. Tras algunos meses de confusión y malentendidos decidió interrumpir definitivamente sus estudios e instalarse en Bremen con un negocio de importación y exportación de whisky y otras bebidas alcohólicas. Parece que desde entonces no se habían vuelto a ver.

Pero la noticia que nos desconcertó fue la de su suicidio. Sucedió tres días después de la muerte de Richter y nos enteramos casi un mes más tarde y de manera bastante fortuita, puesto que se trataba de una historia independiente de la nuestra y, de acuerdo con la información de que disponíamos, no había existido más relación entre ambos desde aquella fiesta. Ni siquiera el Malevito, que trabajó más de una vez con él y sabía mucho más que nosotros, había registrado la muerte de Evans, lo que, para nuestro mayor desconcierto, se sumó a su desconocimiento evidente de la de Richter, de quien nadie en el Patio le hubiese podido decir nada. Cuando nos enteramos del suicidio yo continuaba aún visitando el Patio los fines de semana. Kanner y yo aparecimos un viernes por la tarde antes de que empezara el movimiento de rutina. Encontramos al Malevito ensayando algunos pasos con Vanessa y lo llamamos aparte. Aunque ya nos había visto juntos algunas veces, se sorprendió bastante por la seriedad de nuestro comportamiento. Se puso muy nervioso y con aspecto de no entender nada cuando lo invitamos a ir a un café cercano con toda la amabilidad de que éramos capaces. Vanessa tampoco se quedó nada conforme.

El café estaba poco concurrido y pudimos hablar con toda tranquilidad. Yo era quien llevaba la palabra de nuestra parte, haciendo lo posible porque Kanner entendiese y poniéndonos todo el tiempo de acuerdo sobre lo que debía preguntar.

–Tenemos entendido que usted conocía a un tal Evans de Bremen.

Su rostro empalideció.

–Lo conozco, sí, hace bastante que no lo veo. ¿Por qué?

–¿Cuánto hace, más o menos?

–No entiendo, ¿es un interrogatorio esto?

–Nada de eso, lo que pasa es que debemos resolver ciertos problemas para los que necesitamos alguna información y pensamos que usted podría ponernos sobre la pista de algunas cosas. La pregunta que le hago es de suma importancia para nosotros. Le agradeceríamos mucho si nos ayudara.

–Hace como un mes que nos encontramos por última vez.

–Y ¿cuándo se enteró de su muerte?

La perplejidad y el miedo que se manifestaban en su cara no eran fingidos.

–¿Su muerte? ¿Están hablando en serio? Algo raro me imaginé hace unos días cuando dijeron en el Patio que no había que contar más con sus bebidas. Pensé que serían cuestiones puramente comerciales.

–¿Y a la profesora Richter?

–…

–¿Cuándo la vio por última vez?

El desconcierto y el temor expresados por todo su cuerpo eran sin ninguna duda auténticos. Entre otras cosas parecía querer inquirirnos por el origen de nuestras informaciones sobre una relación mantenida en tanto secreto.

–Más o menos por el mismo tiempo.

–¿Más o menos? ¿Podría ser más preciso?

–¿Qué pasa? ¿Hay algún problema? Yo no tengo que ver nada con ninguno de los dos.

–Del asesinato de Richter tampoco sabe nada, ¿verdad?

Si hacía falta más desorientación en su rostro, la logramos con esta pregunta. Más bien era pánico lo que transmitía, temblando en todo su cuerpo.

–¿Asesinato? ¿También ella está muerta? ¿Y asesinada encima?

Kanner y yo nos miramos tratando de comprender. Nos costaba mucho entender que no supiera nada de esas cosas, pero pensándolo bien, su desconocimiento del alemán, su aislamiento en el Patio y la distancia entre ambos ambientes, el de tango y el académico, hacían bastante lógica su ignorancia.

–La profesora Richter fue encontrada muerta en su vivienda de Brunswick. El arma utilizada fue una especie de cuchillo.

–No lo puedo creer. ¿Margarita muerta?

–Tenemos entendido que la conocía usted muy bien.

–La vi unas pocas veces. En el corto tiempo que la conocí llegué hasta a enamorarme de ella, a quererla mucho, tengo que confesarlo. Pero yo, yo soy incapaz de matar una mosca… ¿Qué motivos tendría para hacerlo?

–¿Y por qué el nombre de Malevito? ¿No baila también con un cuchillo en la cintura?

Hugo abrió los ojos bien grandes con una mezcla de sorpresa, incredulidad y miedo.
Repentinamente hizo un movimiento veloz e inesperado.

¬Aquí lo tiene. Fíjese bien.

Del bolsillo interno de su saco extrajo el famoso cuchillo de su baile con sorprendente agilidad. Ignorábamos que lo llevase consigo. Lo dejó sobre la mesa. Kanner fue el primero en agarrarlo y observarlo con detenimiento, seguramente reprochándose el no haber descubierto antes que el individuo venía armado.

Se trataba de una mera imitación. La empuñadura era de metal labrado, pero la hoja era de madera pintada color acero. Un material macizo, pero sin filo en los costados y con una punta inútil para clavar en cualquier cuerpo más o menos resistente.

–Igualmente ignorará, entonces, que tampoco la muerte de Evans fue natural, sino un suicidio.

–¡¿Suicidio?!

La expresión de sorpresa y temor en su rostro no dejaba dudas sobre su ignorancia.
Comenzamos a analizar algunos detalles en conjunto y le pedimos que nos relatara su experiencia vivida el día de la tragedia. Su relato, que redacto totalmente en castellano partiendo de mis apuntes, seleccionando, redondeando y recortando algunos pasajes, fue más o menos el siguiente:

6. Relato del Malevito

No conocía al escocés. Un día se me acercó en el bar de la Morocha después de mi labor cotidiana y me invitó a un café cercano donde poder hablar con toda tranquilidad y sin que nadie se enterase. En una mezcla de alemán, inglés y castellano me propuso un caché interesante para realizar un show de tango en Brunswick y me encargó la tarea de entablar una relación íntima con la profesora Richter. La idea no me gustó nada. Mis reparos eran de muy diverso orden:

–De momento ando sin pareja, y si tuviera una, el show le saldría bastante más caro.

