Una va sola

images_stories_trivio_001Una va por ahí bajo la tarde soleada, de esas que de vez en cuando se ven por estos lados. Piensa en las mismas cosas de siempre, en las que le taladran la cabeza. El recorrido se hace más largo, mientras más avanza, como si la meta fuera el infinito. Una va sola porque la gente siempre anda muy ocupada y nadie tiene por qué acompañar a nadie así como así, mejor dicho, nadie tiene

tiempo ni para sonreír en esta ciudad fría. Y es que aunque a una se lo pidan de rodillas, no se va a reír, después de ver lo que se ve por ahí, más bien se enoja si alguien se lo pide. Por la calle van muchos de esos que dicen, atrévase a sonreír y verá lo que le pasa. A una le quitan las ganas de reír esas caras de reprimidos que hacen pensar que esta ciudad es insufrible. Y eso que una procura no mirar a fondo todo lo que la rodea, tal vez por miedo, o porque piensa que detrás de esa cortina hay un mundo descompuesto que lucha por sobrevivir, pero lo que hace es destruirse.

 

 

De tanto caminar una se sofoca y se quita la bufanda porque el frío, la humedad y la rabia del cuerpo la abochornan y esto es insoportable. Mientras el aire refresca, piensa en cómo la represión tiene jodido a todo el mundo, pues en su estrecho círculo no caben las preguntas sobre el sentido de la vida; y éstas ni siquiera existen porque no hay materia que las genere. Pero cuando la gente se empieza a preguntar por el sentido del mundo, el mundo se desdibuja y los objetos aparecen deformes o mutilados a los ojos de los individuos, que no saben por qué se corroen día a día.

Una casi no se atreve a contar lo que sucedió ese día; será porque a veces le parece que el hecho no tiene suficiente importancia como para ser contado o tal vez porque se le ocurre que no vale la pena que se sepa. El caso es que no podía soportar esa atmósfera pesada de la calle y una busca refugio en un lugar cualquiera para alienarse con una insignificancia, para ver una escena superflua o representar una comedia con un personaje anodino, cualquier cosa, menos perderse entre la multitud repleta de vulgaridad. Claro que una quiere ser diferente, pero… ¡Qué vaina!, siempre es igual. Y es que sin saber por qué, una resulta de pronto haciendo cosas que en el fondo no le gustan, o que combate ardientemente. También puede suceder que resulte gustándole lo que siempre ha detestado, porque seguramente, en el fondo, sí le gustaba, pero no se atrevía a reconocerlo. Una se tapa los ojos y los oídos para no ver ni oír, para no admitir que, en eso de decir una cosa y hacer otra, es igual a todo el mundo. Y es por eso que, cuando lo descubre, no se puede aguantar y quiere ser diferente. Entonces es cuando a una la agarra el conflicto por los tobillos y no puede avanzar.

A una no le gustaría hacer lo que no le gusta, más bien le gustaría que le gustara algo para hacerlo de verdad y pensando en eso, se mete en un sitio bonito, lleno de gente decente, porque la que está afuera no tiene cara de decente, esa no puede ser decente con un aspecto tan siniestro como una amenaza. Sin embargo, esos, con sus caras contrahechas, le están diciendo a una culpable y no sé que más, mientras interrogan por la conciencia de clase. Y eso, precisamente, es lo que molesta, la sospecha de que no se tiene conciencia de clase: no poder situarse con seguridad en un peldaño de este edificio inestable y decir, este lugar me pertenece, y en este lugar lloro de rabia, hago el amor, me duermo, me deprimo, me orino, me levanto, me visto, me desvisto, me despeino, me araño y me desbarato hasta aburrirme.


Consuelo Triviño es doctora en filología románica por la Universidad Complutense de Madrid. Reside en España, donde ha sido profesora de literatura hispanoamericana. Actualmente está vinculada al Instituto Cervantes, a la vez que colabora con la crítica de libros del suplemento cultural «ABCD las Artes y de las Letras», del diario ABC. Obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional de Libro de Cuentos de la Universidad del Tolima con Cuantos cuentos cuento (1977) y fue finalista del Premio Nacional de
Novela Eduardo Caballero Calderón (1997). Ha publicado Siete relatos (cuentos), El ojo en la aguja (cuentos), Prohibido salir a la calle (novela), La semilla de la ira (novela histórica), La casa imposible (cuentos), Una isla en la luna (novela) además de libros de ensayo sobre autores españoles e hispanoamericanos, como José María Vargas Vila, Germán Arciniegas, Pompeyo Gener y José Martí, entre otros.

