Borges buscaba a Dios

borges_001Jorge Luis Borges, corto de vista y con lentes desde la infancia, no se sintió en la madurez atormentado en extremo por la ceguera; primero porque le llegó de forma gradual, como antes le había llegado al padre; y después porque la estuvo esperando durante más de cuarenta años, seguro de no poder escapar de esa mala estrella y convencido de que, según él mismo decía, "El destino no hace acuerdos".
Encerrado en la biblioteca de la familia durante la infancia y en la de Almagro, Buenos Aires, desde muy joven, encuentra en los libros que lee y en los que escribirá más tarde una manera de escapar de la realidad, que parecía aterrorizarlo.

Era un hombre corpulento y soberbio. Tan soberbio era que, temeroso de inspirar compasión, declaraba que la invidencia era en él una ventaja porque le permitía memorizar mejor sus versos y, además, recordar siempre bellas, sin arrugas, las caras de las mujeres que había amado. De este modo, él mismo se convierte en un personaje que va por el mundo interpretando el papel de un ciego que se siente privilegiado por la ceguera.No hay destino mejor que otro, el que a uno le toca debe asumirlo sin lamentaciones, decía esta caballero que imaginó el paraíso como una biblioteca y para quien ¡qué ironía! la más elevada forma de la felicidad eran los libros, que después de ciego nunca dejó de hacerse leer.


Dicen los que poco saben de su dolorosa infancia que lo enceguecieron las inagotables lecturas que el joven iniciaba mucho antes del mediodía, retomaba al anochecer, después de la cena, y prolongaba hasta los crepúsculos del alba; otros, cercanos a la familia, conjeturan que se propuso devorar filosofías, literaturas y teologías de todos los tiempos desde cuando, a los cuatro años de edad, la abuela inglesa le hizo saber que quedaría ciego como su padre. Esta advertencia, vista por la parentela, por Borges y Acevedo, como una atrocidad, fue considerada necesaria por la abuela, que quería desde temprano dotar al nieto del coraje que le permitiría sobreponerse al peso de la noche que se le instalaría en los ojos y, además, fomentar en él la vocación por los libros, convencida como estaba de que en todo buen lector hay un escritor en potencia. A su hijo, de quien quiso hacer un gran escritor, lo sorprendió la ceguera sin alcanzar la gloria, poco después de escribir el único libro que le fue posible publicar. No deseaba la horrible sorpresa para el nieto; calculó que enseñándolo a leer en inglés a los tres años de edad podría su descendiente construir una obra antes de enceguecer. Así, hasta los cuarenta y cinco años la vida de Borges fue una carrera contra la amenazante ceguera, una lucha contra el tiempo, que devoraba la luz de sus ojos como el devoraba los libros.
Los poetas son precoces, componen los mejores versos antes de los veinte, no creo en poetas gordos y viejos, le dijo al nieto cuando éste le mostró un poema inspirado en el aljibe y los árboles del patio de la casa.
Las vocaciones se fomentan: el que nace entre músicos tarde o temprano toca la guitarra, el piano o el acordeón; el que se cría entre gallos se hace gallero; y el que crece entre charreteras, sables y fusiles, termina en los cuarteles, decía la abuela, con la seguridad de que si el nieto crecía entre libros acabaría escribiendo libros.
Su esposo había muerto lanceado en el pecho en una escaramuza, que ella magnificó, colmó de grandeza, para poder compararla con la batalla de Junín, en donde se batió heroicamente un bisabuelo del nieto por la línea materna.
Educada con esmero en Inglaterra, entre bibliotecas, museos y salas de conciertos, la abuela lamentaba en privado la triste muerte de su esposo, ejecutada por indios semidesnudos ocultos en pajonales de una llanura argentina; y desdeñaba la gloria de hombres como Rosas, Artigas o Stalin, porque, según ella, las vueltas en redondo que va dando la historia acaban bajando sus estatuas de los pedestales. Lo que perdura es lo hecho por la pluma, no por la espada, le decía al nieto. Este no la contrariaba, pero admiraba tanto a sus mayores, hombres de guerra, fundadores de la patria argentina, que su devoción por los libros le parecía cosa propia de cobardes.