–Eso ya está solucionado. Mi prima Kyleen está por unos días de visita en Alemania y es una excelente bailarina de tango. Creo que no será problema para usted. Tengo entendido que un buen bailarín de tango puede bailar con cualquier mujer. Nos encontramos dos horas antes del inicio y pueden practicar, digamos, tres tangos y un bis. En total no hay que pasarse de unos veinticinco minutos o media hora. Después de realizar el show, ustedes deberán animar a bailar a los presentes, entre otras usted deberá invitar a la profesora Margarete Richter, a quien antes le hablaré un poco sobre usted. Es una académica de gran cultura pero que lo ignora todo sobre el tango.

–Bien, lo del show estaría solucionado, confío en su prima. Tampoco invitar a las damas presentes es problema, pero ¿cómo hago para intimar especialmente con esa profesora? Ni siquiera la conozco. ¿Y si no acepta? O peor todavía, si baila conmigo y nos ponemos después a conversar, ¿qué le digo? ¿A una profesora… con mi lenguaje de Tarzán?

–También para eso hay salida. De los detalles me encargaré yo mismo. Para el comienzo bastará con que le enseñe algunos pasos de tango, como acostumbra hacer con todo el mundo. Déjeme elegir dos o tres tangos para cuando estén charlando fuera de la pista y verá que ella sola se va a interesar por lo que usted le pueda decir. Lo más importante es crear una especie de relación de dependencia de su parte. Tiene que llegar a tener necesidad de usted como traductor o intérprete.

–¿De mí? ¿Que no puedo decir una sola frase coherente en alemán?

–Justamente, de eso se trata, el idioma en el que se tiene que concentrar la conversación es el castellano, que ella prácticamente desconoce, el castellano rioplatense con todo el trasfondo social, cultural e histórico que se da por supuesto en las letras de tango. Ahí usted es rey y señor, y cuando ella advierta su dependencia se entregará en sus manos como una adolescente.

–No creo que sea tan fácil. Aun así, ¿de qué le hablo? Aunque sea en castellano tengo que tener algo que decirle. Con toda humildad, tengo que confesarle que no estoy acostumbrado a mantener conversaciones de nivel intelectual muy elevado.

–Le repito: déjeme elegir a mí dos o tres tangos que hagan de cortina cuando estén conversando. Además, con todos los tangos que usted conoce, no le será difícil introducir algunos textos que le resulten de especial interés a una mujer. Piense una cosa: según mi experiencia, a las nórdicas les resultan particularmente emotivos los textos en los que el varón desnuda sus sentimientos y se presenta como un amante incondicional y encima dependiente de una mujer a pesar de los repetidos desengaños a que ha sido sometido, incluso por ella misma. Son elementos poco tematizados en la música popular de estos países. Si durante un baile se le ocurre murmurar un trozo de texto original, aunque no sea capaz de cantarlo bien o completo, creo que dará pie para una conversación en la que no hay que aportar más de lo que dice la letra misma del tango. Verá cómo el deseo imperioso de aclararlo y entenderlo la llevará a ella misma a preguntar y discurrir. La gente de aquí no está muy acostumbrada a manifestar sus sentimientos, mucho menos un varón y menos aún cuando van acompañados de dolor, de nostalgia y de tristeza. Además, lo que puede sonar como demasiado sentimental y hasta cursi en la versión original, gana profundidad a través de la traducción a otro lenguaje y a otra cultura que obliga al traductor a indagar el significado y las connotaciones de los conceptos utilizados más allá e independientemente de lo que el autor quiere o cree decir.

–Puedo intentarlo, pero no le garantizo ningún resultado.

Tiene que salir bien. Lo decisivo es el comienzo. Con Kyleen tiene que bailar de tal manera que las invitadas se mueran de ganas por hacerlo ellas también. Y cuando esté con la profesora Richter tiene que manifestar una concentración muy particular y tararear en voz bien baja.

–Si todo fuese tan fácil los tangueros argentinos estaríamos llenos de mujeres.

–Para eso hay que contar con la pinta de varón, y créame que usted la tiene. Es importantísimo que confíe en sí mismo. Pero ni se le ocurra exagerar, nada de prepotencias o fanfarronerías, su fuerza principal debe consistir en la sensibilidad para dejarse apasionar por una mujer. Debe tener muy en cuenta que ella es muy severa consigo misma y muy poco dada a manifestar sus sentimientos y mucho menos a dejarse llevar por ellos. El primer paso para usted será romper el hielo.

Evans no me explicó mucho de qué se trataba. Me dijo que estaba interesado en un libro que la profesora debería poder conseguirle sin dificultad y para eso tenía que despertar su interés por determinados temas. La primera parte de su plan se cumplió con bastante justeza. Me pasó a buscar con su prima por Hannover y nos llevó hasta la señorial residencia donde se realizaría la fiesta. Kyleen era muy simpática y se expresaba mejor en castellano de lo que yo podía hacerlo en alemán. Despierta y dúctil para el baile, le llevó muy poco entender mis indicaciones y ponerse de acuerdo conmigo sobre lo que íbamos a hacer. El show fue todo un éxito, para el que Evans contribuyó enormemente con su introducción, en la que resumió en pocas palabras la historia del tango y nos presentó ante el público, destacando exageradamente mi profesionalidad y mi fama (me hizo sentir casi como una estrella internacional) y haciendo hincapié especialmente en mi capacidad para conducir a una dama con la que nunca antes había bailado.

