Carta de Alemania (3)

Gottfried Benn, médico forense

Hace algún tiempo estuve intentando poner orden en la biblioteca de nuestro cuarto de huéspedes. De pronto me di cuenta de que tenía en las manos el primer libro que me regalaron en Alemania. Es una biografía de Gottfried Benn. Y Hellgard se llamaba la estudiante de Hispanística que me lo regaló: "Hellgard W..." reza su firma en la primera página. Sólo la firma, sin dedicatoria, lo que significa que era su propio ejemplar.

Nos conocimos en Bonn, en Bouvier, la mayor librería de la República Federal, a principios de 1965. Ella buscaba algunos materiales para su trabajo de grado: yo –sencillamente– lectura. Ya no recuerdo quién abordó a quién, creo que fue Hellgard la que dio el primer paso (quizás avizorando una bienvenida oportunidad de practicar su espléndido castellano), y al poco rato estábamos sentados en un café de la Kaiserplatz, frente a la iglesia evangélica, y muy pronto se estableció entre nosotros una atmósfera de confianza mutua que nos permitía contarnos cosas como si fuésemos viejos amigos.

 

Ricardo Bada   España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

Al cabo de más de una hora, tras un silencio, y cambiando bruscamente de tema, quiso saber si entre los poetas alemanes que ya había leído se encontraba Gottfried Benn. Le contesté la verdad: que era la primera vez que oía ese nombre. "Tienes que leerlo", me dijo, "seguramente es el más grande que hemos tenido en los últimos tiempos". Y luego me contó muy resumida la vida de Benn y, con detalle, su obnubilación transitoria por el nazismo.

"Me llamo Hellgard", y deletreó su nombre para que no me quedasen dudas, "H-e-l-l-g-a-r-d  y no Helga, y éso debería indicarte, por muy poco alemán que sepas, que mis padres también creían en la superioridad de la raza aria. Para decírtelo sin rodeos, mis padres fueron nazis, y no podría decirte además si no lo siguen siendo en el fondo de sus corazones. Yo nací en plena guerra pero no recuerdo nada de ella, era muy chica. Sí recuerdo algo de la posguerra, pero en realidad me hice mayor enmedio del milagro alemán. Y como siempre me gustó la poesía, llegó un día, sin más remedio, en que descubrí a Benn. Ya sabes, creo que es el más grande. Pero al mismo tiempo siento a veces hacia él ese mismo rechazo que siento ante mis padres y sus ideas, aunque sé que rectificó a tiempo y que purgó por su error, lo que no es el caso de mis padres".

Hizo una pausa y prosiguió: "Te aseguro que no lo entiendo. ¿Cómo es posible que un hombre de una inteligencia tan preclara cayese tan bajo en algún momento de su vida, cómo es posible que lo hiciese alguien que había escrito ésto?", y recitó muy suave, ahora en alemán, un poema emblemático de Benn [que sabía de memoria como yo algunos sonetos de Miguel Hernández, de Lope o de Quevedo, o El mañana efímero de Antonio Machado, y por ello entendí muy bien que hubiera retenido indeleblemente estos versos]:

 

     «O daß wir unsere Ururahnen wären.
Ein Klümpchen Schleim in einem warmen Moor.
Leben und Tod, Befruchten und Gebären
Glitte aus unseren stummen Säften vor.
Ein Algenblatt oder ein Dünenhügel,
Vom Wind Geformtes und nach unten schwer.
Schon ein Libellenkopf, ein Möwenflügel
Wäre zu weit und litte schon zu sehr.
     Verächtlich sind die Liebenden, die Spötter.
Alles Verzweifeln, Sehnsucht, und wer hofft.
Wir sind so schmerzliche durchseuchte Götter
Und dennoch denken wir des Gottes oft.
Die weiche Bucht. Die dunklen Wälderträume.
Die Sterne, schneeballblütengross und schwer.
Die Panter springen lautlos durch die Bäume.
Alles ist Ufer. Ewig ruft das Meer
     Da fiel uns Ikarus vor die Füße,
schrie: Treibt Gattung, Kinder!
Rein ins schlechtgelüftete Thermopylä! –
Warf uns einen seiner Unterschenkel hinterher,
schlug um, war alle».

 

Intento muchos años después, si no la imposible traducción, sí al menos una aproximación:

     Ah, y que fuéramos nuestros ancestros...
Una pella viscosa en un cálido fangal.
Que vida y muerte, fecundación y parto,
destilaran de nuestros mudos jugos.
La hoja de un alga o la colina de una duna,
alzada por el viento y gravitando pesada.
Cabeza de libélula, ala de gaviota,
ya sería ir muy lejos, sufrir demasiado.
     Despreciables son los amantes, los burlones.
Todo desesperación, anhelo, ¡y quién espera!
Somos dioses tan dolorosamente contagiados
y no obstante muchas veces pensamos en Dios.
La suave bahía. Los oscuros sueños de los bosques.
Las estrellas, grandes como viburnos, y pesadas.
Las panteras saltan silentes entre los árboles.
Todo es orilla. Eterno llama el mar...
     Entonces cayó Ícaro a nuestros pies,
gritó "Ayuntaos, hijos míos!
¡Internaos en la mal ventilada Termópila!"...
nos arrojó una de sus tibias mientras corríamos,
se desplomó, se acabó.