En las tres ocasiones en que enfermó de gravedad, temeroso de morir sin gloria en una cama de hospital, Borges se vio en sueños sucesivos comandando un pelotón de caballería, montado en un overo brioso, del que era derribado, primero por una flecha que le ensangrentaba la frente, después por una lanza que se le hundía en el vientre y finalmente por un disparo de fusil que le rompía los huesos del pecho. No despertaba atemorizado, agradecía no haberse comportado en el sueño como un cobarde.

Ramón Molinares Sarmiento. Escritor colombiano (1943). Estudió en la Escuela Normal de Medellín y en la Universidad Libre de Bogotá. En las universidades de Lille y Montpellier, Francia, realizó estudios de especialización en literatura francesa. Es autor de las novelas Exiliados en Lille, El saxofón del cautivo y Un hombre destinado a mentir. Fue columnista del diario El Heraldo de Barranquilla, donde también ha publicado cuentos y ensayos. En el concurso "Noventa años de El Espectador" fueron premiados sus cuentos "Chartier" y "Carne de varón tierno".ramon_molinares_001Inspirado en estos sueños compuso poemas que lo hicieron famoso. Sus compatriotas los leían, los siguen leyendo con fervor en Buenos Aires, porque en ellos encuentran los argentinos la imagen de valientes que tienen de sí mismos. Nadie, dicen entre ellos, se arrepiente de haber sido valiente, todos nos arrepentimos de haber sido cobardes; si no es así, que lo diga el expresidente panameño Manuel Antonio Noriega, agregan, con sonrisa de burla.
Sin embargo, los poemas de esas pesadillas, en los que era sincero, en los que como todo poeta estaba obligado a ser sincero, no le dieron tanta nombradía como las invenciones que comenzó a escribir en prosa a los treinta años.
En los años cincuentas del siglo pasado, dos décadas después de construidas esas invenciones, un sabio francés de reconocido olfato estético, nombrado Roger Callois, confesó que al leerlas experimentó el mismo asombro que le produjo la lectura de Las mil y una noches. En sus páginas, de estilo deliberadamente anacrónico, abundan los fantasmas, los portentos, lo sobrenatural; están dotadas de esa atmósfera propia de las sociedades sagradas, como las de los hindúes y los árabes, que se respira en los cuentos de Scherezade-dijo
Cuando, ya de regreso a Francia, Callois tradujo a su lengua materna las invenciones que tanto lo habían conmovido, y la fama del autor argentino se extendió a todos los rincones de la tierra, agnósticos, creyentes y ateos de Buenos Aires comenzaron a disputárselo. La ceguera lo ha llevado a buscar consuelo en el Señor, ahora esta viendo el mundo a través de los ojos de Dios, a quien debe su obra, propalaron católicos y protestantes desde los altares de los templos
Borges se sintió profundamente lastimado por estas declaraciones porque pensó que podrían rebajar a sus lectores a la compasión y las lágrimas, que detestaba. Le resultaron, además, inexplicables, porque ya antes había escrito, entre otras, herejías como estas: Jesucristo es un impostor; la Trinidad una monstruosidad, una pesadilla de alguien que delira de fiebre; es monstruoso afirmar que El Padre, El Hijo, que es posterior al Padre, y El Espíritu Santo, que supuestamente dictó los versos de la Biblia, son el mismo Dios, tres personas en una.
