Auto cuentos de Saúl Ávarez Lara

saul alvarez 001El otro existe

No es nada nuevo. Es como uno, se parece a uno y muchos lo toman por uno. Pero es otro. Llámenlo doble, sosia, gemelo o sencillamente, otro. Llámenlo "lugar común", es lo mismo. Ese otro aparece o desaparece y hace cosas que uno no ha imaginado. A pesar de lo recurrente del tema, muchos ya han hablado de él, debo decir que estamos en presencia de otro, de mí otro. Con lo que es posible deducir que cada uno tiene el suyo.
Para no alargarme en explicaciones y perder tiempo precioso lo mejor es entrar en materia. Ese otro del que hablo es el que está, disimulado tras mi propia sombra. En los últimos meses he mirado más el piso que el cielo, sin embargo, no por culpa de algún tipo de desencanto tan frecuente en estos tiempos. Sucede que he concentrado esfuerzos en observar el pavimento, el cemento, el asfalto por donde paso porque un día, sin esperarlo, un personaje surgió de la acera y me mostró su perfil de cemento maltrecho. Era el otro. Después de aquella mañana los encuentros se han vuelto frecuentes. He aumentado mis salidas a caminar por el centro o los barrios y cada vez que algún viaje se presenta, cerca o lejos, buena parte consiste en recorrer a pie las calles de las ciudades que visitamos. Siempre llevo una cámara de bolsillo, que ocupa poco espacio y es fácil de manipular en momento en que el otro aparece.

Habrá quien piense: "Al único que se le ocurre ir por todas partes mirando el suelo, ¡qué desperdicio!". Después del descubrimiento paso buena parte de las jornadas al encuentro de las huellas que el otro deja por donde transita, porque es por donde él va que circula la ficción local, a veces en forma de accidentes, en forma de graffitis, de pinturas, o de grietas como la expuesta por Doris Salcedo en la Tate Modern Gallery de Londres para poner en evidencia el vacío apremiante que separa el norte y el sur.
Borges habló del otro con frecuencia. Margaret Atwood, la escritora canadiense, opina que si escribir o leer novelas tiene algún valor es porque obliga a imaginar cómo es ser otra persona. Es algo parecido a lo que dice Enrique Vila-Matas cuando habla de que escribir es como hacerse pasar por otro. David Hockney pintó y dibujó cientos de retratos y autorretratos que lo hicieron famoso en los años sesenta y setenta. Porque con los pintores pasa lo mismo que con los escritores, sus retratos y autorretratos son una forma de tomar el lugar del otro para que aquel, pueda salir del lienzo. O, como ya se dijo de la relación entre Shakespeare y Hamlet: fue el otro quien escribió al uno y no al contrario.
Pero esto no sucede sólo con los artistas o los escritores. Un amigo, que sabía de mis devaneos con la insistente presencia del otro, me dijo que alguien tomaba su lugar y hacía cosas que nunca se le hubieran ocurrido. Mi amigo tenía por qué estar preocupado. En su trabajo era imposible que la imaginación tomara el lugar del análisis racional. Una mañana alguien idéntico a él, ninguno de sus compañeros lo puso en duda, ocupó su escritorio y despachó los asuntos del momento con criterios que él no hubiera aplicado: otorgó permisos, pagó facturas por adelantado y autorizó reuniones con compañeros de otras oficinas. Mi amigo encontró las situaciones de la mañana resueltas y quiso protestar pero su secretaria le recordó que él mismo las había autorizado. Cuando dijo que era víctima de una suplantación, ni su secretaria ni su mujer, esa noche en casa, le creyeron. Sucedió también que lo vieron en lugares donde no había estado. Incluso su mujer fue víctima del otro. ¿Cómo? no lo dijo, su satisfacción era suficiente. Se me ocurrió, pero no se lo dije por supuesto, que mi amigo era el personaje de alguna ficción imaginada por un otro que así se desligaba de ella.
Alguna vez escribí que con frecuencia encuentro personas que dicen haberme visto en lugares donde nunca he estado, desempeñando funciones para las que no tengo habilidad. He encontrado personas que me toman por el otro en la calle o que, en lugares extraños, me abordan para preguntar alguna dirección o información local que de toda evidencia desconozco. Incluso me ha sucedido que no sé responder porque no hablo la lengua en que me preguntan. Es el otro quien ha estado en esos lugares y lo han visto. No queda duda.