Ya en ese sitio que se ha escogido una pone cara de interesante, pero piensa que es diferente a los demás, aunque se ponga la máscara de mujer de mundo. Una hace que camina como Pedro por su casa y respira ese aire mezclado con ambientador tipo pino salvaje que se mete en los poros y pica por todos lados, pero trata de acomodarse como si la tocara una brisa acariciante (no como la de afuera, intoxicada por los gases que vomitan los motores de los buses). Ese lugar fue hecho para eso, para que la gente se crea que sale de ese sueño y olvide la sensación del barro. Una lo sabe muy bien, pero se tapa los ojos y los oídos para no verlo ni oírlo, para que los que están allá piensen, aunque sea por un momento, que qué bonito, que qué suerte estar allí mientras otros se morirán de envidia, sin tener el privilegio de conocer y disfrutar ese ambiente tan ensoñador de bosque de coníferas, de por allá, muy al norte en la frontera con Canadá, o algo así. Y los que hacen esos lugares saben muy bien que alguien como una va a meter las narices y lo preparan todo para que se sienta bien, mejor que en su ambiente de gases tóxicos. Pero cuando una sale de ahí, confusa o incómoda, le da vergüenza o rabia de no tener un lugar donde sentirse bien de verdad, un sitio al margen de las apariencias, un trozo de realidad desnuda que le pertenezca únicamente a sí misma.

Es en ese lugar incómodo donde una aterriza, un lugar, como ya les dije, falsamente cálido y acogedor, lleno de candorosas parejitas con caras o máscaras bonitas y felices, con tipos más bien idiotas, de esos que miran pero no ven, tal vez porque no tienen nada adentro para proyectar en los ojos de los otros. Sí, es en ese lugar donde nadie mira, porque si mirara, de verdad, descubriría el ridículo, donde una se da cuenta que muchos de esos tipos que no ven, revierten su represión sobre un pedazo de carne que tantean, como quien presiona un paquete de plástico, hasta hacerle un hueco y reventarlo. Esos sitios exclusivos también se han hecho para ellos, para que el olor a pino y la música de consultorio dental encubran la violencia de sus manos rudas y maquillen sus mentes que todo lo ven sucio, sin darse cuenta que son ellos los que cubren de basura lo que tocan y hacen como que vomitan y se asquean de lo otro, pero lo que pasa es que lo están de ellos mismos y aún así, estúpidamente se quedan pegados a su pareja como el chicle que se adhiere al zapato que lo pisa, con microbios, escupitajos anónimos y piedras. Una piensa que definitivamente no le gustaría un tipo así, pero ahí se queda, mirando más allá de los ojos inexpresivos, enajenada y casi tranquila. Una quiere estallar y gritar que todo es mentira y nada es verdad, como un tango con mujer fatal y borracho que llora, pero prefiere imaginar que es feliz, pero no, lo que pasa es que adentro todo está podrido y se traga la angustia y enciende un cigarrillo y de repente alguien se acerca y le da fuego. ¡Qué carajo!, se dice, en esta soledad, se agradece la presencia humana y hasta parece que se asoma la felicidad y el aburrimiento y el tedio se van.

Entonces es cuando a una le pasa lo que trata de contar y que ahora no sabe, a ciencia cierta, si es interesante porque a una como que ya no le importa o no quiere que le importe, quizás porque no tiene mayor trascendencia y es además estúpido lo que a una le sucede en una ciudad de este mundo, perdida en una meseta y dominada por dos montañas que son como fantasmas que se ciernen sobre sus calles.

Una sale con él, a ver si sucede algo diferente, y él dice que ese lugar es insoportable y que es mejor un espacio vacío. Una piensa que tal vez sea buena idea huir de tantos rostros imbéciles y va con el extraño por la calle, lentamente, sin deseos de llegar a ninguna parte y una tiene que poner cara de mujer que ha vivido mucho porque la máscara es vital y hay que tragarse las dudas, o si no, pierde la ocasión de tener una experiencia, de alcanzar algo que pueda oler en el recuerdo. Claro que una es de esas “niñas de su casa” que no pueden llegar tarde y son consideradas anormales si hacen algo fuera de los muros del hogar. Una vive con gente que la jode a cada rato y no para de sermonear. Una tiene que escapar, pues es peor, si se queda enterrada en vida, queriendo hacer mucho, sin hacer nada y rasgándose por dentro, siempre con el maldito sabor amargo de la insatisfacción y la sequedad de la rabia. Por eso es que una pone cara de que no le pasa nada de eso y quiere que piensen que ha vivido mucho, pero todo eso es una mentira que le va pesando junto con el miedo que tiene al pensar que tal vez camina con el peligro. En el fondo siente miedo de no tener claras las razones por las cuales se encuentra con un tipo y se aleja con él hacia ninguna parte, siendo ésa la primera vez que lo hace.

Después de repetirse que prefiere ir acompañada, una cambia el paso, aprieta las piernas y va más firme, decidida a tragarse el mundo o más bien, a dejarse engullir por él, como Caperucita en las fauces del lobo feroz.