Con serenidad, sin ánimo de polemizar, declaró que no tenía creencias, que su padre, profesor de filosofía, le hablaba con la misma curiosidad, sin aludir a lo sobrenatural, de las divinidades griegas, romanas, hebreas y cristianas; y que todas estas invenciones las veía como a las filosofías, por lo que tienen de estético y de maravilloso. Aquiles, hijo de dioses, no me impresiona menos que Jesús, fruto divino nacido del vientre de una mortal, como se daba con frecuencia en las literaturas de la antigüedad. No hay dioses, añadió, no hay más allá, no hay infiernos ni paraísos que no hayan sido inventados por el hombre. El mundo es eterno y caótico, no tiene sentido, ninguna lógica le es aplicable. La lógica inventada para penetrar el mundo, que en realidad es impenetrable, solo sirve para darnos consuelos ilusorios, para que acatemos por unos días, por unos años, el contenido de filosofías que después resultan falaces.
Sin embargo, a pesar de estas herejías, son tantos los personajes que en su obra imploran el favor de los dioses; tantos los milagros secretos que en ella se realizan; y tantas las alusiones a pasajes bíblicos, a teólogos, a heresiarcas, a templos en ruinas y a divinidades y religiones ya muertas, que es imposible no pensar que, si bien el hombre era incrédulo, estaba dotado de un caluroso espíritu religioso. En sus textos son moneda corriente expresiones como fango sagrado, sorteos sagrados, toros sagrados, letrinas sagradas, escrituras sagradas, sacro orden de nuestras vidas etc. Sus personajes andan en busca de algo o de alguien que le de sentido a la vida humana; andan en busca de lo absoluto, de lo divino. Les sucede como a El perseguidor de Cortázar, un músico que buscaba una melodía, de algún modo una divinidad, que siempre le resultó inalcanzable.
La observación de que Borges estaba dotado de un espíritu religioso, aceptada por los estudiosos de su obra, la confirmó él mismo con estas palabras: Todo hombre culto es un teólogo y para serlo no es indispensable la fe. Algo semejante dijo recientemente el escritor portugués José Saramago: se necesita un alto grado de religiosidad para ser ateo.
Las manifestaciones de incredulidad que hemos señalado no les han impedido a los creyentes continuar sosteniendo que Borges no cesó nunca de buscar a Dios.
Así es, es posible que así sea, les responden airados agnósticos y ateos, pero lo hacía por razones meramente estéticas; lo buscaba porque, aun cuando su búsqueda le pareciera una broma, deseaba un orden para el caótico mundo; apelaba a él como recurso literario: José Hernández y Domingo Faustino Sarmiento nos habían revelado el gaucho y la pampa argentinos; Guimaraes Rosa revelaba el Gran Sertón; José Eustasio Rivera, la selva amazónica y los llanos orientales de Colombia; Jorge Icaza, la explotación de los indios por los latifundistas ecuatorianos; Alejo Carpentier, las tempestades del mar Caribe; Carlos fuentes, la región más transparente de América; y García Márquez el origen de los pueblos sudamericanos. Borges se propuso una tarea más ardua: revelarnos el universo. Se propuso escribir una obra que abarcara todos los puntos del universo, que involucrara a los astros y en la que se vieran, al mismo tiempo, de un solo golpe, lo vivido por todos los hombres del presente, del pasado y del porvenir. Una historia como esta, pensó, tuvo que haber pensado, solo puede ser contada desde el punto de vista de un dios, capaz de verlo todo en un instante. Mientras pensaba en el lugar en que debía situarse el narrador de su historia pudo haberse dicho: Ningún ser humano es capaz de concebir, de imaginar algo que no tenga límites; los dioses de todos los tiempos son fruto de la necesidad que tienen los hombres de que exista alguien, así sea imaginario, capaz de abarcar con la mirada lo que a ellos les esta vedado: el ilimitado universo.
Sin embargo, ya se sabe que a los dioses les imponen los hombres sus propias limitaciones: Jesús no supo, no pudo saber que existían en lo que sería América seres humano que debían se redimidos, porque nada de este continente sabían entonces europeos, africanos y asiáticos. Si Jesús era el mismo Dios ¿cómo es posible que no haya sabido que había humanos en lo que se llamaría Nuevo Mundo?
