Nunca sé bien qué pensar frente a las personas que pueden recitar de memoria la formación completa de un equipo de fútbol de hace veinticinco años. Es un talento extraño, mezcla de pureza infantil y psicopatía mal diagnosticada, y los portadores de este conocimiento improductivo van por el mundo declamando ese mantra de apellidos como los juglares de la Edad Media atravesaban los pueblos enunciando largos poemas épicos. Supongo que en el fondo los envidio: sostienen la intensidad con el mismo objeto durante décadas y décadas y esa relación parece nunca ajarse, no languidecer. Se aferran a su lista de nombres como un religioso empuña un rosario; el día que olviden la línea de 4 del Gimnasia y Esgrima de Griguol, habrán entrado en un estado de penumbra cognitiva.
Es que el fútbol es, en efecto, la más subjetiva de las experiencias deportivas. Nunca dos personas ven el mismo partido, aunque estén sentados uno al lado del otro mirando la misma sucesión de pases y goles. Es como si la acción aconteciera simultáneamente en el campo de juego y en una zona del cerebro que deforma y sobreinterpreta. Por eso es imposible estar de acuerdo con el comentarista –una de las figuras más insultadas de la historia de los medios de comunicación–, porque no es más que alguien que ve un partido y luego ofrece su hipótesis, que nunca puede ser definitiva. La batalla por el sentido del fútbol es una batalla perdida de antemano. Existe, incluso, toda una semántica de la sospecha entre los que miran fútbol: “¿qué vio ese tipo?”, “¿cómo puede decir que eso fue penal?”, “¿Por qué no dice que Messi está jugando mal?”. El consumidor de fútbol es alguien entrenado en una sospecha insoportable. Y luego aparecen comentaristas a los que juzgamos mediocres porque se limitan a verbalizar algo que acaba de suceder y que no deja lugar a la interpretación. “El delantero recibió un pase corto y estrelló su remate en el travesaño”, constata, y nosotros no podemos creer que haya enunciado una obviedad tan flagrante, cuando en realidad ese profesional de la palabra quizás sea el más prudente de los hombres sobre la tierra: es alguien que aprendió que en materia de fútbol nunca vamos a estar de acuerdo. Es alguien que ya no quiere convencer a nadie.
La enorme popularidad del fútbol es un misterio como tantos otros de la cultura de masas, pero es posible que una de las claves de su grandeza esté en el hecho de que es muy sencillo armar un partido y jugarlo. Eso lo diferencia de otras experiencias de consumo masivo. No podemos ver un recital de los Rolling Stones y al día siguiente armar una banda y tocar en un estadio, pero es factible ver un partido y al día siguiente pasar a los hechos. En los países considerados “futboleros” estamos tan sobreestimulados que, cuando armamos partidos entre amigos, tendemos a emular, en miniatura y de modo grotesco, las formas de un partido profesional, incluso de un partido televisado.
Aquí lo pueden ver. Hoy es lunes a la noche y un grupo de seis hombres de cuarenta años se junta debajo de una autopista para abrazar el viejo rito del balompié. Miren a ese pelado: su vestuario es inmaculado, la camiseta combina con el pantalón y las medias, y los botines son fluorescentes, para que la cámara más lejana lo pueda enfocar sin dificultad. Ahí llega aquel otro, el que cada vez que le tiran el cuerpo encima le grita sus penas a un árbitro imaginario. Parece hacerlo para la tribuna pero, por supuesto, aquí, bajo esta autopista porteña, en esta noche lluviosa de otoño, no hay árbitro ni tribuna ni cámaras: apenas un grupo de doce hombres pasados de peso y de años que erigen, durante una hora, su propia ficción de profesionalismo. Esta es su Copa del Mundo, y se diría que ese es el único modo posible de jugar a la pelota.
Otra de las escenas recurrentes en la vida de un hombre de fútbol consiste en estar haciendo zapping y encontrar de pronto que están dando un partido viejo. Es un momento determinante, donde hay que ser rápido de reflejos: o se cambia de canal inmediatamente o se deja el partido y se mira completo, como si fuese la primera vez. En cualquier persona de bien debería primar la segunda de las opciones. Es como volver a ver una película por tercera, cuarta o quinta vez, aunque ya sepamos el final y hasta los mínimos pormenores de la trama. Revisitar un partido antiguo que nuestro equipo ha perdido es una forma inexplicable de la tortura psicológica; ya sabemos el resultado, posiblemente ya hemos hecho el duelo por ese partido perdido y sin embargo la herida se abre con rapidez y la sangre empieza a brotar como si el tiempo hubiera retrocedido. ¿Quién puede ver la final de Argentina contra Alemania del mundial de 1990 y no terminar destrozado? ¿Quién puede volver a ver los goles que casi meten Higuain y Messi en la final de 2014? El tiempo en estos casos es un enemigo perverso que vuelve más injustos los fallos arbitrales y más flagrantes los goles errados. Me consta que hay gente a la que el médico le desaconsejó acercarse a este tipo de transmisiones. Quizás en el futuro el Estado prohíba por ley la retransmisión de partidos que han sido dañinos para el grueso de la población. Sería una forma radical del estado de bienestar: un mundo al que le han extirpado la memoria de sus traumas deportivos, un oscuro mundo feliz.