Así es como una se aleja con él aquella tarde que era soleada al principio, pero que se fue enfriando con el pasar de las horas, hasta amenazar volverse niebla y oscuridad. Una camina con él entre la muchedumbre, habla de todo y de nada, pelea contra el silencio y sucede que deja salir a borbotones lo que tenía guardado, la rabia contra los verdugos, el malditismo de la soledad, todo lo amargo que lleva adentro. Pero luego siente vergüenza de su palabra, de su incapacidad de escuchar y de lo idiota que es al perderse el placer de vislumbrar al otro y llegar a él a través del hilo de su palabra oscura y torpe. Una cree que esa es la razón de que le vuelva de nuevo la angustia y la necesidad de la máscara de mujer de mundo, que el calor le ha arrancado del rostro. Una se siente incomunicada con su silencio y además culpable por no saber combatir a tiempo las palabras que le salen de las tripas; pero sigue hablando a pesar de tener conciencia de los excesos verbales que van más lejos, hasta volverse incoherentes, convirtiéndolo a él en un código indescifrable y a una en una cacatúa.

Cuando una por fin una se queda callada, él mira desde sus ojos oscuros que ocultan algo que una no atina a descubrir. Una calibra su cuerpo ancho y robusto, sus manos hinchadas, su andar pausado, su cabeza alargada y rizada. Una ve que sus labios gruesos y manchados por la nicotina tiemblan, incapaces de sostener las palabras que resbalan con la saliva y que él recoge con la lengua; una lo siente tan cerca y tan misterioso, blando en apariencia, pero tan impenetrable como una roca.

Una desciende hasta el suelo con sus palabras, mientras las de él vuelven a pasar por su garganta mojadas con su saliva. Nada le sucede a una mientras conversa con él, sólo el caminar, lo único que puede hacer para demostrar que está viva y eso es real, porque los zapatos no caminan por una, liberándola del esfuerzo por mantener la humanidad erecta y también del sacrificio de subirse a un bus que la amasa y luego la escupe. En verdad una va caminando conforme por estar viva, pero a veces se asquea de la calle, de los motores que arrojan ese humo que es el final del proceso de un sistema que aniquila. Porque una sabe que lo que queda después de todo es una columna de humo negra y espesa que ahoga, hasta dejarla sin respiración, un aire maléfico que mata lentamente.

Una piensa eso cuando se le atraviesa la rabia consigo misma al comprobar que tampoco puede caminar a gusto, y en plenitud, acompañada de un hombre extraño que se traga las palabras o que quiere decir algo, pero no encuentra el camino y se pierde tal vez por timidez. Pero, en cambio, mira mucho, mira de reojo cuando cree que una no lo está viendo, como si midiera el espacio, ya que él reducía todo a una esfera microscópica cuyos detalles exploraba desde una lente que acercaba las cosas hasta sus gruesas y torpes manos que se agigantan cuando pretenden rozar la piel.

A pesar de la rudeza de aquellas manos, una siente que no es un hombre corriente, al menos no deja escapar de sus labios una pizca de estupidez. Su mundo puede ser enorme o diminuto, de acuerdo a la distancia de su lente. Y a una le gustaba pensar que las cosas son de una manera o de otra, a la vez. En el fondo y desde el querer y no querer, una busca lo más relativo de un hombre y así va aclarando en su mente el objeto de su deseo, pero todavía se sobrecoge al pensar en lo sola que iba aquella tarde con sus dudas.

Pese a todo, una decide llegar hasta el final, por eso empuja y empuja su cuerpo hacia el suyo, sospechando que no hacerlo es la verdadera confirmación de la muerte y lo que una quería, de verdad, era vibrar y saberse viva como cascada de agua o de tibia orina.

El tiempo mata cuando no te pasa nada interesante, nada intenso, sea placentero o doloroso. El tiempo mata cuando se acepta la normalidad y se obedece a los verdugos. El tiempo mata cuando una renuncia a sentir por miedo al sufrimiento. El tiempo mata de todas formas porque el ser humano no es inmortal. Una piensa todo eso después de lo ocurrido, tapando el conflicto que la agarra, por escuchar a los que le dicen, atrévase y verá sin atreverse a nada, sin saber si es por rebeldía o por temor que no se lanza. De acuerdo, se dice una, hay que morirse para saber lo que es vivir y eso significa llegar hasta el final. Más o menos a esa conclusión quiere llegar una, pero mientras está contando lo ocurrido, el recuerdo de lo pasado se le resiste, porque le parece que no es tan importante, que son apenas pendejadas que a una se le ocurren para justificarse por lo que hace o deja de hacer.