El interés de los presentes por bailar no fue, empero, muy grande. Con mucho esfuerzo consiguió Kyleen animar a dos varones, que muy pronto abandonaron. Las damas fueron cinco, con más entusiasmo pero poco aguante. De algún modo Evans se las arregló para que la última fuese Richter. El nerviosismo que me invadió y mi dificultad para expresarme –que no se había manifestado con las anteriores, a quienes sólo les explicaba algunos pasos– lejos de ser un impedimento, me granjeó la benevolencia de la profesora, muy interesada en el texto de Manzi sobre el que nos pusimos a discutir (“Che, bandoneón”, idea de Evans). Antes de separarnos y reintegrarnos al resto de los presentes quedamos para la tarde siguiente en el mismo lugar, donde Evans tenía que ordenar varias cosas. Él tenía a su cargo el cuidado de la casa durante los meses de verano, en que los dueños estaban ausentes. Debía ir una o dos veces por semana para controlar que todo estuviera en orden y supervisar la obra que había realizado el jardinero, que iba frecuentemente por las mañanas. Dado el interés que mostraba la profesora, nos pusimos de acuerdo para que tomase clases particulares en ese mismo sitio a partir de la semana siguiente. Seis clases en total. Evans me confiaba sus llaves y yo viajaba en tren hasta la residencia, cercana a la estación, en la que me encontraba con la profesora que llegaba de la biblioteca poco más tarde después de haber terminado con su labor diaria.

Escuchábamos y bailábamos tangos con toda tranquilidad durante casi dos horas, después de las cuales cada uno se volvía a su casa. Cumplíamos estrictamente con el horario, que para mí lo dictaba el tren o el apremio de Evans, quien me sirvió dos veces de chofer, sin que ella se enterara, aprovechando las obligaciones que debía cumplir en la casa. A pesar de las diferencias enormes que nos separaban, entre los dos fue creciendo una intensa atracción que, de eso estoy seguro, fue mutua. Ella recordaba muy bien algunos textos de tangos, tal como había sido la idea de Evans, empezando por el de Manzi:

Bandoneón, para qué nombrarla tanto,
no ves que está de olvido el corazón,
y ella vuelve noche a noche como un canto,
en las gotas de tu llanto, che, bandoneón

Al que le pude agregar casi de inmediato otro del mismo Manzi en su “Milonga del 900”, en el que con la misma obsesión recuerda a la mujer amada, y al enumerar una serie indeterminada de cosas que parecieran nombrársela termina constatando:

no sé pa’ qué me la nombran,
si no la puedo olvidar.

Las historias de guapos y hombres arriesgados a todo que terminan subyugados y obsesionados por el amor de una mujer, llamaban especialmente la atención de Margarita –como empecé a llamarla desde que nos conocimos mejor–, aunque nunca nos detuvimos demasiado en la explicación de los textos, para la que, de todos modos, no me siento capacitado. La mayor parte del tiempo la dedicábamos al baile. Hacíamos una pausa para un café y luego continuábamos, entonces sí incluyendo algún que otro comentario sobre las letras que eventualmente hubiésemos escuchado. Ella estaba fascinada con la música y el baile y hacía notables avances, de manera que, como me habían quitado mi participación en la gran fiesta del Patio, no tuve reparo alguno en invitarla para que fuese mi pareja esa noche. La idea le cayó muy bien a Evans y era bastante más de lo que él esperaba. Ahí vio una oportunidad concreta para hacerse por corto tiempo con el libro que andaba buscando desesperadamente. Margarita y yo planeamos entonces que yo iría en tren a Brunswick y la pasaría a buscar por su casa con tiempo suficiente. Ella me llevaría en su coche hasta el Patio. Ni una palabra sobre la intención de Evans de acudir a esa cita. Él pensaba que la sorpresa podía tener su lado simpático. Pero ¿cómo convencerla de que llevara el manuscrito a su domicilio?

Desde un comienzo se ve que el texto de Manzi le fue dando vueltas en sus pensamientos. También del de la “Milonga sentimental” (milonga pa’ recordarte) jugó un papel importante, sobre todo su persistencia en la “definición” de sí mismo como varón (varón pa’ olvidar agravios, porque ya te perdoné). Al día siguiente del show en el que nos conocimos, cuando nos encontramos nuevamente, me recitó unos versos en latín que se había aprendido de memoria por la noche. Tal lo que me contó; presumo que se los habrá sabido desde mucho antes. No quiso traducirlos, me dijo que sus conocimientos del castellano eran muy insuficientes, pero en nuestra primera clase recitó algunos versos más y me habló de un velocísimo caballo alado mitológico, llamado Pegaso, explicándome medio en broma pero también medio en serio, que de acuerdo con esos versos es imposible escapar del amor, aun “a lomo de Pegaso”. Me pareció que había algo más que un juego literario en lo que decía. No sé cómo hizo Evans para adivinar que ella iba a recurrir justamente al autor en que él estaba interesado, un tal Propercio, de la Roma clásica. Margarita y yo comenzamos a tutearnos y a intimar más estrechamente; nunca nos pasamos de límite, pero estuvimos muy cerca uno del otro. Me sentía muy incómodo fingiendo mientras nos estábamos enamorando de verdad. Traté de convencerla de que sería muy romántico que me leyera algo del original, aunque yo no entendiera nada, o que me lo tradujera directamente pero, por así decirlo, con Propercio mismo en sus manos, palabras que me había sugerido Evans. Le pareció una idea descabellada, pero el amor puede hacer milagros.

Claro que, según suponía Evans, no había ninguna necesidad de que ella tomara justamente la edición que le interesaba a él. Seguramente tendría a su disposición alguna más actualizadas, en la Augusta o en su propio escritorio. De modo que la tuve que convencer de mi deseo imperioso de experimentar algún tipo de relación con una obra de puño y letra del autor mismo. Se rió mucho y me dijo que para nosotros no existen manuscritos tan auténticos de los autores clásicos griegos y latinos ¬(¿sabían eso ustedes?, Evans no me había dicho nada y me hizo quedar aun como más ingenuo de lo que soy), sino que sólo hay copias (“de copias de copias de otras copias” agregaba) pero que en la Augusta hay una edición muy antigua y muy apreciada. Tanto insistí en verla que finalmente se puso a pergeñar una vía posible. Como yo no tengo acceso a la Biblioteca y no queríamos que nos vieran juntos, terminé convenciéndola de que llevara el libro a su casa. Tarea que se ve que era muchísimo más complicada de lo que yo me imaginaba. Casi a último momento nos pusimos de acuerdo para que lo llevase el día del gran baile en el Patio. Arreglamos entonces para que yo fuese en tren hasta Brunswick; desde la estación me iría a pie hasta su casa por las calles que ella consideraba las más discretas y que me describió prolijamente con un plano de la ciudad. Desde allí nos iríamos juntos en su coche hasta el Patio. En realidad, como les decía, Evans me iba a llevar hasta Brunswick y le daría una sorpresa con su visita.

