CARTA DE ALEMANIA (18)

Los veranos alemanes

En la Alemania guillermina, la Alemania del káiser, los campamentos de instrucción de las tropas coloniales que iban a ser enviadas al África se instalaban cerca de Bonn y en verano, para que se fueran aclimatando. Así se lo contó a mi amigo Jesús Mondría su profesor de alemán, Herr Kunze, el año 1961, y no vemos motivo alguno –antes al contrario– para no creerlo a pie juntillas. Sólo que ello nos plantea la pregunta acerca de cómo son los veranos alemanes, una pregunta que a su vez me remite a otra: ¿cómo olvidar la primera frase de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, cómo olvidar semejante epifanía?: «Un minuto antes era invierno en Ohio». Algo así como el acorde con el que comienza la famosa Toccata y Fuga en re menor de Bach, valga por comparanza.

Pues bien: durante muchos años, cada vez que los amigos me llamaban desde España, México, Costa Rica, Colombia, y me preguntaban que qué tal verano estaba haciendo en esta Alemania de mis culpas y pecados, donde vivo, no siempre resistí la tentación de parafrasear a Bradbury: «Un minuto antes era invierno acá: y un minuto después también». Los sesenta segundos en medio habían sido el verano alemán. Y así, no andaba yo muy lejos de aquella sarcástica observación de Heine, según la cual el verano en Hamburgo es un invierno vestido de verde.

Pero ocurre que entretanto la capacidad mutante del ser humano está siendo puesta a prueba de nuevo, esta vez por el llamado "efecto invernadero". Y cuando pienso en él siempre recuerdo algo que dice Ortega y Gasset en su prólogo a Veinte años de caza mayor, la Biblia cinegética del conde de Yebes. Cita allí Ortega, oportunamente: «El sagacísimo padre Teilhard ha podido dar, como uno de los atributos meramente zoológicos que diferencian al hombre de los demás animales, su casi ubicuidad planetaria. Hay hombres en el trópico y en los círculos polares, a 4.000 metros de altitud (Bolivia) y bajo el nivel del mar (Holanda)». En suma, que sus genes lo capacitan para sobrevivir de cualquier modo en este mundo cada vez menos ancho y más CNN.

Me vienen a la memoria mis primeras ferias del libro de Fráncfort del Meno, una farsa a la que acudí desde 1970 hasta el 2002, pero como Bertolt Brecht a la cola ante la fábrica de mentiras (=Hollywood): sin la más mínima ilusión, a no ser la de reencontrarme con los amigos que, si no fuese por esta feria, raras veces vería. Y en esa rememoración se me hace claro que durante casi veinte años, todos acudíamos a la Book Fair pertrechados con abrigos, bufandas, guantes, paraguas y el resto de la parafernalia inventada por el género humano para defenderse del frío, las nevadas y la lluvia. Parecíamos momias ambulantes.

Pero un buen día de octubre, allá a finales de los ochentas, mientras empezaba a hacer el equipaje para Fráncfort, de repente me di cuenta de que no necesitaba ni el abrigo ni la bufanda ni los guantes, ni qué decir el paraguas. Durante las últimas ediciones de la feria hubiésemos podido viajar a la ciudad natal de Goethe llevando sólo guayaberas por única indumentaria.