La primera vez que fui a la cancha, con mi padre, en 1995, no entendí nada. Llevaba años mirando fútbol por televisión pero esto era otra cosa: los colores eran más intensos, las dimensiones más pequeñas y el juego más lento. El primer gol no lo vi (me estaba atando los cordones y no hubo repetición). Hubo un daño allí y desde entonces, cuando he ido a la cancha, casi no miro el partido. O, mejor dicho, no hubo un daño sino un deslumbramiento: todo lo que rodeaba al partido me pareció más atendible que el juego mismo, y desde entonces me aficioné a ir a la cancha y mirar otra cosa, todas las otras cosas que no son el partido.
Hay mucho para ver. Un estadio es una fábrica de pequeñas peripecias. Me obsesionan los agentes de seguridad que se paran al borde del campo de juego, de espaldas a los jugadores y de frente a las plateas. Son hombres que no pueden mirar el partido y cuyo trabajo consiste en controlar a sesenta mil personas que están mirando lo que ellos no pueden ver. Es un ejercicio de negatividad y ascesis, pero son también lectores: saben que se acerca una jugada de peligro porque las caras de aquellos a los que tienen que controlar se crispan, se contraen. También me gusta seguir a los ball boys, esos pibes que son como gacelas y a los que solo les importa la pelota. Su trabajo también es específico y obsesivo: siempre tienen que saber dónde está la pelota; para ellos, el vasto teatro del fútbol se reduce a ese objeto blanco de confección circular. Digamos que para que el espectáculo funcione nadie puede mirar la totalidad del conjunto, salvo el único hombre del lugar que, desde su posición invisible y omnisciente, emula a Dios: la voz del estadio.
A los habitantes de un país futbolero nos cuesta entender que existan pueblos que le han dado la espalda a ese deporte perfecto. El caso norteamericano es quizás el más paradigmático, porque no parece haber espectáculo de masas que no haya sido absorbido por esa máquina de producir eventos rentables. En su libro de conversaciones con Coetzee, Paul Auster dice algo que puede funcionar como posible explicación: “Lo que me deja perplejo en ese deporte es la función del reloj. El juego se precipita hacia delante sin interrupción, los jugadores pierden tiempo, se retrasan, dan vueltas en grupo por el área de juego abrazándose durante dos minutos cuando marcan un gol, y luego, al final de cada mitad, el árbitro agrega caprichosamente un tiempo adicional. En los deportes regidos por reloj que me resultan más conocidos —baloncesto y fútbol americano— la “gestión del cronómetro” es una parte fundamental del juego. Cada vez que la pelota sale fuera de banda, se para el reloj. Un equipo de baloncesto debe lanzar en un espacio de veinticuatro segundos; un equipo de fútbol americano ha de ejecutar su siguiente juego ofensivo en cuarenta y cinco. Todo eso tiene sentido para mí. En el fútbol, sin embargo, hay una especie de letargia o lasitud que parece socavar la importancia del cronómetro; lo que es una contradicción, ya que es un juego regido por reloj. ¿Tiene sentido lo que digo?”. Es extraño, por un lado, que Paul Auster, un novelista, no perciba la condición narrativa que tiene el fútbol, con su posibilidad de ralentizar, de acelerar, de producir remansos y explosiones. Pero además, la desesperación que le produce a Auster la falta de un cronómetro invasivo parece hablar en nombre de su país, un país que no soporta los tiempos lentos ni la vida sin fuegos artificiales.
Mientras escribo este texto, escucho de fondo “Un' estate italiana”, la canción oficial del Mundial de Italia 90. Para casi todos mis amigos, esa canción es como una reliquia que nos lleva a un triste y hermoso mundo perdido. Hace unos años viajé a Italia y cené con Matteo Nucci, un escritor romano con el que hablamos de fútbol y repasamos varios mundiales. Después de la segunda copa no pude contener la emoción y entoné de memoria los primeros versos de ese himno de época. Matteo no lo podía creer. No recordaba demasiado la canción y menos entendía por qué me la sabía completa y la cantaba con esa euforia. Entonces le conté la historia de esa canción y mi país. Fue un momento patrio, de representación nacional. Al día siguiente me mandó un mail y me dijo que la había buscado en YouTube para volver a escucharla y que luego se puso a leer los comentarios de los usuarios. Todos eran argentinos. “Estoy llorando”, decían, al unísono, como si millones de personas se hubieran puesto de acuerdo respecto de la importancia emocional de una canción. Entonces me dijo que esa charla había sido una revelación y que iba a escribir un texto sobre cómo el fútbol es el más subjetivo de los deportes del mundo.
Mauro Libertella
Nació en Ciudad de México en 1983. Creció y vive en Buenos Aires. Es autor de las novelas Mi libro enterrado, El invierno con mi generación, Un reino demasiado breve y Un futuro anterior, y de los libros de ensayos El estilo de los otros, Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero, Ricardo Piglia a la intemperie y Canción llévame lejos.
Material enviado a Aurora Boreal® por Mauro Libertella. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Mauro Libertella. Fotografía Mauro Libertella © Alejandra López publicada con autorización de Mauro Libertella.