Después de martillar

yolanda_arroyo_006Diana mira el cielo de su habitación y decide abrazarse.  No hay lagartos ni tortugas. Ignora, por unos segundos, al cuerpo femenino a su lado.  Coloca las palmas de las manos sobre sus hombros, tuerce las piernas para enroscarse, oprime los muslos con el fervor de una trenza.  Reconoce ese momento.  Se da cuenta de que una vez, cuando era chica, se

prometió regresar en el tiempo y abrazar a la niña que lloraba.  Hay un hombre que usa un martillo.   La niña se extrae del dolor que siente y libera el karma.  Dolor en el punto de encuentro de cada pierna.  Botón que late.  La curva que une su osamenta y que la punza quiere rajarse. 

El hombre que espera a que la madre salga al trabajo martilla como si Diana fuera de madera.  También taladra al dejarlo al cuido de la nena mientras mamá va a la farmacia.  Mamá busca medicinas para la fiebre de Diana.  Diana se aterra. El martilleo la desquicia.  Sabe que es demasiado chica para soportar tanto peso sobre ella. Suda.  Intuye que desarrollará fobias, traumas de la conducta, desconfianza excesiva con todas y cada una de sus parejas.  Nadie podrá jamás penetrarla, tratarla con seductor anhelo. Cierra los ojos y mira hacia la pared del lado derecho por donde ve arañas deslizándose.

 

Yolanda Arroyo Pizarro. Novelista, cuentista y ensayista puertorriqueña. Autora de los libros de cuentos, Ojos de Luna (2007) y Origami de letras (2004) y de la novela Premio PEN Club 2006, Los documentados (2005) e Historias para morderte los labios (Editorial Pasadizo 2009). Fue elegida como una de las escritoras latinoamericanas más importantes menores de 39 años del Bogotá39 convocado por la UNESCO, el Hay Festival y la Secretaría de Cultura de Bogotá. Ha escrito para los periódicos El Nuevo Día, El Vocero de Puerto Rico, Claridad y La Expresión.

Se promete que cuando sea grande, retrocederá en el tiempo.  Diana Grande llegará justo en ese punto de la historia. Se acercará a su oído.  Jurará proteger a la pequeña, cuidarla del inicuo.  No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal.  Quebrará el cuello del hombre del martillo.  Disfrutará su agonizante salivar. Contará cada glándula de su lengua colgada y asqueante mientras atestigua su asfixia.  Diana va a tomar clases de defensa personal en la adolescencia.  Más tarde, a sus veintipico, practicará la lucha olímpica.  Sabe cómo concentrarse y partir, de un manotazo, pedazos de tablas.  Sabe movimientos de jiu-jitsu y llaves de karate.  Regresa como su bushido único y personal para susurrar a Diana Pequeña una plegaria de protección en donde jura que nada ni nadie va a hacerle más daño.   Porque tuyo es el reino, el poder y la gloria. Con sus propias manos alojadas de pasión enfermiza, sostiene el cuello del padrastro muchos minutos después de que éste ya no se mueve.  Durante la investigación del homicidio se hace imposible establecer un asesino, detectar un sospechoso.  Diana Pequeña no cuenta con los años, ni la fuerza, ni la constitución física. La curvatura que une su osamenta y que late punzante ahora descansa relajada.  Ahora ya hay más memorias felices.  Ahora se han rescatado de la niñez recuerdos de una playa, de una lluvia de meteoros, de un baño de luna con las Pléyades en el manto del cielo.  A partir de este nuevo reinicio, encontrará noches en que no ha tenido que empujar con las piernas, en que no ha tenido quien le parta el centro del alma, en que ha podido dormir sin interrupción toda una noche.  Diana se toca los labios y mira el cielo de su habitación. Decide abrazarse.  Se escurre, por unos segundos, sobre las sábanas, para llegar hasta el cuerpo femenino que la acompaña  y que despide feromonas.  Resurgir entre los lagartos.  Desovar los huevos de tortugas.  Desembarcar, por fin, en un orgasmo que no se estrangula.

Yolanda Arroyo Pizarro Foto: Zulma Oliveras Vega

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