'Historia de un libro' una de las seis crónicas del nuevo libro "Un largo invierno sin promesas" de Óscar Osorio"

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Un largo invierno sin promesas
Óscar Osorio
Crónicas
Programa Editorial Universidad del Valle, Colombia
2016

 

El libro fue presentado el viernes 11 de noviembre en el marco de Viernes de Letras. La presentación estuvo a cargo de Jaisully Durán y Kevin Alexis García. El evento se llevó a cabo en el Auditorio Ángel Zapata de la Biblioteca Mario Carvajal de la Universidad del Valle en la ciudad de Cali, Colombia. 

 

 

Ofrecemos a continuación una de las seis crónicas que contiene el libro:

 

Historia de un libro

Los hechos


La noche del 3 diciembre de 1984 tres hombres ingresaron a las instalaciones de Diners Club, intimidaron a los empleados, los amordazaron, los apuñalaron, les dispararon y los remataron. Hugo Aroca, con más de veinte heridas de navaja en su cuerpo y luego de una agonía de cuatro horas, logró arrastrarse por un pasillo oscuro, salir de la edificación por una ventana, ganar una terraza y pedir ayuda. Simultáneamente con los organismos oficiales, llegaron los medios de comunicación y los curiosos. La ciudad despertó con el relato escabroso: catorce víctimas, nueve de ellas fatales y cinco sobrevivientes, fueron encontradas desangrándose en distintos pisos del emblemático Edificio Otero, ubicado en la esquina sudoriental de la Plaza de Caicedo, en Cali.


Los sobrevivientes identificaron ante las autoridades a Jaime Serrano Santibáñez (21 años), un guarda de seguridad que había trabajado hasta hacía algunos meses en las oficinas de Diners. Horas después lo capturaron llegando a su casa y, a través de él, apresaron a James Rodríguez (18 años). El tercer asesino, Francisco Ruiz (32 años), nunca apareció ni se tuvo noticia cierta de su paradero. Con el desarrollo de la investigación se estableció que los tres delincuentes decidieron asesinar a los empleados para evitar precisamente que pudieran identificar a su excompañero de trabajo. La constatación fue brutal: para evadir pasar una corta temporada por atraco en la cárcel, en la hipotética circunstancia de que, en este país de impunidades, fueran capturados, los ladrones decidieron desplegar una feroz actividad criminal contra personas indefensas. En el caso de Jaime, contra sus propios excompañeros de trabajo, algunos de los cuales habían sido especialmente amistosos con él. Había en esos hechos algo muy inquietante, un abismo terrible entre el móvil y la dimensión del delito: reducir, mover de un piso a otro, amarrar, amordazar, apuñalar en más de doscientas ocasiones, rematar con disparos, una víctima tras otra, a catorce personas durante cuatro horas de espanto para evitar que pudieran identificarlos como los autores de un robo escapaba de cualquier comprensión.

Al día siguiente, los dos jóvenes asesinos capturados aparecieron, sonriendo, ante los medios de comunicación y aceptaron su responsabilidad sin arrepentimiento. De ellos dijeron sus vecinos y familiares que eran deportistas aficionados, buenos vecinos, buenos amigos, buenos hijos y hermanos, buenos muchachos. Las autoridades constataron que Francisco era un criminal avezado, pero Jaime y James no tenían antecedentes penales. La magnitud de los hechos, el proceder y perfil de los criminales produjeron un estupor generalizado. Los intentos de explicar esta barbaridad se descartaban rápidamente: no eran delincuentes consumados; no usaban drogas, ni estaban drogados; no habían actuado bajo el efecto del alcohol; no sufrían trastornos mentales y tuvieron plena conciencia de sus actos. Si bien hechos de sangre como este no eran nuevos en nuestra historia, estos se explicaban siempre con referencia a unas causas relativamente claras: una reivindicación de carácter político sustentaba las matanzas de la Violencia de los años cincuenta; una motivación social, las “limpiezas” que dejaban decenas de personas (indigentes, drogadictos, ladronzuelos, homosexuales) asesinadas en las calles de nuestras ciudades; una razón cultural y axiológica, las largas cadenas de asesinatos por honor que conducían al exterminio de familias enteras; la defensa de la propiedad privada, del statu quo y de ciertos privilegios o ideologías había suscitado una tremenda violencia en las últimas décadas. Ninguna de estas explicaciones aplicaba a la masacre de Diners. Tampoco lo hacía alguna circunstancia propia del momento: los asaltantes ya habían consumado el robo, tenían reducidas a las víctimas y el camino libre para huir. En la medida en que se desechaban las hipótesis crecía el desconcierto y la insistencia en la pregunta por las razones que llevaron a estos muchachos de familia a efectuar un crimen de tales dimensiones con una motivación tan baladí y a aceptar su responsabilidad sin conmiseración alguna. La respuesta requería un contexto más amplio.