Yo no sabía bien cómo era su relación actual ni en qué términos estaban. En la fiesta de cumpleaños que había tenido a cargo organizar, Evans apenas si conversó un poco con Margarita. Se saludaron con cortesía, pero no fue muy grande la efusividad manifestada por ella. Sin embargo, el escocés estaba convencido de que la antigua simpatía no había muerto del todo. Durante el tiempo de las clases que se siguieron al encuentro del día siguiente, él permaneció ausente, aunque su papel de intermediario para el uso de la residencia no fue ningún secreto. Mientras viajábamos juntos de Hannover a Brunswick el día de la gran fiesta del Patio me confesó que esperaba una reacción muy positiva de ella cuando viera que llegaba conmigo.

No fue así, todo lo contrario. Se equivocó de plano. La primera impresión que me dio ella, antes de decir nada, fue de contrariedad y disgusto. Lo que más me molestó es que a mí apenas si me dirigió la mirada, clavada en la de él.

–¡Alec!

Él la saludó llamándola “Margot”, lo que en otras circunstancias me habría dado mucha risa, pensando en un tango de Gardel. Le dijo algo así como que había tenido algo importante que hacer en la casa que usábamos para ensayar y que aprovechó para traerme desde Hannover. Ahí sí la mirada airada de la profesora, cargada de odio y reproches, vino a encontrarse con la mía. Jamás hubiera esperado yo una reacción semejante y no sabía qué decir. Evidentemente molesta y apremiada por el temor a ser vista por los vecinos nos invitó a pasar y esperar hasta que terminara de hacer sus últimos aprontes, sin ocultar su embarazo por la presencia de Evans, que no tenía más justificación, puesto que la tarea de llevarme ya había sido cumplida. Nos ofreció agua mineral con ostensible molestia y se ausentó brevemente. Cuando reapareció estaba claramente lista para partir y no daba ninguna señal de estar dispuesta a ensayar algunos pasos, como habíamos quedado, ni, mucho menos, de mostrarme el libro prometido. A duras penas me animé a titubear algo ininteligible con el nombre de Propercio que no quería salirme de los labios. El fuego que despedía su mirada hubiera podido incendiarme en pocos segundos. Evans, que no podía controlar más sus nervios, tomó entonces la palabra y habló con una torpeza desconocida. Más o menos dijo lo siguiente:

–Hugo me contó que tenés un manuscrito de Propercio en tu casa al que le estoy siguiendo la pista desde hace tiempo y quería pedirte el inmenso favor de que me dejaras consultarlo con tranquilidad, cosa que no me fue posible hacer en la Biblioteca. Hemos pensado que podría hacerlo ahora mientras ustedes ensayan un poco lo que van a hacer, o también después, cuando ya estén en tu coche camino a Hannover. Por mí no habría problema alguno. En tal caso me lo puedo llevar a la casa que ustedes han estado usando durante estos días o, si es más conveniente, quedarme aquí. A lo sumo serán una o dos horas … Cuanto mucho; creo que quince minutos, media hora, son suficientes…

Los ojos fulminantes de Richter y la indignación e incredulidad que irradiaban lo hicieron detenerse abruptamente.

–¿De qué manuscrito me estás hablando? –le gritó casi sin separar los dientes. Y a mí me espetó:

–Pero ¿cómo te atrevés a divulgar barbaridades semejantes? ¡Aquí no hay ningún manuscrito ni nada que se le parezca!

Sentí que me habían desnudado por completo. No era una mera imprudencia con respecto a la Biblioteca la que había cometido, sino que había revelado lo que se suponía que era un secreto entre los dos. La intimidad que habíamos construido la hice desaparecer de una vez y para siempre.

–Escuchame, Margarethe querida –continuó Evans, ahora usando otro apelativo–, él no tiene nada que ver en este asunto. Sólo me enteré por casualidad y prácticamente lo obligué a dejarme acompañarlo hasta aquí.

–Nadie puede sacar esos libros de la Biblioteca. ¡No está permitido! ¿Están locos ustedes?

Los tres nos miramos atónitos. Ninguno parecía creer lo que estábamos presenciando. ¿Cómo saber si ella mentía? A mí me había asegurado que llevaría el libro a su casa. Por deficiente que sea mi conocimiento del alemán, no puedo equivocarme en eso. Pero su furia no era fingida y a nosotros nos dejó sin posibilidad de argumentar. Yo me sentí amedrentado y humillado en mi amor propio. Creía que mis sentimientos eran correspondidos por los suyos, pero en su rostro sólo había ira y odio. Así que decidí cortar por lo sano e irme de inmediato. Y lo peor es que ella no daba la impresión de oponerse ni de ofrecer la menor resistencia, sino más bien de estar esperando ansiosamente que me fuera de una buena vez. Pero ahora ya no podía hacerlo sin Evans, quien no parecía dispuesto a creer que el libro no estuviera en la casa ni, mucho menos, a renunciar a sus planes, a los que tanto tiempo y esfuerzo les había dedicado y de los que esperaba beneficios tan grandes. Dándome las llaves de su coche, con un gesto me ordenó que saliera y lo esperara en él. Habíamos estacionado a la vuelta en una calle muy poco frecuentada. De modo que para allá fui, con una vergüenza y una bronca contra mí mismo que nunca había experimentado antes ni experimenté después. No habían pasado cinco minutos cuando Evans abrió violentamente la puerta delantera izquierda, se sentó y se puso a conducir. No nos dirigimos la palabra durante todo el viaje hasta que, poco antes de llegar al Patio, le pedí que me dejara bajar, y él continuó rumbo a Bremen. Nos separamos casi sin mirarnos.