 

 

Biografía apócrifa de Bobby Rodríguez Rodríguez

Bobby Rodríguez es un nombre con no pocos homónimos, algunos famosos. Un Bobby Rodríguez fue el creador del conocido "Latin Funk" de los años setenta en Nueva York, que además de ser el director de "La Compañía", orquesta que hizo historia, era saxofonista tenor y soprano, clarinetista, arreglista y pianista, pero sobre todo flautista. Otro Bobby Rodríguez fue un jonronero puertorriqueño que hizo todo los posible por jugar en las grandes ligas y nunca lo logró porque siempre llegó tarde. Al final de su carrera por un puesto en cualquier novena, alguien le dijo que el béisbol no era lo suyo y lo abandonó. Otro Bobby Rodríguez estudió derecho, obtuvo el título y se hizo famoso en los estrados de Paloquemao en Bogotá bajo el sobrenombre de doctor Rodríguez.
El Bobby Rodríguez Rodríguez de quien hablo, con el apellido repetido, es un personaje único. Una de las últimas veces que lo vi le dije que si fuera futbolista y argentino, por su pelo largo, liso y negro, lo llamarían "el indio Rodríguez" como si hubiera nacido en Tucumán. Pero no, este Bobby nació en Bogotá y se crió en San Victorino donde vivió solo y de la buena fortuna hasta los doce años cuando una familia, los Rodríguez, en viaje de turismo a Europa lo llevó como un miembro más. Por supuesto, Bobby no regresó con ellos, se quedó en el sur de Francia. ¿Que dejarlo allí fue algo pactado entre él y los Rodríguez? es difícil de corroborar y carece de importancia.
En la estación de tren de Perpignan conoció una mujer de unos treinta y cinco años, rubia, bonita, vestida con una falda de algodón florido y blusa blanca que le preguntó si estaba perdido. Bobby apenas entendió el español a medias con que la mujer le habló, desconfió y respondió que no, que esperaba a sus padres. La mujer ignoró la respuesta y le dijo que si no tenía dónde dormir ella podía llevarlo a su casa para que pasara la noche. Bobby se negó de nuevo. La mujer dijo entonces, mi casa está a dos calles saliendo por allí, le señaló una puerta de costado y agregó, es el número treinta y dos. No había dado aún dos pasos hacia la puerta cuando Bobby murmuró: bueno, está bien. Vamos, fue la respuesta de la mujer que a partir de ese momento se llamó Mimi, la madre, la acompañante, la mesenas, la amante durante todos los años que siguieron. Cuando lo conocí, unos veinte años después de esa tarde en Perpignan vivían en el tercer piso de un edificio en el centro de Bruselas, cerca de la Place Rouppe. Tenían un gallo por mascota. Mimi era una mujer mayor que miraba a Bobby con ojos de madre y Bobby era pintor. Fue por eso que lo conocí, sin embargo no alcanzo ahora a describir cómo fue ese encuentro y el tiempo que compartimos. Tal vez un "retrato en palabras" que escribí para una exposición sea una guía más acertada de cómo eran él y su obra:
"No había razón para pensar que más allá de la sutileza de sus composiciones, lo que las sostenía era la tensión que se fraguaba en su interior. La ocasión se presentó una noche en su estudio. Es hora de comenzar, dijo al abrirme la puerta. Sobre el caballete había una tela blanca. Este es el ring, anunció rozando la tela con su mano y fue a una esquina. Su sombra, que en ese momento se separó de él, fue a la esquina opuesta. Estaba decidido desde antes de mi llegada que yo sería el árbitro, tocaría la campana o haría el conteo en caso de necesidad. En esas condiciones se inició el combate. Cuerpo y sombra intercambiaron golpes cruzados desde el primer momento. No se defendieron, siempre atacaron, cuando la sombra hacía una forma, el cuerpo agregaba la textura o mezclaba el color para tensionar. Varias veces se cruzaron sombra y hombre; en algunas ocasiones llegaron a confundirse y debí separarlos, el resultado fue siempre inesperado, volátil. Cayeron al lienzo las mismas veces que se levantaron. Como en la edad antigua, el duelo debía terminar cuando uno de los contendientes dejara el ring.
El gallo cantó cuando él, o su sombra, se sentó junto a mi exhausto y dijo, listo, está acabado. Desde la puerta del estudio, escuché otra voz decir lo mismo antes de desaparecer en la penumbra del pasillo. Frente a mi había una galaxia."
Hace poco, un año o dos, navegando por internet encontré un retrato de Bobby en su estudio de Bruselas. Escribí a Philippe Debroe, el fotógrafo, pidiéndole el correo de Bobby para reanudar el contacto. Pasaron varios meses antes de recibir respuesta: "El retrato de Bobby Rodríguez que encontró en mi página web, escribió Debroe, lo hice en el invierno del 2000. Después de ese día lo perdí de vista. Una tarde del año 2006 pasé por su estudio a visitarlo, vivía solo con su gallo mascota en una casa frente al Manneken-pis. La casa era grande y las pinturas que hacía en ese momento eran también de gran formato, se le veía contento, me dijo que todo iba bien y sólo tenía un problema, estaba pintando obras muy grandes y no había en esa casa puerta o ventana por donde las pudiera sacar. Todas tenían sitio fijo en el lugar mismo donde las había pintado. Después de ese día intenté visitarlo un par de ocasiones, concluyó en fotógrafo Debroe, pero nunca lo encontré. No lo he vuelto a ver..."

