La columna de Víctor Montoya
No cumplí con la solicitud de los torturadores, pero sí con el deseo de usar la literatura como arma de denuncia y protesta. Así empecé a escribir, con letra menuda y apretada, las primeras páginas de Huelga y represión, un libro situado a medio camino entre el testimonio personal y la historia novelada, cuyo primer manuscrito se escabulló por los barrotes de la cárcel gracias a la complicidad de mi madre, quien sacaba las páginas sueltas, bien plegadas y camufladas, cada vez que venía a verme con las esperanzas de que pronto recobraría la libertad.
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Los cuentos de Cáceres Romero, que en el fondo cuestionan la doble moral en torno a la sexualidad y los cánones de un sistema patriarcal, nos revelan la variedad de relaciones que se dan en una cultura compleja y contradictoria. Recrea con conocimiento de causa las historias en las cuales el matrimonio dura sólo hasta la misma noche de bodas o se declara el divorcio seis meses después de una luna de miel apenas disfrutada. Se tratan de parejas que, por motivos de infidelidad, conveniencia, presión social o incompatibilidad, están destinadas a romperse como vasijas de barro antes de que terminen de sonar los valses de Strauss.
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Los tres números (1982-83), dirigidas por quien firma esta nota y editadas por el Instituto de Inmigrantes de Borås, son una muestra clara del impulso creativo de los implicados, pero también de la sencillez de una empresa sin afanes de lucro y hecho a puro pulmón. No en vano en la presentación del primer número se advierte que PuertAbierta nació como un medio de expresión de un grupo de escritores latinoamericanos en Suecia, con el fin de buscar una "PuertAbierta a la creación y al diálogo, para compartir criterios, preocupaciones, luchas y esperanzas que, al fin y al cabo, serán el reflejo de la creación cultural latinoamericana, para reencontrarnos a nosotros mismos, para llegar a Ser, a pesar de la distancia y la incomunicación. PuertAbierta para todos aquellos escritores, profesionales o no, experimentados o nuevos. PuertAbierta no es un medio de censura, sino un canal que pretende viabilizar la creación artística...".
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María Josefa Mujía (Sucre, 1812-1888), conocida también como la Ciega, escribió versos de dolor y de tristeza en la intimidad de su hogar. Sus biógrafos dicen que perdió la vista de tanto llorar la muerte de su padre a los catorce años de edad. Tenía una formación autodidacta y una inclinación natural a la versificación; único medio que le permitía transmitir con energía y precisión los sentimientos que le nacían desde lo más hondo de su ser.
María Josefa Mujía, considerada la primera poeta boliviana, alimentó su intelecto y su fantasía de la mano de su hermano Agustín, quien, además de leerle las obras de los clásicos del romanticismo español y francés, le dedicó su tiempo durante veinte años, prácticamente hasta el día en que él falleció en 1854. Desde entonces, y por cerca de treinta cuatro años, la poeta chuquisaqueña llevó una vida en soledad, privada del amor fraternal y sincero que le unía a su hermano, a quien le dictaba sus versos bajo la recomendación de no revelar jamás este "secreto". Sin embargo, conmovido por la temática de los poemas, Agustín faltó a la promesa y se los enseñó confidencialmente a un amigo. Ello bastó para que se divulgase la condición poética de María Josefa Mujía, ya que, poco tiempo después, su poema, "La ciega", apareció publicado en el periódico Eco de la Opinión de su ciudad natal.
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La lengua, como pocos órganos del cuerpo, tiene una libertad de movimientos en todos los sentidos y direcciones -proyecciones hacia afuera, retracción, descenso, elevación, desplazamiento lateral, acortamiento, arqueamiento y rotación-. Presenta, asimismo, un revestimiento superficial de mucosa, que rodea completamente su cara superior o dorso, donde están las "papilas gustativas", con sus diversas formas y tamaños.
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-¿Leíste ya el cuento de Alibech narrado en la tercera noche?
Me quedé como alma suspendida en el vacío. No sabía que el Tío conocía el Decamerón, obra medieval censurada por los padres de la Iglesia debido a sus blasfemias y su desmesurado erotismo.
