CARTA DE ALEMANIA (28)

Juan Rulfo (* 16.5.1917)

Aunque a Rulfo lo vi la primera vez en 1976, en la Feria del Libro de Francfort de aquel año, dedicada a América Latina, y hasta fui testigo del entrañable abrazo que se dieron él y Max Frisch, conocerlo lo conocí en Las Palmas de Gran Canaria, en mayo de 1979, el día de la apertura del primer Congreso de la literatura en español, Congreso al que luego bautizaría como Etílico, tantos fueron los hectolitros de whisky que corrieron en aquellas calendas.

Rulfo estaba casi escondido, en un rincón de un patio de la Casa Colón, fumando como únicamente he visto fumar a Heinrich Böll, con avidez y deleite simultáneos. Y además solo: o nadie se daba cuenta de su presencia, o más bien pudiera ser que él mismo hubiese elegido aquél rincón para escaquearse. Sólo que yo había viajado a Canarias ubicándolo en el primer lugar de mi lista de prioridades. Y apenas lo descubrí me acerqué a presentarme. Estuvo muy atento conmigo, pero al mismo tiempo muy resuelto cuando le expliqué que era redactor de la Radio Deutsche Welle y que quisiera hacerle una entrevista. “No”, me dijo, “mejor no, aborrezco las entrevistas”. “Pero platicar...”, me aventuré. “Platicar, sí”, me contestó. Y mucho fue lo que platicamos a lo largo de los días del Congreso, en unos diálogos a los que se uniría el novelista huelvano José María Vaz de Soto, quien le explicó a Rulfo cómo era que en el lenguaje de sus dos libros había encontrado muchas voces aún vivas en Extremadura.

La tercera y última vez que lo encontré sería en Berlín, de nuevo en mayo y tres años después. Tenía lugar Horizontes 82, la mayor muestra de arte y cultura latinoamericanas que se haya celebrado nunca jamás, dentro y fuera de América Latina: literatura, pintura, fotografía, ballet, teatro, cine, música clásica, salsa, tango, folkore, coloquios intelectuales... nada faltó en aquél acontecimiento irrepetible, la más hermosa fiesta vivida en el Berlín partido por el muro.

[Para que se hagan una ligera idea de lo que fue Horizontes 82, resumo del programa, y sin pretensiones exhaustivas, lo que fue la participación mexicana. El festival se inauguró con un discurso de Octavio Paz, quien también dio, días después, un recital de su poesía. Elena Poniatowska intervino en un coloquio sobre mujeres y literatura, en la Biblioteca del Estado, donde Carlos Fuentes compareció al día siguiente para presentar su Terra Nostra. Hubo además conciertos de música tradicional y música antigua de México, bajo la dirección de Jorge Velazco, y el Taller Épico de la UNAM montó La sombra del caudillo, dirigida por Luis de Tavira, en el histórico escenario de la Freie Volksbühne. En la Galería Nacional se expuso una muestra de pintura mural mexicana, y en un precioso edificio a la orilla del Wannsee sendas exposiciones de Frida Kahlo y Tina Modotti. El cine Arsenal acogió la más completa retrospectiva del cine latinoamericano, con representación alícuota del mexicano, y en la sede del Festival mismo pudo oírse, en salitas acondicionadas ad hoc, la asimismo más completa retrospectiva del radioteatro latinoamericano, entre otras las adaptaciones a la radio de La cabeza de la hidra, de Carlos Fuentes, y Pedro Páramo, de Juan Rulfo. La Academia de las Artes acogió una impresionante exhibición de fotografía, “Latinoamérica 1860–1980” (con amplia muestra de Manuel Álvarez Bravo, Lázaro Blanco, Enrique Bostelmann, Hugo Brehme, Agustín Víctor Casasola. Romualdo García, María de Lourdes Grobet, Graciela Iturbide, Pedro Meyer, José Luis Neyra, Pablo Ortiz Monasterio, Marianne Yampolsky...), la portada de cuyo monumental y ejemplar catálogo –¡una auténtica joya!– es la foto de la pareja de guerrilleros, emblemática de la obra de Casasola. And last but not least, en la Galería del Festival una muestra monográfica de la fotografía de Juan Rulfo, quien le contó al malogrado Pepe Comas, corresponsal de El País, que había hecho esas fotos en su época de viajante, «cuando representaba a una marca de llantas de coche. Empleaba una cámara alemana de 6x6, que tiene un negativo mucho mejor, porque permite cortarlo, por ser mucho más grande»; y que ya no fotografiaba más «porque sale muy caro». Comas registró asimismo el picante y curioso detalle de que entre aquellas fotos figuraba una de un Octavio Paz joven, de cuando Rulfo no echaba pestes contra él].