Tras una pausa repitió el verso irrepetiblemente hermoso en cualquier otro idioma que no sea el suyo original:

"Alles ist Ufer. Ewig ruft das Meer".
(Todo es orilla. Eterno llama el mar...)

Cuando nos reencontramos pocos días después, Hellgard me trajo un regalo, la biografía de Gottfried Benn.

Ese era el libro que tenía ahora entre las manos y donde busqué unas páginas que me dejaron atónito al leerlas entonces, y que entretanto había olvidado. Benn las redactó en 1928, y las publicó en un vespertino berlinés saliendo al paso de la visión tendenciosa que proporcionaba una película inglesa sobre el caso de Edith Cavell, la enfermera inglesa residente en Bruselas a quien se condenó a muerte en 1915, por el delito de espionaje, ejecutándose la sentencia el 22 de octubre de ese mismo año. Uno de los casos más controvertidos y más oscuros de la justicia castrense, equiparable por el bando de los Aliados al de Mata Hari, con todas las diferencias de carácter, personalidad y vida que puedan aducirse entre la bailarina neerlandesa y la enfermera británica. No es de descartar que el asesinato legal (el fusilamiento, si somos políticamente correctos) de Mata Hari en los fosos del castillo de Vincennes, el 15.10.1917, casi dos años después, no haya sido una aplicación aliada de la ley del Talión por el asesinato legal (vide supra) de Edith Cavell en Bruselas, y en un escenario casi homologable.

La película de marras se titulaba Dawn y la interpretaba nadie menos que Sybil Thorndyke,
una actriz eminente del teatro y el cine ingleses, y que cuatro años antes, en 1924, había sido Juana de Arco en el estreno londinense de Saint Joan, la genial obra de Bernard Shaw. ¿Es hilar muy delgado atreverse a suponer que la propaganda británica estuvo detrás de la elección de la Thorndyke para interpretar a Edith Cavell, adjudicándole a ésta, por ósmosis, aquél plus de santidad que la actriz sugería por su portentosa doncella de Orléans?

Se daba la circunstancia de que Benn conocía de primera mano, como testigo excepcional, los momentos finales de la vida de Edith Cavell, puesto que él era el forense que certificó su defunción. Y entonces, tras haber visto la película Dawn, decidió dejar por escrito su memoria de aquellos instantes. Son esas páginas que mencioné antes, que a mi entender no se publicaron nunca en castellano y que también me animé a aproximar a nuestro idioma de este modo:

gottdried benn 001«Sin duda alguna marchará como una figura legendaria a través de la historia de las potencias vencedoras. Su leyenda se formará con independencia de los hechos históricos, materialmente efectivos, del asunto donde jugó un papel, y desde el primer momento no hay nada más lejos de mí que la intención de que yo pudiera rectificar, aclarar o corregir alguna cosa en la leyenda de su país; sólo contaré aquello de lo que me acuerde. Y me acuerdo de ella, para decirlo desde ya, como de una activista que purgaba por sus actos, como la intrépida hija de un gran pueblo que se encontraba en guerra con nosotros.
Yo era médico jefe en la Gobernación de Bruselas desde los primeros días de la ocupación.
Una tarde, ya bien entrado el otoño de 1915, recibí la orden de esperar un auto a la mañana siguiente en un lugar determinado y viajar a un sitio que no se especificaba. En ese auto, conmigo, se montaron dos miembros del consejo de guerra, uno en acto de servicio, el otro a título privado. Rodamos por las calles oscuras hasta el Tir National, el pabellón de tiro de la guarnición de Bruselas en la periferia de la ciudad. El auto se detuvo. El terreno descendía. Bajamos por un terraplén donde los soldados estaban formados haciendo calle.
Al final de la hondonada había dos grupos de doce hombres cada uno en dos hileras, de cara a la pared del fondo, el paredón cubierto por la hierba. Delante suyo había dos postes nuevos, dos estacas blancas clavadas en la tierra.
Estamos allí y esperamos. Ahora se acerca un auto. Baja de él un belga, un civil, con un sacerdote católico. El belga tiene aproximadamente cuarenta años, es ingeniero, casado, padre de dos hijos, rechoncho, de ademanes impulsivos, no está esposado. Una gorra de visera en la cabeza. Cómplice de Edith Cavell. Con una vivacidad sin parangón, con una desenvoltura casi liviana, desciende por el terraplén donde se encuentran los soldados, se saca la gorra, se coloca con un movimiento inimitablemente caballeresco delante del grupo que lo va a fusilar, y dice estas palabras: "Bon jour, Messieurs, devant la mort nous sommes touts des camarades", interrumpiéndole el miembro del consejo de guerra, que probablemente teme una alocución provocadora. A partir de ahí el delincuente se queda quieto, tranquilo, cierto de su muerte, perfecto en su actitud.
Ahora llega el segundo auto. Baja Miss Cavell; a su lado un pastor evangélico, un conocido teólogo berlinés que la ha asistido durante la última noche. Edith Cavell debe tener quizás 42 años; el pelo entre gris y blanco; sin sombrero; traje sastre azul; el rostro descarnado, como una máscara; los andares rígidos, torpes; fuertes inhibiciones musculares; pero sin vacilar, sin trastabillar, desciende hasta donde se encuentran los postes. Se detienen un momento, ella y el pastor, algunos metros delante de la estaca blanca; ella habla en voz baja con el pastor, lo que le dijo me lo cuenta él luego: muere con gusto por Inglaterra y saluda a su madre y sus hermanos, quienes están con el ejército inglés en el frente de batalla. Otras mujeres sufren mayores sacrificios: maridos, hermanos, hijos; ella tan sólo su propia vida, ¡oh Patria al otro lado del mar, oh el hogar!, al que así saluda. Tranquila despedida del pastor. Último acto. Dura apenas un minuto. El pelotón presenta armas, el miembro del consejo de guerra lee la sentencia de muerte. Al belga y a la inglesa les tapan los ojos con una venda blanca y les atan las manos a los postes. Una orden para ambos: ¡Fuego!, a pocos metros de distancia, y doce balas que dan en el blanco. Los dos han muerto. El belga se ha desplomado. Miss Cavell sigue derecha en el palo. Sus heridas afectan principalmente al tórax, el corazón y los pulmones. Está completa y absolutamente muerta al instante: totalmente falso decir que sufrió herida por las balas y tuvo que ser rematada en el suelo con un tiro de gracia. Más bien estaba indubitablemente ya muerta mientras sonaba el grito de ¡Fuego! Ahora me acerco al poste, la desatamos, le tomo el pulso y le cierro los ojos. Después la colocamos en un pequeño féretro amarillo que está al lado. Será enterrada de inmediato, en un lugar desconocido. Se temen disturbios a causa de su muerte o una manifestación nacional en la ciudad, por ello la prisa y luego el silencio y el secreto sobre su tumba».

El azar, ese prestigioso seudónimo que usa el destino cuando actúa de incógnito, me hizo encontrar el testimonio que dejó de esta misma escena el pastor alemán que asistió a Edith Cavell en su hora postrera. Lo preciso de este modo porque el pastor Le Seur (evidentemente de ascendencia hugonota, con tal apellido) asegura que no pasó la noche en la celda de la condenada reconfortándola espiritualmente, al contrario de lo que afirma Benn. Más bien tuvo que irse de allí a conseguir un permiso especial para que fuera un colega, el reverendo Gahan, pastor de la congregación anglicana en Bruselas, quien administrase a Miss Cavell el sacramento de la comunión. Y él mismo sólo regresó en la madrugada, para acompañarla hasta el lugar de la ejecución y estar a su lado en esos últimos instantes.

Es curioso y aleccionador cotejar los testimonios de Gottfried Benn y del pastor Le Seur.

Gracias a éste sabemos que el cómplice de Edith Cavell se llamaba Baucq, y Leyendecker el sacerdote católico que le asistía, y que Baucq no era ingeniero sino arquitecto. Estos son nada más que detalles de poca monta. Más importante es la transcripción de las palabras que la presunta espía le dice antes de encaminarse al poste de la ejecución: "Ask Mr. Gahan to tell my loved ones later on that my soul, as I believe, is safe, and that I am glad to die for my country (Pídale a Mr. Gahan que les diga a mis seres queridos que mi alma, según creo, está a salvo, y que estoy contenta de morir por mi patria)". Y lo que con toda certeza más llama la atención es la descripción del fusilamiento, que ambos, el médico y el religioso, vivieron al unísono. Según el pastor, cada pelotón se componía de ocho y no doce fusileros, quienes dispararon a seis pasos de los condenados, y Miss Cavell recibió un tiro en la frente. Además, cuenta Le Seur que Miss Cavell se desplomó hacia adelante, pero que se alzó tres veces sin emitir ningún sonido mientras sus manos también se estiraban hacia arriba. Benn y él, sigue relatando, corrieron hacia la víctima, y Le Seur atestigua: "Creo que el médico tenía razón cuando me dijo que sólo se trataba de movimientos reflejos".

Casi cincuenta años después de que Hellgard me regalase la biografía de Gottfried Benn, cuando devolvía el libro al estante, mi mano temblaba. También debió de ser un movimiento reflejo: el que siempre provocan en mí la indignación y la impotencia ante la pena de muerte.

Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

 

Carta de Alemania (3). Gottfried Benn, médico forense enviado a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Foto Ricardo Bada © Ricardo Bada. Foto de Gottfried Benn tomada de internet.

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