mirada condenados 215La expansión del tráfico de drogas en Colombia se había iniciado hacía poco más de una década y en los barrios de todas las ciudades pululaban los delincuentes asociados al negocio: traquetos, lavaperros, sicarios, expendedores. En Medellín, el fenómeno fue más evidente y altamente comunicado. En Cali, los carteles de la droga desplegaron una intensa actividad de cooptación social y de los medios de comunicación que casi logra desasociar la explosión delincuencial de la ciudad y el aumento dramático de los índices de homicidios con esta empresa criminal, pero los hechos eran tozudos. Además del ingreso de un número importante de jóvenes a las estructuras criminales asociadas al narcotráfico, una de las consecuencias inmediatas de esta expansión fue la fácil acogida que la elección de la actividad delictiva como proyecto de vida tuvo en la juventud. Los criminales se desplazaban en carros y motos, vestidos según el soñar de las barriadas, con el dinero y las hembras que los muchachos deseaban. Esos hombres cruentos, consumistas e intrascendentes fueron los nuevos héroes de niños y jóvenes. Los muchachos los imitaban y, en el empeño de vivir como ellos, optaron por el delito y el crimen. El anhelo de dinero y el consumo se entronizaron, y valores como el esfuerzo y el trabajo, la austeridad y la solidaridad, el respeto por la dignidad y la vida humanas se fueron desvaneciendo al mismo tiempo que disminuía la sanción social contra el delincuente y el crimen se volvía un hecho cotidiano. En este nuevo contexto, una cada vez mayor porción de la sociedad aprendía a vivir la violencia como un hecho banal. Una constatación dolorosa de esa nueva axiología fue la aparición de la expresión “desechables” para referirse a los seres humanos más desvalidos. Este uso deplorable ganó fuerza no sólo en los sociolectos delictivos donde surgió sino en todos los niveles sociales. No era extraño que se usara, con una indolencia lacerante, incluso en los ámbitos universitarios.


Este contexto hizo posible que estos “buenos muchachos” de barrio cometieran el crimen ominoso por una nimia razón; que aparecieran en los medios de comunicación sin sentimientos de contrición; que sus familias los hayan instado a mantener la cabeza alta porque, como le dijo la madre a Jaime Serrano días después, ella “no había criado un marica”; que la novia de James lo haya visitado en la cárcel para despojarse, como una ofrenda de amor, de esa virginidad compartida.
A despecho de esta nueva realidad social, los caleños manteníamos la ficción de vivir en la “ciudad cívica de Colombia”, “la capital mundial de la salsa”, “la ciudad deportiva de América”, “la sultana del Valle”, “la sucursal del cielo”. Contrariando lo evidente, que desde hacía años nuestros muchachos desesperanzados caían en las garras del vicio y el delito, que nuestras calles estaban infestadas de delincuentes y cuchilleros, que los cinturones tuguriales crecían a un ritmo de asombro, que a los barrios les trazaban fronteras invisibles cuya trasgresión se pagaba con la vida, en ese año de 1984 seguíamos alentando esa ilusión de felicidad y civismo. Esta disociación colectiva fue destrozada por la masacre de Diners. La inusitada violencia desplegada por estos jóvenes incontritos nos puso de frente con la imagen nítida de un tejido social llagado en el cual la opción criminal se había naturalizado y cualquier buen muchacho podía convertirse en asesino de la noche a la mañana sin experimentar ninguna conmoción moral. Esa ineludible constatación cambió para siempre nuestra manera de mirarnos. Desde entonces, Cali es otra.