Anduve yirando un poco por las calles hasta que me pareció que habría pasado el show y entré a la milonga, temblando todavía por la violencia vivida y la bronca que sentía contra mí mismo. La dureza con que me había tratado Margarita y la sequedad violenta de Evans durante el regreso me habían provocado una honda sensación de pánico. Vanesa me vio y se acercó de inmediato. Sabía que yo pensaba llegar más tarde y todavía no teníamos una relación muy fija entre los dos, de modo que no tuve que explicarle nada. Bailamos un poco tratando de no llamar la atención, aunque había varios que me conocían.
Nunca supe más nada, ni de Evans ni de Margarita.

7. Un mensaje a descifrar

El relato coincide con los demás datos que poseemos. El cuidado excesivo de la profesora por actuar correctamente y no arruinar su reputación le había impedido dar el número de su celular al argentino, de modo que éste no habría podido ni siquiera intentar disculparse, aunque lo hubiese deseado. La repentina amistad con el Malevito, su enamoramiento mutuo, y la conversación sobre el tema de Manzi fueron indudablemente lo que provocó la traducción del texto de Propercio en la carpeta de la profesora y su cambio de hábitos y actitud en esas dos o tres semanas. No hay otra explicación. Un dato más viene a confirmar esta certeza: durante el funeral hablamos brevemente con el Dr. Beck. Se sorprendió mucho de vernos, pero en medio de la consternación y perplejidad general, como buscando alguna posible explicación a la tragedia y hablando más bien consigo mismo murmuró algo sobre una “convulsión sentimental” de la profesora. Nosotros la asociamos de inmediato con la última visita que, según su diario, le había hecho. Imposible averiguar lo que le dijo entonces. Pensamos que, si hubiese habido algún indicio claro en dirección del crimen, él mismo rompería su obligación al silencio y lo comentaría con la policía. No nos animamos a indagar más a fondo; la sucesión de los acontecimientos resultaba clara.

Preguntas sin responder las hay suficientes. Por ejemplo, queda abierto el misterio, que aún hoy continúa sin aclararse, de cómo sabía Evans que ella recurriría justamente a ese autor. ¿Habrían tenido ellos durante sus estudios una relación más íntima de la que conocemos, en la que el poeta romano desempeñase un papel importante? ¿Especialmente el poema 30 del libro II que es el que ella estaba traduciendo? ¿La traducción sería una remembranza de antiguos momentos de amor pasados en mutua compañía? ¿Cómo saberlo? Para eso habría que indagar los secretos de su vida de estudiantes, algo completamente alejado de nuestros recursos.

El relato de la doctoranda d’Artusi parece confirmar también que la profesora Richter tenía intenciones de retirar el manuscrito de la Biblioteca o por lo menos que en algún momento barajó esa posibilidad. Antes o después de haber sido descubierta con él en su despacho se decidió por no. Sus firmes convicciones y su rectitud hacían necesaria una actitud semejante. Pero la pasión que parecía haberse adueñado de su personalidad la impulsaba en la dirección opuesta. ¿O tal pasión era inexistente, meras imaginerías del bailarín de tango? No veo en él tendencia alguna a exagerar su éxito con las mujeres ni alardear con su masculinidad, sino más bien una especie de timidez y hasta de miedo a cometer algo indebido en los círculos en que se movía. Es evidente que la diferencia intelectual y cultural –más que la social, diría yo– había provocado en él una especie de respetuoso temor por la profesora. Evans suponía que el argentino se iba a sentir dueño y señor de la situación, asumiendo el papel de profesor de baile y de orientador en el mundo del tango, mientras que ella se vería forzada a cumplir con una función que le era desconocida desde hacía mucho tiempo: someterse a su maestro, escuchar y aprender. Algo de eso debe de haber habido, pero en proporciones muy diferentes de las que tal vez él había calculado. Empezando por el enamoramiento mutuo, que fue intenso y real.

¿Cuáles eran los planes de Evans?

No nos fue muy difícil contactar a su prima Keyleen cuando nos enteramos de que había tenido una participación circunstancial en los sucesos, pero sí, y mucho, lograr que nos contase algo de lo que sabía. La noticia del asesinato de la profesora, con quien no tenía ningún contacto personal, la tomó por sorpresa cuando se la transmitimos. Sobre el suicidio de su primo, ella y el resto de familiares y conocidos estaban informados y suponían, no sin razón, que se había debido a su desesperada situación financiera. Desesperación puesta de manifiesto, entre otras cosas, con la destrucción de sus libros y papeles personales y la eliminación de sus datos de los ordenadores y teléfonos. Los únicos papeles que dejó a salvo bien a la vista, y por cierto que en perfecto orden, acompañados de una declaración jurada de puño y letra, fueron los estados actualizados de sus cuentas bancarias, la lista de los bienes en su haber (entre otros, su vivienda de Bremen y una pequeña casa de campo en los alrededores de Glasgow) y de deudas a pagar, para cuya cancelación dejaba encargada a su prima, a quien le cedía todos sus bienes, con los que tendría de sobra. Keyleen era también la única iniciada en los entretelones que a nosotros más nos interesaban. Según la versión que conseguimos entresacarle a ella, Evans estaba convencido de que Richter había terminado enamorándose perdidamente del argentino, efecto no pretendido en manera alguna por él, quien solamente quería un acercamiento que le permitiese acceder en privado al libro en cuestión. La razón que tenía para esto sólo la conocemos parcialmente, a través de la prima, del Malevito y por nuestras propias muy limitadas observaciones. Lo que salta a la vista es su convicción de que la empresa le reportaría muchísimo dinero. Imposible constatar fehacientemente en qué se basaban sus cálculos y cómo eran de realistas. Las informaciones que pudimos comprobar, más o menos hipotéticas, son las siguientes:

El códice Güelfo 224 del ejemplar de la biblioteca, que contiene la obra de Propercio, carece no solamente de sus tapas originales, reemplazadas por otras de cartón rojo, sino también del penúltimo folio en pergamino, entre los folios 70 y 71, con los versos 17-76 del poema 11 del libro IV. El folio 70 tiene un agujero a un costado, que deja ver la palabra “accipit” del folio anterior; después de muchas investigaciones Evans había obtenido la convicción de que se trata de una clara referencia a alguien que debía recibir un mensaje en clave. No era casual, según él, que el verso esté en un lugar equivocado y que el término adecuado se suela interpretar como imperativo plural, “accipite”, “recibid”. Fuera del contexto la palabra significa solamente: “(lo) recibe…” El nombre del receptor se desprende de las letras iniciales del primer verso de cada una de las cuatro últimas páginas, la posterior del folio 70 y las que siguen, si se pone el folio recuperado en el medio: Cos i m o. En este folio la “i” y la “m” están escritas en color rojo brillante, distinción que llama inmediatamente la atención, sobre todo en esta parte del manuscrito, donde el entusiasmo por los colores parece haber disminuido considerablemente. Se trata, según lo que el Malevito pudo entender, de un tal Cosimo de’ Medici. Recordaba haber oído de Evans que si este descubrimiento se diera a publicidad provocaría un “historisches und editorisches Durcheinander”, expresión que, después de repetirla varias veces, conservó en su memoria por lo pintoresca, aunque no entendía muy bien el significado, sólo que se trataba de un “bolonqui descomunal”, como había entresacado de lo que le explicó el escocés. Éste no estaba interesado en dar a conocer el caso, sino solamente en los beneficios económicos que esperaba obtener, para lo cual lo más conveniente sería el silencio total.

Por lo que pudimos deducir de las referencias de Kyleen y del Malevito, Evans había ido a casa de Richter provisto de una poderosa cámara multiespectral y de un líquido muy eficaz para tratar pergaminos, con los que esperaba obtener la información necesaria y que tendría ocultos en el baúl del auto hasta que se presentara el momento adecuado. Según sus cálculos, el tiempo necesario sería muy corto; el problema era que la operación requería la ignorancia total de la profesora, de la que debería encargarse exclusivamente el Malevito, quien, por otro lado, apenas si conocía algunos de estos detalles, de los que se enteró después gracias a nuestras averiguaciones. En sí mismo el plan era muy simple, sólo que se basaba en el presupuesto casi irrealizable de que la profesora se aviniera a dejar solo a Evans con el libro. Éste estaba convencido de que el “Cos” de Cossus y la “o” de oscula en los dos últimos folios del ejemplar de la biblioteca, que puestos adecuadamente uno al lado del otro, deben de formar una línea perfecta con la “i” de immatura y la “m” de mi en el folio descubierto que él llevaba consigo, con el tratamiento adecuado tienen que sobresalir por su intenso color rojo. También esperaba poder constatar que el agujero del folio 70 no es casual, sino provocado. “Cosimo” (de Medici), en cuyo poder había estado este manuscrito, estaría recibiendo o enviando un mensaje cifrado sobre lo que Evans estaba seguro que era el paradero de un inmenso caudal en monedas de oro, oculto en la Basílica di San Lorenzo, no muy lejos de su sepulcro. En el folio reencontrado había indicaciones encubiertas que debían completarse con la información contenida en el folio 71, también escondida e inaccesible a simple vista. Había aparentemente una serie de otros detalles, tanto o más importantes, que el escocés prefirió no comentar suponiendo, con razón, que el Malevito no los entendería. Se disponía a hacer todo en tiempo récord, para lo que había estado practicando durante días, y por supuesto que no mencionaría el nuevo folio con una sola palabra. Toda la tarea del Malevito consistía en pedirle a ella que le mostrara el tan ansiado códice cuando estuvieran en su casa y Evans se sorprendería al verlo, se sentiría retrotraído a sus años de estudiante y solicitaría encarecidamente poder encerrarse unos minutos con el libro en otra habitación mientras ellos ensayaban por última vez lo que harían en el baile. Más aún, si fuera necesario se podía quedar un poco mientras ellos no estaban. Esperanzas completamente descabelladas, como demuestra el resultado obtenido. En toda la empresa había quizás demasiada ingenuidad, aunque los conocimientos de que se había hecho Evans llevasen a conclusiones desconocidas para nosotros. Hay muchos elementos que tal vez nunca podamos juzgar.

Fin de los Apuntes para una novela de Gustavo Ferraro

 

II– Impresiones de un asistente sobre la conferencia de prensa ulterior

La resonancia que tuvo el crimen de la profesora en toda la región y el enorme interés de un público lector considerablemente numeroso en una nueva aventura del inspector Meyer hicieron que la editorial acelerase los trámites para la edición de la esperada novela. El caso se cerró y se dieron a conocer detalles importantes, con las reservas necesarias sobre personas que prefieren conservar su anonimato y datos que no pueden darse a conocer. Ferraro y Kanner se presentaron en una librería, anunciando la pronta publicación de una novela con esa historia. Después de los saludos de rigor, Gustavo Ferraro tomó la palabra:
–Los hemos convocado a esta reunión para presentarles nuestras conclusiones acerca de lo ocurrido. El informe oficial lo pueden retirar de la mesa, hay suficientes ejemplares. Está basado en un manuscrito que he preparado como base para mi próxima novela con el detective Mayer. Nosotros ahora expondremos solamente un resumen. La profesora Richter fue asesinada en su domicilio por el empresario escocés Alec Evans el día 9 de julio de este año. A modo de arma fue utilizado un cortapapeles que se encontraba en su escritorio y el motivo ha sido doble: intento de robo y ataque de celos. Ambos se conocieron e intimaron durante su época de estudiantes, cuando la profesora pasó un semestre en la universidad de Glasgow. Desde entonces no se volvieron a comunicar hasta que unos veinte días antes de la fecha mencionada se encontraron en un festejo de cumpleaños en una residencia de Brunswick. Evans había hecho un descubrimiento casual del que esperaba poder aprovecharse y hacerse con una suma muy grande de dinero, dinero que él necesitaba debido a la dificultosa situación económica por la que atravesaba. Para realizar sus planes precisaba utilizar la mediación de la profesora sin que ésta se enterase de nada. Se trataba simplemente de que pusiera en sus manos un manuscrito de la Biblioteca Augusta que no es posible retirar de la misma. El empresario supuso erróneamente que la profesora sí lo haría y que se lo llevaría a su domicilio por un día, donde lo tendría cuando él la visitara. Fue allí muy bien pertrechado la tarde mencionada para ocuparse del ejemplar durante una media hora con la intención de recoger toda la información necesaria. Al constatar el fracaso de su empresa reaccionó de una forma brutalmente descontrolada y completamente inusual en él. Los resultados son ahora de público conocimiento.