-Y tú, sin ser ratón de biblioteca, ¿cuándo leíste a Boccaccio? -le pregunté a modo de despejar mi duda.
-No hace falta que lo lea -replicó-. Si conozco al dedillo las obras clásicas es porque algunas de ellas están inspiradas en mi existencia y en mi libre albedrío. Soy el protagonista de esas aventuras y de muchas otras que aún no se han escrito. Si gustas, y dispones de tiempo, puedo contarte algunas para que tú, como buen escribano del diablo, les des forma y les pongas color.
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A Mats Andersson lo conocí en el verano de 1983, por intermedio de la amistad de Larry Lempert, el anarcosindicalista con quien tuve la suerte de trabajar en una biblioteca de Tyresö, donde un día, mientras leía un libro sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil, se apareció el amigo dibujante, agarrado de una bolsita repleta de medicamentos recetados por el médico. "Me han prohibido tomar vino", comentó con un dejo de resignación. Me quedé callado, pero sin dejar de mirarlo de punta a punta. Me llamó la atención su sonrisa franca, su contextura robusta, su melena y barba alborotadas y, sobre todo, su sencillez y preocupación por la problemática de los países del llamado Tercer Mundo.
Mats Andersson (Estocolmo, 1938 - 86), como la mayoría de los militantes de la izquierda sueca, abrazó la causa de los oprimidos y se identificó plenamente con los movimientos de liberación en Latinoamérica, Asia y África. Sus contribuciones, en su condición de dibujante profesional, se encuentran dispersas en diversas publicaciones alternativas de los años 60 y 70, aunque sus mejores creaciones están en los libros destinados a los jóvenes y niños, que él ilustró con pasión y sentido crítico. No existe niño sueco que no haya gozado con el valor estética de sus ilustraciones ni lectores adultos que no se hayan tropezado con sus dibujos satíricos contra los amos del poder.
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En el primer relato, ambientado en el edificio de un Instituto abandonado, nos permite entrar en un cuarto penumbroso y frío, donde tres amigos experimentan hechos inexplicables y enigmáticos, y en el que un libro abierto sobre una mesa, con una sola frase escrita en sus páginas, parece tener todas las explicaciones de un crimen recientemente ejecutado. Se trata de un suceso recreado al más puro estilo de Edgar Allan Poe y, desde un principio, se puede afirmar que la prosa de John Cuéllar, quien sabe tejer hábilmente los elementos de la realidad y la fantasía, nos hace vibrar con situaciones rodeadas por un halo de misterio y nos entrega una poderosa dosis de terror y espanto.
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El enanismo, conocido por el nombre científico de "dismorfismo", está en la Ceca y en la Meca, en el burdo comentario del necio y en el chascarrillo del gracioso que hace reír a mandíbula suelta, sin advertir que, su "complejo de gigante", es una flagrante agresión contra quienes padecen de esta anomalía involuntaria y acaso congénita.
Estos personajes de complexión diminuta, casi siempre cabezones y paticortas, fueron usados como animales exóticos en el castillo de los reyes y en la carpa de los circos, donde su presencia era tan notable como la de los monos y cacatúas de pintoresco plumaje.
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Para empezar, cualquier viaje por alta mar constituye de por sí una aventura inolvidable. El simple hecho de encontrarse en un universo de pasillos, escaleras, ascensores y camarotes, es una suerte de laberinto que uno acepta complacido, pues toda escalera, ascensor o pasillo, conduce a un sitio sosegado y grato.
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Los Andes no creen en Dios, cuyo guión fue el resultado de una interpretación libre de una novela y dos cuentos de Adolfo Costa du Rels, es una mega producción que cuenta en su reparto con actores de primera línea. Se trata de una película que, como pocas veces, intenta hacer justicia a la obra literaria. La novela Los Andes no creen en Dios y los cuentos Plata del diablo y La Misk'i Simi (la de la boca dulce, en quechua), ambientados en la población minera de Uyuni y otras regiones aledañas de Potosí, redescubren una Bolivia de los años 1920-40; época en que la explotación de los yacimientos minerales experimentaba un auge y un esplendor sin precedentes.
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