Además de la trascendencia social de los hechos, la experiencia de los protagonistas es un campo inagotable de indagación sobre la condición humana, elemento que universaliza sin duda esta historia. La certeza del azar en la definición de nuestro destino, develada en las circunstancias que hicieron que Gloria Fernanda retrasara unos minutos su salida de la entidad y por ello encontrara la muerte, o que Gloria Eva cambiara su rutina y fuera a apoyar a una amiga a Diners, o que las empleadas hubiesen decidido hacer las decoraciones navideñas ese preciso día y por ello permanecieran en la oficina catorce personas en un horario que sólo acostumbraban tres; el coraje y la decisión por la vida que hace que Aroca sobreviva a veinte puñaladas y salve a sus compañeros; el extraño mecanismo mental que hace a una mujer frágil como Rocío mirar a los asesinos a los ojos y con una serenidad espeluznante decirles que, por favor, le peguen un tiro porque no soporta la idea de ser apuñalada; la paradoja brutal de Aydé, quien había decidido un aborto, pero la muerte se le adelanta; el encuentro casual en una tienda de barrio de Francisco y James, primer acontecimiento que va a desencadenar la tragedia; las circunstancias que llevan a James a terminar su jornada de trabajo como pintor de brocha gorda y empuñar un arma para encontrarse con la experiencia del asesinato; la condición mental de Jaime que termina de preparar la comida para sus hermanos y se va a acabar con la vida de otros seres humanos; la crueldad de Francisco, el “niño mimado del papá”, según decía su madre, que propina más de doscientas puñaladas en esa noche infernal. Una lista interminable de experiencias que nos hablan de la extrema fragilidad del ser humano a la vez que de su increíble voluntad y potencia, de los hilos del azar que tejen nuestros destinos, de la inaprensible condición humana.

 

La investigación


James Valderrama y yo nos habíamos conocido, un año antes de los hechos, como condiscípulos del grado décimo en el colegio República de Israel, y estábamos iniciando una larga y profunda amistad. Nosotros fuimos parte del desconcierto social, teníamos edades cercanas a las de los homicidas y vivíamos en barrios vecinos a ellos. Algunos de nuestros amigos los referenciaban como dos muchachos tranquilos que a veces venían a nuestros barrios a jugar fútbol. Ellos fueron durante un buen tiempo tema de nuestras conversaciones y nos intrigaban las razones del horroroso crimen. Creíamos que esa masacre arrojaba claves importantes para entender nuestra azarosa ciudad y nuestro atolondrado país y, por años, acariciamos el deseo de conocer en profundidad esos sucesos y contarlos en un libro. Cuando la oportunidad apareció, la tomamos sin pensarlo dos veces. La primera decisión fue darle un tratamiento diferente al que le habían dado los medios de comunicación durante años. Buscaríamos restituir la historia personal, el carácter y la dimensión espiritual detrás de cada hombre y mujer victimizados, y hacer vívidos el dolor y la angustia padecidos por ellos y sus familiares; nos interesaba rastrear la historia de los victimarios, sus experiencias de mundo, sus entornos familiares y sociales; ambicionábamos encontrar las verdaderas causas de la tragedia y ofrecer un relato total de los hechos.


Empezamos por leer y anotar los más de cinco mil folios del expediente; reseñamos lo publicado sobre el caso; hicimos más de treinta entrevistas a los sobrevivientes y sus familias, a las familias de las víctimas fatales, a los asesinos y sus parientes; fuimos a los barrios que habitaban unos y otros, en Cali, en Pereira, en Medellín; visitamos el lugar de los acontecimientos con los planos del lugar, las fotos y los esquemas de la reconstrucción del crimen e imaginamos el recorrido de cada víctima; investigamos con los vecinos fundadores la historia de los barrios San Luis y San Luisito, donde vivían James y Jaime, porque veíamos en la transformación de esos vecindarios, por efectos de la economía y la cultura de la droga, una clara imagen de lo que ocurría en el país y que explicaba desde lo particular el despelote general; nos documentamos con textos históricos, periodísticos, sociológicos sobre la Colombia de las últimas décadas para tener una mejor comprensión del fondo de estos acontecimientos. Después de tres años de trabajo teníamos un extenso material y un conocimiento amplio y profundo de hechos y personajes. La tarea siguiente, no menos ardua, era escribir el texto. Habíamos decidido desde el principio que el periodismo literario nos daría las herramientas para contar esta historia y nos dimos a la tarea de acordar unos conceptos fundamentales.

