Arturo Gutiérrez Plaza - Domingos de poesía

Arturo Gutiérrez Plaza (Venezuela, 1962). Poeta, ensayista y profesor universitario. Ha sido galardonado con los premios: III Bienal Mariano Picón Salas (1995), Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (1999) y IX Premio Anual Transgenérico de la Cultura (2009). En su poesía destaca el uso de un lenguaje claro, directo y preciso. El poeta aborda su obra con una extraordinaria percepción de lo cotidiano, centrándose temáticamente en algunos ejes: el extrañamiento de lugares perdidos, la errancia citadina, el desarraigo, la ausencia de otros seres, la confidencialidad amorosa, la soledad, y el miramiento poético. Su punto de vista es reflexivo. El trabajo literario de Gutiérrez Plaza es riguroso y certero a la hora de exponer acontecimientos que afectan al hablante lírico y al mundo que lo rodea. El autor es una de las voces imprescindibles de la poesía hispanoamericana contemporánea.

 

 

UN PAÍS

Cuando el forastero llegó
ya todos se habían ido.

Cuentan que sólo tuvo entre sus manos
acuarelas de niños que pintaban un país
donde la nieve era apenas un tacto imaginado.

Un lugar amañado por la astucia
y las costumbres de la luz,
que incauta resguardaba escondrijos
para que las sombras perpetuaran traiciones,
desde antes de nacer.

Cuentan sus ingenuos dibujos
(ahora devorados por polillas)
que era una tierra frondosa,
donde junto a la ventura
se forjaban ardorosas proclamas.
Una comarca poblada de fértiles maderas,
aptas para el refugio de hombres, isópteros y orugas.
Y también para el fuego.

 

 

REALISMO SOCIALISTA

Los poetas piensan en la muerte
cuando ven fogatas encendidas a lo lejos
y presienten el arribo de tormentas.

Pero yo veo tantos niños en los basurales,
esculcando entre ladridos agónicos,
entre perros famélicos,
tanta carne agusanada.

Piensan en aquellos pasadizos nocturnos
que los han de llevar hasta las prometidas arcadias.

Pero yo veo tantas moscas a pleno sol,
tanto hueso roído, tanto pellejo escarbado,
exhausto, putrefacto,
tantas vísceras sin duelo.

Piensan, sobre todo, en la inmortalidad de sus versos
y en la póstuma fama que por siempre los preservará.

Pero yo, que apenas veo,
me escondo y escribo en la noche
mientras anticipo truenos a la distancia
y escucho llamas titilantes, titilantes, indecisas.

 

 

HOGAR

Vivo en esta ciudad, en este país despoblado,
avergonzado por sus propios fantasmas,
confinado a cuatro paredes hurañas.

Vivo en cuartos vacíos.
En habitaciones que a ratos se encogen
expulsando todo aquello
que hasta ayer me acompañaba.

Vivo en su centro como viven los moluscos,
babosos e invertebrados, cordializando
con la concha que los protege.

Doy rondas, tanteo su superficie,
hago trampas: intento horadarla
guardando la esperanza de encontrar
respiraderos al otro lado.

Pero soy de acá, este es mi hogar
y aunque me vaya, aunque me escape lejos,
este encierro siempre será mío.

Vivo como el cangrejo ermitaño,
como un decápodo errante,
refugiado en conchas vacías,
atrapado, impenitente, confiado
en la bondad de alguna ola que me arrastre
o termine de ocultarme en la arena.

 

 

VENGO DE UN LUGAR

Vengo del loco ove tornar disio.

Dante Aliguieri

Vengo de un lugar que ya no existe.

Mi abuela acostumbraba contarnos
que a poco de llegar a esos parajes,
al bajar la neblina de la tarde,
adormecida la luz insumisa,
se afantasmaba la mirada.

No sé si también mis hermanos
guarden esos recuerdos en las retinas.
Se me hace tan escabroso preguntarles
pues la vista no me alcanza para verlos
y lo poco que me dicen
en realidad me lo invento.

Sé que ese lugar no estuvo lejos,
es decir, existió antes de mis ensoñaciones.
Sin embargo, ¿cómo asentarlo?
¿Quién podría creerme a esta hora
si desapareció de los mapas sin darnos cuenta,
una noche, una noche muy larga
que nos tuvo a todos adormilados?

Yo sé que habité ese lugar,
lo juro, pues de allí vengo,
desde allá traje conmigo este cuaderno.