El místico busca a Dios por amor a él, con quien aspira a estar en comunión; Borges lo buscaba por la inquietud que suscitaban en él la eternidad, el tiempo, la infinitud del universo. Le agradaban las religiones y las invenciones de sus dioses porque han permitido postular maravillosas interpretaciones sobre el origen del mundo y del hombre. Él mismo creó al sacerdote azteca Tzinancán, quien, con la ayuda de su dios, pudo ver en una rueda que giraba sobre sí misma lo ocurrido en el pasado y lo que ocurriría en el porvenir: millones de acontecimientos, deleitables unos y atroces otros, que pasaban ante sus ojos, se elevaban hasta perderse en el otro extremo de la rueda para luego volver a repetirse. Esto le permitió decir a Tzinancán lo que otro diría o ya había dicho en otro lugar de la tierra: No hay nada nuevo bajo el sol. Lo que se da en un lugar se da en todos y en todas las épocas; alguien volverá a matar a su hermano; Caín seguirá matando a Abel; el que aprieta un fusil de un soldado muerto, es otra vez el muerto
A veces lo incomodaba este monótono vaivén de la rueda, ese eterno retorno de todas las cosas, porque, si bien Tzinancán pudo ver a los hombres del pasado y del porvenir, protagonistas de su invención, nada supo decir de esos espacios infinitos, inhabitados, que se extienden más allá de su imaginario círculo. La rueda de Tzinancán tenía limitaciones, no podía circuir el universo.
En otra de sus invenciones, en la que, como en los cuentos de hadas, el lector acepta lo maravilloso sin sentir que se han roto las leyes de la naturaleza, Jaromir Hladik habla con su dios: "para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más... una voz ubicua le dijo: el tiempo de tu labor ha sido otorgado".
Luego de este diálogo los acontecimientos no ocurren en la realidad sino en la mente de Hladik, que no invoca a su dios para que lo redima, lo libre de pecado, sino para que le permita terminar un drama. Este personaje hebreo, creyente, demanda y recibe en una ficción lo que un hombre sin fe, como Borges, no podría solicitar ni mucho menos obtener. Borges no se remite en su cuento a la fe de los crédulos sino a la momentánea fe que la literatura exige del lector; lo que le importa es que a este le resulte verosímil la historia que le cuenta; sabe que, en realidad, a los dioses se les habla y no responden, que nadie les ha visto la cara; que no se les puede hacer preguntas así como tampoco se puede interrogar el universo, lo inconcebible, lo indescifrable. No podemos obtener respuesta de quien no conocemos, de quien no sabemos cómo es, ni sobre lo que no sabemos preguntar.
No obstante, Borges no dejó nunca de hacerse preguntas, de conjeturar, de jugar a ser un dios, el juego que más le gustaba, de crear laberintos, mundos en los que los hombres, como en la tierra, se sienten perdidos, sobre todo si son incrédulos. En uno de estos laberintos, llamado "El jardín de senderos que se bifurcan", acaso el más abstracto de los imaginados por él, los hombres no se extravían en el espacio sino en el tiempo.