kaputt 350Adiós, pues, a ese invierno alemán que todavía en 1980 me había deparado el espectáculo inolvidable de un Mar del Norte pasmado, con las olas detenidas en su elíptica ascensión, casi como si quisieran testimoniar a posteriori en favor del Curzio Malaparte de una imperecedera página de Kaputt. Aquella donde describe un tropel de caballos aprisionado en el lago Ladoga por la congelación de sus aguas: «El hecho sucedió en octubre del año anterior. Las tropas finlandesas, al rebasar la selva de Vuoksi, se asomaron al umbral del salvaje e ilimitado bosque de Raikkola. El bosque estaba lleno de tropas rusas. Casi toda la artillería soviética del sector septentrional del istmo de Carelia, huyendo de la redada de los soldados finlandeses, se había dirigido hacia el Ladoga, con la esperanza de poder embarcar las piezas y los caballos poniéndolos a salvo al otro lado del lago (...) El tercer día un enorme incendio iluminó el bosque de Raikkola. (...) Enloquecidos de terror, los caballos de la artillería soviética, en número de casi un millar, se arrojaron a la hoguera, rompiendo el asedio de las llamas y las ametralladoras. Muchos perecieron en el fuego, pero la inmensa mayoría alcanzó la orilla del agua y se echó al agua. El lago es poco profundo en aquel punto, apenas tiene dos metros, pero a un centenar de pasos de la orilla, el fondo se precipita en cortado. Reducidos a aquel breve espacio –la orilla en esa parte del Ladoga forma una pequeña ensenada–, entre el agua profunda y la muralla de fuego, los caballos se agruparon temblando de frío y miedo, con la cabeza erguida fuera del agua. Los más cercanos a la orilla, asaltados por las lenguas de las llamas, se encabritaban y se montaban sobre sus compañeros, intentando alejarse a patadas y mordiscos. En el furor de la refriega fueron sorprendidos por el hielo. (...) De golpe, con su característico y vibrante sonido de cristal golpeado, se heló el agua. El mar, los lagos, los ríos, se hielan de repente, debido a la rotura, que sucede de un instante a otro, del equilibrio térmico. Al día siguiente, cuando las primeras patrullas (...) llegaron a la orilla del lago, un horrendo y maravilloso espectáculo apareció ante sus ojos. El lago era como una inmensa lápida de mármol blanco, sobre la que parecían como colocadas centenares y centenares de cabezas de caballos. Daban la impresión de estar cortadas por el filo de una guillotina, pues eran tan sólo las cabezas las que emergían de la costra helada. Todas miraban hacia la orilla. En los ojos, abiertos, brillaba aún la blanca llama del terror. Junto a la orilla, un revoltijo de caballos ferozmente encabritados salía fuera de la cárcel de hielo».

Adiós, pues, a ese invierno alemán malapartino, pero también a los veranos que duraban nada más que sesenta segundos y parecían inviernos vestidos de verde. Los veranos alemanes se han vuelto tropicales: los de 1994 y 2003, además, tórridos; su último coletazo lo padecimos con un prematuro veranillo de San Martín, que más que veranillo fue veranazo. Y este año, en este bendito mes de julio estamos teniendo de visita al viento del Sáhara, sólo que no sopla sino que quema. Menos mal que los naturales del país siempre fueron heliófilos, adoradores del Sol con una devoción perruna... por más que los perros andaluces que asimismo me vienen a la memoria, cuando arreciaba el Padre Febo preferían acurrucarse al amparo de la refrescante sombra.

balcon 250Sea como fuere, hay una estadística que me ha dejado un tanto patidifuso, pensando yo como pensaba, y como suele pensar el común de los mortales, que los alemanes son los campeones mundiales del turismo. Y hasta puede que lo sean, en términos relativos, es decir: ellos son los que más tiempo y dinero invierten en viajar al extranjero. Pero el país que más visitan durante los veranos, aquél que es el suyo predilecto por sobre todos los demás, es uno fragmentado en millones de parcelas de pocos metros cuadrados, generalmente orientadas hacia el sol poniente y protegidas por barandas metálicas u obra de mampostería: en otras palabras, los balcones de sus casas. Un vastísimo imperio al que se refieren irónicamente con el nombre de Balkonia.

Ése sí que es su verdadero espacio vital, su Lebensraum. Y no deja de tener su lógica, porque el anagrama de Lebensraum no es otra cosa que el adjetivo "mensurable". Como lo es un balcón. Sólo que Hitler no lo sabía.

Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

 

 

 

Carta de Alemania (18). Los veranos alemanes enviada a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Foto Ricardo Bada © Ricardo Bada. Foto balcón alemán tomada de internet.

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