 

 

El placer de la distorsión

La impresión que me producen las tres personas que cabecean al ritmo del vaivén del bus cuando me subo en la esquina de mi casa, es la de mal despertados que intentan sacar, de donde no tienen, algunos minutos más de sueño. Los tres: un hombre con figura de mando medio, corbata sin saco y maletín de cobrador; una mujer de edad indefinible, vestida como si fuera para un lugar distinto al trabajo; y una joven con ropa apretada, audífonos y cabellera asustada de todos los colores. El cuarto pasajero soy yo; el quinto, el chofer que desliza su herramienta de trabajo entre los carros a una velocidad mayor de la permitida. Durante el trayecto, por lo menos hasta que me bajé dos cuadras después de la parada del Parque, nadie más subió.
La mujer de edad indefinida, cuando no dormita, mira por la ventana con expresión de quien hace cuentas. Mueve los labios, habla con otra persona en algún lugar fuera del bus y por la forma como aprieta la boca es evidente que a quien habla no escucha o que las cuentas están equivocadas. Hacer cuentas es un ejercicio masivo. Muchos lo practican en la intimidad. Hacen cuentas para saber si el dinero, el tiempo, los objetos, incluso el amor o el odio van por buen camino o con el saldo en rojo.
Mientras la mujer hace cuentas, el mando medio se remueve impaciente en su puesto, cabecea y también mira por la ventana. Se rasca la entrepierna, se acomoda, se mira la camisa, disimula una arruga que notó en el costado y repasa lo que lleva en el maletín. Nada puede faltar. Cuadernos para la clase de la noche, lápices, notas, un recipiente hermético con el almuerzo, dos pañuelos, un manojo de papel higiénico para un caso de emergencia y una medalla de la Virgen del Carmen, regalo de la abuela. El hombre tiene hambre, a toda hora tiene hambre y le metería el diente a las dos papas rellenas que lleva para el almuerzo pero le da pena en el bus.
La joven con ropa apretada escucha "reggaeton" en los audífonos. Sólo la música, ningún otro sonido llega a sus oídos. Su mirada parece vacía como si lo que pasara en frente fuera una película que nada tiene que ver con ella. Es una ausente. Varias veces, durante el recorrido, me pregunté si sabe dónde bajar o no le importa, en cualquier lugar es igual. Sus preocupaciones no están en las cuentas como la mujer o en lo que va a almorzar como el mando medio, le preocupa el amigo que la alimenta de música; la llevó donde le hicieron el tatuaje arriba de las nalgas, la llevó a conocer el estadio por dentro y no ha vuelto desde que se fue en bus, con la barra, a ver un partido en otra ciudad.
"... Nuestra vida depende de cómo la distorsionamos... " dijo Woody Allen en una película. No sé si lo dijo como un parlamento propio o prestado al personaje de turno que no era otro que él mismo. Hay gentes, como la chica del bus, que la distorsionan por los oídos hasta el punto de dejarla con la mirada perdida. Otros la distorsionan por el gusto, los sabores los colman y son capaces de adivinar los ingredientes de una salsa con sólo probar la punta de un cuchillo. Otros la distorsionan por el olfato, los aromas del vino en particular, distinguen el roble, los taninos, la intensidad de la fruta, la temperatura que cambia los sabores, algunos de estos personajes son sólo nariz. Otros la distorsionan por el tacto, ven más, mejor, con mayor precisión, con las puntas de los dedos que con los mismos ojos.
Distorsionar para que, de hacerlo o no, dependa la vida, está ligado a los sentidos. Sin embargo, Woody Allen o su personaje lo dijeron desde la invención que propone historias o personajes y alcanza a distorsionar lo que se ve, se siente, se toca o se huele y a pesar de que parece lo mismo, su frase incluye no solo cómo uno distorsiona su alrededor, sino, cómo los otros lo distorsionan a uno.

 

Saúl Álvarez Lara
Colombia, 1948. Escritor, editor, pintor, ilustrador, diseñador. Miro, escribo y también dibujo cómo y dónde, entre ficción y cotidianidad, se construyen las historias de cada día.  Obra: Recuentos (libro de cuentos, 2001), El teatro leve (cuentos, narraciones a partir de ilustraciones realizadas por el pintor colombiano Humberto Pérez Tobón, 2002), El sótano del cielo (cuentos, 2003),  La silla del otro (novela, 2005), Otra vez! (novela, 2007), Las musas del teatro leve (narraciones a partir de ilustraciones del artista catalán Sergio Mora,2011), Tres cuadernos: Testigos urbanos, Pasajeros de bus y  Signos de ciudad (ficciones y fotografías, 2013).

 

Material enviado a Aurora Boreal®. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Saúl Álvarez Lara. Foto Saúl Álvarez Lara © Saúl Álvarez Lara.

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