Hay hombres que nacen destinados a ejercer el poder; otros son destinados a la gloria, la riqueza, la dicha, la infelicidad, la muerte prematura, el sufrimiento, la pobreza. Nadie, dicen los fatalistas, puede escapar a esas incorregibles fuerzas del destino que llevan a unos por caminos de rosas y a otros por atajos espinosos. Pero en este laberinto suyo, más justo, más equitativo, más simétrico, un hombre, cualquier hombre, repite en incontables circunstancias lo vivido por cada uno de los hombres de todos los tiempos. En esta invención no asistimos al destino de un hombre sino a todos los destinos posibles de un ser humano. Así, un hombre puede ser el delator en unas circunstancias y el delatado en otras; hoy puede ser Jesús y mañana, en otras circunstancias, en otras bifurcaciones del tiempo, puede ser Judas. De este modo, El jardín de senderos que se bifurcan es una obra sin fin, se extiende hasta lo infinito con los mismos personajes; en él lo importante es la especie, no los individuos, a quienes, como en buena parte de sus invenciones, el autor no les da nombre porque, a la larga, todos los hombres son el mismo hombre. En este laberinto el tiempo es, por supuesto, imaginario, subjetivo. Allí los hombres hacen el tiempo, están hechos de tiempo, son el tiempo y, además, el centro del universo. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho, dice Borges, en un arrebato de misticismo, de panteísmo. Es un río que me desborda pero yo soy el río, es un tigre que me devora pero yo soy el tigre, es un fuego que me consume pero yo soy el fuego.
Más allá de su laberinto antropocéntrico, nada puede decirnos Borges de esos espacios distantes, inimaginables, en los que no sabemos si existen seres vivos e inteligentes como él, capaces de angustiarse por el tamaño del universo, por verlo en su totalidad.
Miguel de Cervantes le impuso a la realidad a Don Quijote de la Mancha, un personaje de ficción cuya triste figura, la que más hondamente ha calado en la conciencia de la humanidad, vemos en las plazas públicas montado en su caballo con la lanza en ristre, en los ceniceros de los bares, en llaveros de turistas e, incluso, andando a pie o en su cabalgadura por una calle cualquiera de nuestro planeta: Ese que va ahí es un Quijote, dice la gente al ver pasar un caballero ansioso de hacer justicia, dando con ello por sentado que la realidad imita al arte y no al contrario, que la realidad acaba por aceptar como de carne y hueso a los personajes nacidos de la imaginación de los grandes artistas.
Borges también creó, hizo un hombre de sueños con la ayuda de un dios al que ya no se le rendía culto y cuyo templo estaba en ruinas. Imaginó, soñó al hombre en ese templo y luego lo mandó a embanderar una cumbre para que todos viéramos, como en efecto vimos, que el soñado tenía la consistencia propia de los seres que forman parte de la realidad. Soñó ese hombre, lo hizo a punta de sueños, dice él mismo, porque abominaba de la cópula, que multiplica el número de los hombres; pero hay quienes sostienen que aborrecía la copulación porque de niño vio o pudo haber visto a sus padres desnudos, reflejados en la luna de un espejo, haciendo esa cosa horrible que Emma Zunz, todavía virgen, hizo con un marinero extranjero en el camarote de un barco anclado en el puerto de Buenos Aires.
A Borges le encantaba la idea de que la vida es sueño; lo tranquilizaba pensar que, como su soñado, también él podría ser la proyección del sueño de otro.
Luego de soñar un hombre, deseoso de escapar de la realidad que lo atormentaba, se entregó a la tarea de imaginar, de crear un planeta que le resultara más grato que la Tierra. En ese planeta (no podía ser de otra manera), todas las cosas y formas de la cultura, como las religiones, filosofías, teologías y ciencias nos recuerdan a las de la tierra. Solo que allí, en Tlon, como se llama el planeta, los mares, las montañas y el cielo no existen independientemente de la mente de sus habitantes; todos los objetos son fruto de la imaginación, siempre despierta, de los tlonenses y, por lo mismo, no ocupan lugar en el espacio. Si cesara la actividad mental, si todos en Tlon se durmieran al mismo tiempo, el planeta desaparecería. Por fortuna, como en la Tierra, hay siempre en Tlon trasnochadores, juerguistas, camioneros y policías de barrio que no dejan morir las calles, que siguen existiendo en la mente.
Tan esmerada ha sido la creación de este planeta y tan vigorosa la imaginación de sus habitantes, que llegamos a aceptar que muchos de los objetos allí creados por la mente han penetrado el mundo de los terrícolas. En los museos de París, Londres o Barranquilla, la gente observa con la misma curiosidad tanto una medalla producida por la mente de un tlonense como una lanza de Don Quijote o un pescadito de oro fabricado en Macondo: no encuentran diferencias entre estos objetos de uno y otro planeta, productos de la imaginación.