 

Sobre el género


El periodismo literario (crónica, reportaje literario, novela de no-ficción) tiene del periodismo el compromiso de exactitud y fidelidad con los hechos, y de la literatura el tratamiento narrativo propio del cuento y la novela. No se trata, como dicen algunos, de periodismo bien escrito o de novela sobre hechos reales; es un híbrido con sustancia propia, que se propone acercar al lector a los acontecimientos y a la experiencia de sus protagonistas con la mayor fidelidad y sensibilidad posibles.
Las herramientas del periodismo le permiten al periodista literario hacer investigación en profundidad y obtener información veraz para construir una mirada esférica, total, sobre los acontecimientos: condiciones temporales, espaciales y ambientales; el talante físico, psicológico, tímico, espiritual de sus protagonistas; contextos locales y nacionales; entornos familiares. Alcanzar este conocimiento implica una enorme dedicación, una mirada avizora, una gran capacidad de concentración, una entrega irrestricta. Norman Sims le llama acertadamente la inmersión. Aquí se marca una diferencia central con el periodismo tradicional: el tipo de mirada con el cual se acerca el periodista literario a los sucesos focaliza detalles que fortalecen la dimensión humana y trascendental de la historia, y que resultan inadvertidos o irrelevantes para el periodista tradicional. Una vez allegada la información, el periodista literario tiene el compromiso de ser fiel a esos eventos. En esto se identifica plenamente con el periodismo tradicional: el compromiso con los lectores de contar lo sucedido sin introducir ningún elemento de ficción. En ello radica también la diferencia sustancial entre novela de ficción y reportaje literario: la primera es un texto ficcional que resulta de la imaginación del autor; la segunda es un texto no-ficcional que resulta de unos acontecimientos constatables en la realidad. Incluso en el caso de la novela histórica, la diferencia se mantiene: esta se basa en hechos reales, el reportaje literario se atiene a hechos reales.


El periodista literario, como el escritor de ficción, tiene una especial devoción por el tratamiento de los hechos, por la manera como la información se hace obra. Las herramientas propias de la literatura le permiten contar creativamente la historia allegada en la investigación. Hay en esta actividad escritural una vocación de trascendencia, una intención de perdurabilidad y una búsqueda de mantener al lector en el texto. Por ello, leemos con fruición hoy y leeremos mañana reportajes cuyos hechos hace rato dejaron de ser noticia. El periodista literario pone todo su talento y experiencia al servicio de la elaboración textual: diseño del entramado de la historia, organización de las secuencias y unidades de acción, definición de planos narrativos y focalizaciones, ordenación cronotópica, elaboraciones sintácticas, artesanía de la frase y precisión semántica, elecciones léxicas y ritmo de la prosa.


Algunos sostienen que el periodismo literario es periodismo al fin y al cabo, y del más superficial. Con esta argumentación vienen descalificaciones, como aquella según la cual se trata de “un género menor del periodismo” o “un género menor de la literatura”. Esos prejuicios son perfectamente desechables. El periodismo literario no es un género menor de la literatura o del periodismo, sino una entidad distinta que tiene la misma capacidad del cuento o la novela para indagar la condición humana.


Terminada la investigación sobre los sucesos, sus protagonistas y los contextos de referencia y hechos los acuerdos conceptuales sobre el género y la lectura de algunas obras de referencia, empezamos a escribir.

 

El libro


Antes de llegar a las decisiones finales, ensayamos y desechamos diversas estructuras narrativas, voces, focalizaciones, registros fraseológicos, ritmos. Resultaría excesivo dar cuenta de toda esta indagación en la escritura. Sólo quiero anotar dos problemas de difícil solución, relativos a la estructura y la voz narrativa, que fueron señalados, oportuna y crudamente, por los contertulios del Taller Literario Botella y Luna.