–Mi nombre es Gabriel Bittner, periodista. Una pregunta para usted, señor Kanner.

Tenemos entendido que conocía personalmente a Evans, ¿qué más sabía de él que pudiera interesar en este caso y cómo eran de intensos sus contactos?

El rostro de Kanner enrojeció. Ferraro se volvió a él evidentemente sorprendido y con una mirada cargada de reproches.

–Apenas si nos conocíamos –fue su respuesta, titubeante al principio, luego clara y decidida–, nuestra relación fue meramente comercial. Le he comprado whisky y otras bebidas.

–¿Una sola vez?

–Más, creo que tres.

–Por lo menos una de ellas estuvieron ustedes hablando largamente en un café no muy concurrido y un tanto apartado de Bremen.

–…

–Evans llevaba un bolso cargado de libros y papeles que le fue mostrando. ¿Se encontraba entre ellos el folio del que se habla en el informe?

–…

–¿Tenía él mucha información sobre la biblioteca Augusta? ¿Cómo supo de la existencia del códice Gudiano latino, Güelfo 224?

Kanner vaciló, evidentemente sorprendido por la información precisa que Bittner tenía a disposición.

–Se enteró por mí, es cierto, también la sospecha sobre la identidad del folio la recibió de mi parte.

–De manera que ante lo ocurrido usted ató cabos inmediatamente y supuso la autoría de Evans.

–Eso sí que no, para nada. Ni siquiera me enteré de sus sucesivas visitas a nuestra ciudad ni de su libertad para ocupar una vivienda en las cercanías. Le repito, nuestra relación fue muy breve y de carácter puramente comercial. Jamás iba a imaginarme que tenía planeado algo tan descabellado. De su suicidio, Ferraro y yo, nos enteramos por casualidad, aunque debo reconocer mi desidia en este punto. De todos modos, hasta donde llegan nuestros conocimientos, él no tenía pensado ningún hecho sangriento; todo el horror nació de una conexión imprevisible de acontecimientos.

–¿Y por qué lo consultó justamente a usted? ¿Cómo sabía que usted lo podría orientar?

–No lo sabía, por supuesto. La semana anterior a nuestro encuentro en el café le hice un encargo por teléfono. Él no se acordaba muy bien de mí, pero cuando le mencioné mi actividad anterior como profesor de historia en un instituto, me comentó muy vagamente la compra que había hecho en un anticuario y de la que esperaba obtener algún rédito haciendo ofertas entre sus clientes, para lo que también me preguntó a mí si tendría algún interés. Me sorprendió un poco; a diferencia de la imagen de próspero comerciante que daba, parecía estar a la pesca de pequeños negocios con los que pudiese ganar algún dinero extra. Como yo había decidido llegarme hasta Bremen para probar algunas de sus bebidas en oferta, pensé en echar un vistazo a este paquete de libros y papeles y arreglamos para encontrarnos después en el café de marras.

–Sigo sin entender. Pasemos la pregunta a otro lado: ¿Cómo sabía usted de la existencia del códice güelfo? No cualquiera tiene una información tan precisa como parece ser la suya. ¿Cómo pudo identificar el pergamino?

–El pergamino no lo reconocí yo. ¿Con qué medios? Ha sido todo pura casualidad, créame.

Lo único que hice fue mencionar el códice. Un amigo dedicado a la filología clásica me había hablado largamente sobre él y algunas otras exclusividades de la biblioteca Augusta que ahora se escapan a mi memoria. Preferiría no meterlo a él en este asunto, pero creo que no tendrá ningún inconveniente en que mencione su nombre si llegara a ser necesario. Espero que eso no suceda. Ante la presencia del folio suelto hice de inmediato la asociación con eso que para mí, lego en la materia como soy, es una curiosidad. Una mera curiosidad, ¿me explico? Y no hice más que referirla brevemente. Tampoco recuerdo alguna reacción especial de Evans, quien no demostró ningún interés particular por el tema. Seguramente se enteró de algunas cosas después. Algo o alguien debe de haberlo puesto sobre la pista.

–Gracias a la información que usted le dio.

–No veo que queden muchas otras posibilidades. Cuando saqué a relucir el tema él no parecía tener la menor idea. Una conjunción infeliz de pequeñas casualidades.

–Demasiadas casualidades, ¿no cree? Señor Ferraro, usted tampoco parecía saber nada de la relación Kanner- Evans. ¿Puede decir algo al respecto?

–No, no puedo decir nada. Me acabo de enterar por ustedes. Tengo presente una sola cosa: cuando identificamos el texto traducido por la profesora, usted, Kanner, reaccionó como si esperase algo así, como si el nombre de Propercio le dijese algo muy especial.

–Es cierto, Ferraro, pero se trataba sólo de una constatación del tipo: “Propercio, me suena el nombre: lo único que sé de la Biblioteca Augusta tiene que ver con este autor”, pero eso se debe solamente a mi ignorancia sobre la misma y los tesoros bibliológicos que contiene. Mi conocimiento prácticamente se limitaba a ese dato más bien anecdótico sobre un ejemplar de entre los miles y miles que se encuentran allí.