Todo existe en el pensamiento dicen en Tlon; lo que no está siendo pensado, lo que no está ocupando un espacio en la mente no existe.
Después de buscarlo en los libros sagrados de todos los pueblos, Borges vino a encontrar a Dios en donde menos se lo esperaba. Se lo reveló un hombre a quien despreciaba; un poeta un tanto desafinado que, según él, había dilatado hasta lo imposible las posibilidades de la cacofonía y el caos, le hizo ver el universo en un Aleph que tenía en el sótano de su casa, en Buenos Aires.
Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo. Para los cabalistas esa letra significa la "ilimitada y pura divinidad"; es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.
Tendido bocarriba, Borges vio todos esos puntos del universo que, sin superposición y sin transparencia, ocupan el mismo punto. "Vi el populoso mar-nos dice-, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto( era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo...vi el Aleph desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra , y en la tierra otra vez el Aleph, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre a mirado: el inconcebible universo".
Dios, cuya cara no ha visto nadie, es, para Borges, todas las cosas contenidas en el universo; es el nombre que le damos a lo ilimitado, a lo indescifrable, a lo misterioso, a lo terrible, a lo amenazante; es el nombre que en su primera noche de tempestades el hombre atemorizado le dio al trueno, a la lluvia, a la blancura de la nieve, a las inundaciones, a lo que nos salva de los terremotos, de las centellas; en fin, Dios es todos los puntos del universo que creyó haber visto Borges, el mayor de sus deseos, su más grande satisfacción, pero que, a pesar de su esfuerzo no pudo revelarnos, transmitirnos como quería, traducir a palabras, porque " es imposible enumerar las cosas de un conjunto infinito".
En realidad, Borges no pudo ver a Dios, no pudo ver el universo en su totalidad. Lo que nos transmite es lo que puede imaginar un hombre desde la Tierra. Otro ser inteligente, situado en otro planeta, a millones de millones de kilómetros de distancia de nosotros, en otro extremo del universo, nos ofrecería una visión distinta de la suya; probablemente no vería humanos ni vería Aleph.
Dice haber visto el universo en "una esfera tornasolada de casi intolerable fulgor". Pero es imposible que lo haya visto en su totalidad porque, como él mismo nos recuerda en El Aleph, "el universo es una esfera cuyo centro está en todas parte y la circunferencia en ninguna".
Borges murió, como todos los hombres, sin ver a Dios; de haberlo visto habría escapado de la muerte, razón por la cual los hombres de todos los tiempos lo han buscado con desesperación. El místico busca la comunión con Dios, que se supone inmortal, para de algún modo participar de su inmortalidad.
Puesta aparte la literatura, los artificios de que se vale Borges para satisfacer su vasto propósito, revelarnos el universo, la obra completa de este autor suramericano, particularmente su cuento Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, puede llevarnos a la siguiente conclusión: Existen el dios de los judíos, el dios de los musulmanes, el dios de los cristianos, pero sólo del mismo modo que existen las cosas en Tlon, en la mente de los hombres. Si todos los hombres se durmieran al mismo tiempo los dioses desaparecerían. Y si alguien alega que, mientras duermen, los hombres seguirán soñando a sus dioses, habría que formular la hipótesis de la siguiente manera: si cesara toda forma de vida en la Tierra, los dioses dejarían de existir.

 

Borges buscaba a Dios enviado a Aurora Boreal® por Ramón Molinares Sarmiento y Julio Olaciregui. Pubilcado en Aurora Boreal® con autorización de Ramón Molinares Sarmiento y Julio Olaciregui. Foto Ramón Molinares © Sarmiento Ramón Molinares Sarmiento.

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