Yo sé que mi abuela existió
y me lo dijo, lo atestiguo en lo escrito,
ya tarde entre la bruma.

 

 

LA VALIJA

Si has de hablar de una valija extraviada
es porque sabes que en ella
también ibas tú.

Ahora, extranjero, desesperas buscándola
entre la multitud,
indefenso.

¿Cómo suturar tantos puntos de fuga?

Estaba dicho que solo así aprenderías
a rogar por la bondad de los milagros.

Sin embargo, forastero, todo ha sido inútil.

Los reclamos infructuosos
nada dicen a nadie
como poemas ahogados
en tiempos de míticos naufragios.

A tu hora, en tierra ajena, cavilas lejos,
rememoras tus cuadernos mal escritos,
atestados en el interior de tu valija:
borradores de promesas reveladas y burladas.

Pero temes, sobre todo, por sus páginas en blanco.

Ellas, en su silencio ya perdido,
son las verdaderas señales de tu rendición,
las cartas de renuncia al único país que te quedaba.

 

 

EL VIAJE

A Alexis Romero

Cuando se inicia el viaje,
cuando verdaderamente comienza,
ya no se tiene memoria de la partida.

Ya no se sabe,
siquiera,
cuál era el destino previsto:
la posible travesía.

Pues todo viaje es también,
secretamente,
un pacto con el olvido.

Una forma de levar anclas,
de alejarse de las súplicas de los náufragos,
de aquellos lentos ahogados
que estuvieron en uno
y ahora yacen
en el fondo
lodoso
de nosotros mismos.

 

 

LA MUJER IMAGINADA

Una mujer imaginada en los andenes
de cualquier estación del metro de esta ciudad.
Una mujer que no llegó, que no vino
y sin embargo camina entre la gente
buscando las mismas salidas que nosotros.

Una mujer imaginada, perdida
en el bosque de Chapultepec
o en la espesura de algún sueño.

Una mujer imaginada, simplemente,
huyendo como todas ellas
de alguna foto que nadie ha tomado aún.

Ellas nos acompañan sin saberlo,
sin siquiera imaginarlo.

Por ellas caminamos junto a ellas
sobre las mismas accidentadas aceras
o pisamos hojas imaginadas, tal vez ya pisadas
por ellas, que apenas insinúan la existencia del otoño.

 

 

EN UNA ESTACIÓN DEL METRO NO VISTA POR POUND
(EN CARACAS, NO EN PARIS)

The apparition of these faces in the crowd;
Petals on a wet, black bough.

Ezra Pound

El hombre de escaso muñón
descendió a los infiernos,
serpenteó entre sombras inválidas
arrastrando sus muletas como un gimnasta.

De un brinco entre tantos
alcanzó la boca de un vagón.

Hablaba de sida y albúmina humana
a las soterradas multitudes.

Sus manos extendidas como reliquias
imploraban a un bosque de húmedos rostros,
pétalos purulentos sobre negras ramas.

 

 

LA GENTE INVISIBLE

When you have city eyes you
cannot see the invisible people.

Salman Rushdie

Alguien debe recoger los muertos:
los de antes, los de ahora, los de siempre.
Alguien debe hacerlo.

Son urgentes la amnesia,
las calles limpias
y las flores en las aceras.

Tal vez sea la gente invisible
quien se ocupe de ellos.

Gente que al caminar
apenas deje huellas.

Gente sin padres ni abuelos.
Gente que está por nacer,
y vendrá con aguaceros.

La gente invisible sabe cantar
pero prefiere el silencio,
sabe gritar si corresponde
pero no se deja tentar por quimeras.

La gente invisible procura
hacer todo invisible,
lo que vemos y lo que no.
Por eso si alguien se los lleva serán ellos.
Para que las calles queden limpias,
sin sangre ni recuerdos.

 

 

MRS. GARDEN

Nació tres años después
y murió dos antes que su marido.
Se trata de la señora Gardner,
cuyo nombre de soltera
fue Bertie Miller.

No conoció el cese de la Primera Guerra
pero supo que su hijo moriría en la Segunda.
Sospecho que fue feliz, en algún instante de su vida,
sin embargo, no hay fotos que lo testimonien.

En esta tarde gris, fría y con neblina
es todo lo que alcanzo a ver
cuando leo su nombre sombre su tumba.