Habíamos decidido contar la historia de manera cronológica, en tres capítulos largos: lo ocurrido antes de la masacre, los acontecimientos al interior de las oficinas durante esas cuatro horas nefandas, las vidas de los implicados en los años posteriores hasta el presente de la investigación. De ese esfuerzo quedaron unas cien páginas, que no pasaron la lectura de los amigos de Botella y Luna, y que fueron arrojadas al tacho de la basura. Concluimos que el lector no pasaría mucho tiempo atento al discurrir de una historia así contada. Luego vinieron muchos ensayos y abortos, que nos tuvieron a punto de abandonar el proyecto. Pero la insistencia venció y lentamente logramos construir una estructura textual que nos dejó muy satisfechos: I: 17; II: 13; III: 8; IV: 13; V: 9; VI: 17. Es necesario anotar que los capítulos III y V, son en realidad un capítulo dividido en dos. A esta separación nos vimos obligados porque ese capítulo, de diecisiete secuencias, corresponde a la matanza y eran tan desgarradoras las escenas de esos hechos que se constituían en una carga excesivamente dolorosa para los lectores. Esta fue una decisión complicada porque en la apariencia destruía una estructura muy compacta que habíamos diseñado: cinco capítulos que alternaban agrupaciones de diecisiete y trece secuencias: I: 17; II: 13; III: 17; IV: 13; V: 17. Al final, concluimos que la división del capítulo III, que era el central, en esos capítulos III y V era necesaria y que, además, la estructura profunda se conservaba aunque en la superficie del libro apareciera así. Cada secuencia se concibió como una unidad de acción autónoma, que generaba enganches con otras unidades y resolvía expectativas creadas en otras secuencias. Esta compleja arquitectura textual hacía posible, como lo señaló la profesora Carmiña Navia en la primera reseña que se publicó sobre el libro, que el lector pudiese entrar al texto por cualquiera de las secuencias. El entramado fue uno de nuestros mayores esfuerzos y siempre tuvimos presente en su definición la necesidad de mantener el interés del lector y de garantizar equilibrio en la información, concepto principal en una historia que involucraba a diecisiete protagonistas: catorce víctimas y tres victimarios.


El otro asunto que nos resultó enormemente complicado y del cual derivamos un gran aprendizaje fue la necesidad de crear un narrador cuya voz no se pareciese a la de los autores. James y yo tenemos registros de escritura narrativa abismalmente diferentes y fue evidente en las primeras versiones que se mantenían esos dos registros en una inarmonía desesperante. Esto es, que había un narrador cuya voz contenía dos tipos de construcción fraseológica distintas, de ritmos, de texturas, de recurrencias a ciertas imágenes. Nos trazamos entonces el propósito de construir una voz narrativa ajena a nuestros particulares rasgos estilísticos y señalamos algunas condiciones: frases cortas, un ritmo prosístico acorde a la intensidad dramática del suceso, sintaxis normativa (salvo en casos excepcionales), austeridad en las imágenes retóricas, exclusión de muletillas o manías de lenguaje. Una vez que James o yo escribíamos una secuencia, comenzaba un proceso de intercambio que nos obligaba a muchas correcciones. Al comienzo, mientras aprendíamos a escribir al estilo de nuestro narrador y terminábamos el diseño de su registro, la escritura fue lenta y difícil; al final, cuando logramos dominar ese registro, avanzamos un poco más rápido.


Resuelto esto, terminamos un borrador que nos dejó altamente satisfechos. Vino entonces la decisión final del título y se impuso, casi sin discusión: La mirada de los condenados, cuyo espectro de significaciones no explicaré. Luego vinieron las correcciones definitivas, los ajustes, los cambios de última hora, el trabajo de edición, la corrección de pruebas, el diseño de carátula, la búsqueda de financiación y la impresión del libro. Hicimos, con fondos propios y bajo el sello editorial Botella y Luna, un tiraje de dos mil ejemplares. Dado el precario sistema de distribución que teníamos, esto parecía exagerado; pero el texto se agotó en tres años después. La mirada de los condenados ha sido utilizado en algunos cursos de periodismo y de derecho, y ha sido objeto de unos pocos comentarios en revistas y periódicos. La librería Nacional y la Lerner lo han vendido en Cali, Medellín, Barranquilla, Cartagena y Bogotá. Algunos amigos lo han circulado en Nueva York a través del sistema de bibliotecas públicas y de dos librerías hispanas. Muchos ejemplares fueron regalados o se remitieron a personas interesadas en otros países. Nos hicimos invitar a muchos programas de radio y de televisión locales; hemos hecho múltiples presentaciones y conversatorios en Cali, Bogotá y Nueva York con muy buenos comentarios y la aceptación de un público variado: jóvenes y adultos, mujeres y hombres, académicos y aficionados, escritores y periodistas. Lo presentamos a una editorial reconocida, que lo rechazó sin leerlo porque no publicaba segundas ediciones.