rulfo bada 375El hotel donde se alojaba Rulfo, el Schweizer Hof, quedaba a muy pocos minutos a pie del mío, y tomé la costumbre de irlo a buscar después del desayuno para charlar con él y dar algún paseo. (A veces nos acompañaba Darcy Ribeiro, el antropólogo y escritor brasileño, fascinado por una tienda con una exposición gigantesca de árboles miniatura enfrente del hotel: “Vamos al Mato Grosso bonsái”, nos decía). Fue durante esos diálogos demorados cuando Rulfo me reveló su admiración por el suizo Ramuz, y el primero en recomendarme que leyese a mi tocayo Ryszard Kapuściński, por aquél entonces un ilustre desconocido, pero no para él. Recuerdo asimismo que una mañana, cuando llegué al comedor de su hotel, me miró con sorna: “Me han dicho que ayer te vieron con la Presencia Divina”. Y efectivamente, el día anterior yo había grabado para mi emisora la lectura poética de Octavio Paz, y alguien se lo contó, y él me estuvo gastando pullas con ese motivo: sí, de a de veras, Paz no era santo de su devoción.

Además de cuanto dejé reseñado más arriba, dentro del denso programa de Horizontes 82 también estaba incluida una lectura pública de Juan Rulfo. Como es habitual en estos casos en Alemania, otra persona leería asimismo la traducción al alemán. En Berlín, a sugerencia mía, se leyó primero la traducción y luego el original, y no al revés, que suele ser la costumbre. Argüí que a la parte del público que desconocía el castellano, podría servirle de ayuda haber oído antes la traducción para mejor entender la prosa de Rulfo. Se aceptó mi idea, y esa traducción la leyó nadie menos que Günter Grass, haciendo gala de una modestia y de un compañerismo excepcionales en un autor de su categoría.

Lo que más presente tengo aún de aquella tarde es la cara de Grass cuando a continuación suya leía Rulfo el milagroso original, con su voz jalisciense inconfundible, y el público (en el que se contaban muchos hispanos, y bastantes alemanes duchos en nuestro idioma) se echaba a reír en algunos momentos. Günter Grass, tan fogueado en lecturas de viva voz, miraba de inmediato el mismo pasaje en su ejemplar traducido de El llano en llamas, y en su cara se pintaba el desconcierto. Pienso sobre todo en las carcajadas que sonaron al leer Rulfo estas líneas:

“–¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al Gobierno?
“Les dije que sí.
“–También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno”.
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre”.

Y un poco más tarde volvieron a estallar las risas del público, estentóreas, con este párrafo y, sobre todo, su remate:

“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo. ¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye, Camilo, mándanos ahora unos mezcales!”

Grass miró más inquieto si cabe las páginas que tenía delante: ¿no le habrían dado quizás la traducción de un texto distinto del que leía Rulfo? Años después, en El Escorial, en 1994, tuve ocasión de confirmárselo. La en verdad buena traducción de Luvina y el original de ese cuento incomparable son hermanos mellizos, sí, sólo que no gemelos.

Pero el recuerdo más indeleble y acendrado que tengo de Rulfo, en Berlín 1982, es el de uno de aquellos días de lujo, el domingo 6 de junio, cuando mis colegas periodistas –españoles y latinoamericanos– lo encontraron en un rincón del bar del hotel tomando un whisky conmigo, y lo asaltaron sin piedad asaeteándole a preguntas. Preguntas que respondía con suma educación y creciente cansancio, hasta que de repente, a una nueva pregunta, replicó con una calma total y sin faltarle un ápice a la educación: "Ustedes ¿por qué no aprenden de su compañero [me señaló con la mirada], a quien le negué una entrevista y a cambio de eso nos hicimos amigos?" Es el mayor elogio que me han dedicado en todos mis muchos años de profesión.

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Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

Carta de Alemania (28). Juan Rulfo (* 16.5.1917) enviada a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Foto Ricardo Bada © Ricardo Bada. Fotos cortesía Ricardo Bada. Imagen  tomada de internet. Este artículo se publicó originalmente en la revista Nexos, México.

 

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