Una llega por fin a un sitio solitario donde el hombre parece sentirse mejor. Luego se mete por un recoveco de mala muerte de esos que ocultan a los atracadores. Por suerte no ve a nadie en la calle, sólo a las moscas que zumban, revolcándose con lujuria en una enorme plasta de mierda. A pocos metros se ve una tienda de pueblo con mesas y banquetas de madera donde una se sienta con él a descansar. Del fondo sale un hombre que atiende sin mirar a los ojos, el típico resentido que oculta el rencor detrás de los párpados. El lugar no huele a pino silvestre, más bien apesta a orines de borracho empozados en un orinal semi oculto tras un muro y con una cortina de trapo que hace de puerta. Una no se podría sentir jamás a gusto en un sitio así. Sin embargo, está cómoda y eso la abochorna todavía más. Él pide un refresco que se bebe a toda prisa, como si necesitara coger impulso para hablar. Luego empieza a describir los jardines de oriente. Una quiere escuchar, pero francamente es muy incoherente lo que él dice. Es como si viviera en una fantasía, entre velos, odaliscas y humores de opio. Una tiene que arrancarse la lógica que la aprisiona e intentar entrar en ese paisaje irreal, soslayando la fetidez y la oscuridad del lugar. Una piensa ahora que a él no le pertenecían las palabras aquella tarde, que se las había pedido prestadas a otra persona y no acababa de sentirse cómodo con ellas.

A una la invade la sensación desconocida de los momentos críticos, pero disfrazada de un deseo de eternidad que va mucho más allá de la pestilencia del lugar y que la elevaba en una alfombra voladora. Una quiere que todo sea cada vez más extraño, para que, al repetirlo, se fije en su memoria y en todas las memorias que elija para contárselo, ya que en el fondo una necesita la historia para contarla. Por un momento una puede alejarse de sí misma - esa “sÍ misma” que es la verdadera enemiga -, una por fin escapa y puede entrar en esa órbita, más allá de sus prejuicios y aprehensiones. El caso es que se deja llevar por el desconocido, por la magia de su palabra, por la necesidad de que suceda algo que la salve de la normalidad.

Súbitamente, una abandona la tienda con él y camina hasta llegar a un edificio viejo y desolado donde se detiene antes de que se ponga el sol. Todos los pisos están vacíos a excepción del último. Mientras asciende con dificultad, entra un viento que azota los cristales rotos de los ventanales, mostrando la ausencia y la agonía de un mundo destrozado. Detrás de las puertas y de los pisos gastados, parecía que se ocultaban unas vidas al acecho y a las que una les hace frente con la máscara de la arrogancia, diciendo, salgan a ver, qué quieren, alimañas, desde su voz interior temblorosa, luchando contra las sentencias malignas que advierten sobre el peligro que le espera a una en la vida y más allá de la muerte, en el infierno. En ese nivel de la conciencia el viento responde, silbando y aporreando las puertas. Una sube por una escalera que cruje como si estuviera sufriendo y la sensación de vacío se apodera de una, mientras se acerca a la última puerta, pensando que jamás va a dejar aquellos pisos desolados que nada muestran y todo lo ocultan. Aunque los espacios son vacíos, una piensa ahora que cada puerta tenía una historia que contar, pero la habían lapidado para que no pudiera decir nada y así ponerla a una en el trabajo de imaginar y dudar de lo que la mente traza sobre el papel.

Una piensa ahora que aquel edificio no tenía nada de particular, sólo que lo estaba midiendo con el miedo que se apoderaba de una en el ascenso mudo, que distorsionaba su percepción de los hechos y de las propias sensaciones, pues al mirarlas detenidamente, las cosas hoy parecen distintas, tal vez más desoladas. Entonces estaban más vivas porque una las veía en su cruda desnudez. Antes hablaban, aunque fuera del silencio, y ahora no dicen nada. Aquellas cosas eran aparentemente inútiles, pero una las necesitaba para tener la composición del lugar, para no volver a sufrir la sensación de la nada. Toda esa ansiedad la ciega a una cuando llega al último peldaño en compañía de un desconocido que habla otro idioma.

Hasta ese peldaño una se mantiene firme, quizás porque piensa que la historia debe tener un desenlace y una trata de sostenerse en ese deseo, sólo que al final siente que las fuerzas la abandonan. Pues por más de que una quiera vivir aunque se muera, siempre es cobarde cuando la muerte se asoma. Por eso es que una duda, lo ve todo negro, siniestro y se vuelve violentamente contra la oscuridad. Una baja las escaleras a tientas, pero corriendo, y se pierde en el absurdo remolino de los deseos, muerta del miedo, a mil latidos por segundo, tapando la vergüenza con la rabia al descubrir que no pasa nada, que no sucederá nada, que jamás sucederá nada que tenga suficiente importancia como para ser contado.

 

*La casa imposible, Madrid, Verbum, 2005 enviado a Aurora Boreal® por cortesía de la autora. Para leer más sobre la escritora Consuelo Triviño Anzola pulse aquí.

 

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