Los varios años de esfuerzo y la inversión económica que demandó esta investigación no han sido retribuidos con fama o dinero. Asunto que no tiene importancia, pues una compensación más valiosa para nosotros ha sido el diálogo que hemos logrado establecer con los dos o tres miles de lectores que el libro ha ganado. Un diálogo sobre su doble dimensión literario-periodística, sobre la ciudad y el país, sobre la violencia y el tejido social. Un diálogo, en fin, que nos permite recuperar con nuestros interlocutores una imagen más cierta de nuestra sociedad, una imagen que una buena parte de la población apenas atisba desde las ventanas blindadas de sus corredores de seguridad, la imagen de una sociedad cegada y segada por el brillo de la guadaña de la muerte, que se ha enseñoreado en nuestro país y se niega a darnos una tregua.


Marzo de 2006

 

Nota de julio del 2016:


Estamos a punto de lograr los acuerdos definitivos para terminar el conflicto con las FARC. Este paso tiene la importancia de ser precisamente el primero que se da en serio y en firme, pues los caminos que así iniciamos suelen ser recorridos en su totalidad. Esa es nuestra esperanza. Será un camino largo y difícil, pero la voluntad de este primer paso es un buen augurio para los que deben venir: las negociaciones con el ELN; las estrategias de sometimiento de las bandas criminales; la disuasión de los delincuentes; las reformas estructurales del Estado; las grandes transformaciones económicas; el fortalecimiento de la educación; la legalización de las drogas; el desarme espiritual de los ciudadanos; la reconstrucción de un tejido social solidario e incluyente; la creación de oportunidades de vida digna para la inmensa mayoría de los colombianos. Un camino que requerirá de una enorme voluntad política y social.


Gracias a este proceso de paz, hoy, como nunca, el país está reconociendo la importancia de la memoria y la verdad para construir un escenario de paz que haga posible una nueva sociedad. La memoria de esta indeseable violencia se está construyendo con relatos auténticos de víctimas y victimarios, con historias de violencia y desplazamiento, con un regreso lúcido a nuestra historia y con el reconocimiento de las circunstancias y los procesos que nos llevaron a la sinsalida de la guerra. Eso lo está haciendo desde hace años la literatura y el periodismo literario. La mirada de los condenados rememora la masacre de Diners y deja constancia del contexto social que hizo posible esos hechos de sangre. Es una memoria del país que teníamos aquel aciago año de 1984 cuando la violencia cobró sus cuentas y la banalización definió nuestra experiencia de ella. El aporte que James y yo hicimos a la memoria del país con el relato de estos hechos nos gratifica enormemente y justifica todos los esfuerzos.

 

 

oscar osorio 355Óscar Osorio
Colombia. Profesor Titular y director de la Escuela de Estudios Literarios de la Universidad del Valle. Ph.D. in Hispanic and Luso-Brazilian Literatures and Laguage of The Graduate Center, City University of New York (CUNY). Ha publicado los libros: La balada del sicario y otros infaustos (2002), Historia de una pájara sin alas (2003), La mirada de los condenados (2003), Poliafonía (2004), Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005), Hechicerías (2008), El cronista y el espejo (2008), Una porfía forzosa (2012), El narcotráfico en la novela colombiana (2014), El sicario en la novela colombiana (2015). Ha recibido los siguientes reconocimientos: Calificación Meritoria a la tesis de Maestría (Cali, 2000); XXXII Premio Cáceres de Novela Corta (España 2007); Premio Gutiérrez Mañé a la mejor tesis doctoral (New York 2013); Premio de Ensayo Autores Vallecaucanos Jorge Isaacs (Cali 2013).

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Óscar Osorio. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Óscar Osorio. Carátula del libro Un largo invierno sin promesas © cortesía Programa Editorial Universidad del Valle, Colombia. Carátula La mirada de los condenados © cortesía Óscar Osorio. Foto Óscar Osorio © Óscar Osorio.

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