–Si entiendo bien, señor Ferraro, usted piensa publicar todo esto en forma de novela con el título de “A lomo de Pegaso”. ¿Por qué eligió ese nombre? ¿Es una mera asociación con el poema que la profesora Richter estaba traduciendo, o hay algo más de fondo? Los versos que siguen a la citada traducción dicen más o menos, traducidos libremente: “No hay fuga posible del Amor, aunque seas transportada en el aire a lomo de Pegaso, ni aunque te muevan los pies los zapatos alados de Perseo o te arrastren los aires que atraviesan las alas de los talones de Mercurio”. Tres figuras mitológicas, Pegaso, Perseo, Mercurio. ¿Por qué razón eligió el caballo alado?

–Para tanto no dan mis conocimientos de literatura. No hay que dar mucha importancia a los títulos de las obras de ficción, que por lo general nacen después de que éstas están terminadas. No es como un proyecto de investigación sobre algún tema dado. Pero es verdad que esa línea del poema me dio una idea sobre el posible estado de ánimo de la profesora y su deseo imposible de escapar a sus sentimientos. No podría hacerlo ni aunque el mismo Pegaso, el velocísimo corcel mitológico, la llevara montada. Y sin embargo, llegado el momento decisivo, fue capaz de abandonar en un solo instante todo tipo de miramientos para con su amado y para con ella misma. La intensidad insoportable del amor que la acosaba se desinfló de inmediato al descubrir que estaba siendo utilizada. Más veloz que el galope de Pegaso y que las alas de Perseo o Mercurio, el amor para el que no hay escape posible se esfumó sin dejar rastros. Pero también por el otro lado me fascina esta figura. En vez del orgulloso hombre de negocios acostumbrado al éxito de sus empresas en busca de un salvataje de emergencia para su desgracia momentánea prefiero imaginármelo a Evans como una víctima de su amor por Margarete Richter. Nunca dejó de quererla y descubrió ese amor al volver a encontrarla después de tanto tiempo y en medio de una misión que la estaba haciendo enamorarse de otro. Pero sus sentimientos no dejaban de acosarlo. “instat Amor” dice el poema de Propercio, el amor te apremia, se pone detrás, por encima de tu cabeza, pesa sobre tu cuello como la cadena de un esclavo y te amenaza constantemente, no te abandona, no podrás escaparle ni con el corcel más veloz. Puedo imaginarme también que en medio de su indignación ella le haya gritado su amor por el argentino hasta hacerlo explotar de celos. Confieso lo unilateral de mis conclusiones, pero es lo que más me ha impactado de toda esta historia: la velocidad con que nacen sentimientos abrasadores y la velocidad con que se marchan. Con cualquiera de las tres figuras mitológicas se habría podido expresar lo mismo; la del caballo alado me resultó la más accesible.

Hubo diversos comentarios entre los presentes, preguntas y respuestas varias para los dos. Finalmente, Kanner retomó la palabra.

–Percibo un trasfondo de reproche en su actitud, Ferraro. No sea injusto conmigo, no olvidemos nuestra conversación. Usted se quejaba de no tener más material para publicar. Ahora lo tiene. Gracias a mi intromisión.

–No pretendo ningún tipo de justicia, Kanner, sólo me siento perplejo, muy perplejo. Lo cierto es que gracias a un amontonamiento de casualidades obtuvo usted su historia real, y yo el material para mi trabajo–. Ferraro hizo una pausa cargada de gravedad– Y ustedes –agregó dirigiéndose a nosotros–, tendrán con qué satisfacer su curiosidad detectivesca y su deseo de leer otra novela policíaca. La semana próxima se comienza con la impresión de la novela. Y ya se está trabajando en la confección de un libreto – para los que prefieran el film.

Algunos –pocos, debo confesar–, nos miramos con un gesto claro de incomprensión. No sé con qué intención dijo lo que dijo. Fue con una sonrisa amable, pero a mí, personalmente, me dejó un gusto amargo. Por cierto, las cosas se relacionan entre sí con una complejidad que se escapa a nuestra percepción inmediata y traza los enlaces más disparatados de causas y efectos que a primera vista no se presentan como tales. Pero ¿qué significaba su referencia directa a nuestros deseos? ¿Los estaba responsabilizando, es decir, en el fondo, nos estaba responsabilizando a nosotros, al público lector, de la existencia del género policíaco? Más aun, ¿también de los hechos que se tematizan en él?

 

Ubaldo Pérez-Paoli
Argentino, doctorado en Filosofía con una tesis sobre la lógica de Hegel y habilitación en Filosofía con una tesis sobre Plotino y san Agustín en la Universidad Técnica de Braunschweig. Fue Profesor de Filosofía en la Universidad del Salvador de Buenos Aires y en la Universidad Nacional del Sur de Bahía Blanca, Privatdozent de Filosofía, asistente de Latín y Griego en la Universidad de Braunschweig, Profesor de instituto en la Christophorusschule de Braunschweig.

Publicaciones:
Der Plotinische Begriff von Ὑπόστασις und die Augustinische Bestimmung Gottes als Subiectum (El concepto plotiniano de hipóstasis y la determinación agustiniana de Dios como Sujeto), Editorial Augustinus, Würzburg 1990. – En tiempo de tangoZur Poesie des Tangos. Editorial Merus, Hamburg 2008. – Diez casos interruptos y otras perplejidades Editorial Aurora Boreal, E-Book.2016. Diversos artículos y traducciones en el campo de la filosofía, diversas colaboraciones, entre otras para la revista Tangodanza de Bielefeld y para Aurora Boreal.
Música:
– Tango nuevo con el Ensemble Esteban, (Canto) 2010
– Pensamientos con el grupo En camino (Canto y guitarra), autor de la música y de los textos. 2020

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Ubaldo Pérez-Paoli. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ubaldo Pérez-Paoli.  Fotografía Ubaldo Pérez-Paoli © archivo del autor.

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