Ambos sabemos que este será
nuestro único encuentro.
No volveré, no pisaré de nuevo
esta ciudad, ni este cementerio.

Tal vez alguna de sus nietas,
algún día, ha de recoger esta nota
al pie de su epitafio.

El brote de un poema, entre rastrojos,
dejado por un anónimo visitante
al inicio del otoño.

 

 

MIENTRAS ÉL LEÍA A SHELLEY

A Charles Simic

Mientras él leía a Shelley,
el otro lo leía a él.
No en un café mugriento
de algún callejón de Manhattan,
ni en un restaurant de rojas cortinas
y hábitos chinos, en cuyo brillo
se asentara la escapadiza
grasa de las cocinas.

Mientras Shelley le hablaba,
le murmuraba —entrelíneas— historias
de multitudes contagiadas por la peste
y reyes enloquecidos, ciegos y moribundos,
el otro lo leía a él;
pero no en algún bar de la calle MacDougal
o en algún recoveco de la Cuarta Avenida.
Lo leía desde muy lejos,
desde antes de nacer;
ni en inglés ni en eslavo,
simplemente lo leía
en el único idioma que compartían,
aquel que desde siempre han hablado las rocas.

Desde allí lo leía
y escuchaba también entre susurros.
Le oía decir que la luz de la luna no era de piedra,
pero que se escondía en ellas
para inventar en su interior amaneceres
cruzados por cantos de pájaros
que habitaban allí
mientras aprendían a volar.

Sí, él leía a Shelley,
pero el otro lo leía a él
sin importar si las hojas muertas
eran barridas por fantasmas.

Lo leía escondido tras las pétreas murallas
que custodian la tumba de un emperador niño.

 

 

ESCENA CONYUGAL

No fui yo quien primero dijo sí.
Después del sí vino el no
y comenzó la alternancia.
Un portazo (yo no fui —insisto—).
Al poco tiempo la mudez
y los rostros acartonados.
Las malas caras obstinadas
de tantear la madrugada.
Sobrevino, en su momento,
el roce imprevisto,
el agotado cansancio
y la soledad.
La lluvia fue excusa
para el resguardo.
Alguien, luego
(desde luego) asintió.

 

 

LAS PIEDRAS

De las piedras se habla con envidia,
quizás, porque ellas no hablan.
No fruncen el ceño
y aparentan desatender
lo que a su alrededor acontece.

Obviamente, todo esto es mentira.

No vuelan, pero enseñan a los pájaros a volar.

Se detienen en los abismos, al pie
de los puentes, al margen de los ríos.
Y desde allí advierten como anónimos vigías
los peligros de sostenerse en el aire.

Cultivan además varias lenguas sin poseer ninguna.

Su arte está en hablar por boca de otros.

El aire las recuerda cada vez
que los páramos silban en el viento.
Y los ríos, cuando nos adormecen
con su insaciable ronquido.

Si se agrupan lo hacen
como gesto fraterno, pues odian la soledad.

De ellas se escribe siempre
para hablar de otra cosa.

Su aparente mudez
es tan solo una licencia que Dios les da,
pues así nos interroga.

 

 

SAUDADE

Me gustan las canciones tristes
en idiomas que desconozco.

Ellas me hacen saber
que la tristeza
es un canto
que serenos escuchamos
sin afán de comprender.

 

 

LABOR

Uno lo que hace es vivir,
guiñarle, de vez en cuando, el ojo a la vida
para que se sienta a nuestro lado.
Apilar los periódicos, alineados
como ladrillos, hasta levantar un muro alto
donde el tiempo se reconozca.

Uno no sabe hacer otra cosa
sino vivir,
tomar el café, en lo posible
caliente, y pagar
puntualmente lo que se pueda.
Recordar en las mañanas
—porque dicen que también del «recuerdo se vive»—
buscando entre todas las gavetas
sin encontrar lo buscado.

Uno con el peso de los años
intenta llevarse bien con los vecinos
y aprende a guardar la calma
sin maldecir más que lo imprescindible:
el reloj despertador y los espejos.

Uno, en verdad hace lo que puede.

 

 

ÚLTIMAS PALABRAS

No será por estos lados
donde se inicien las despedidas.

La memoria es vertical
y si vivimos de pie
lo hacemos
por confiar en sus sombras.

En un principio hubiera bastado
acudir a una escena familiar:

El padre monologaba en la mesa,
la madre sorbía su sopa,
los hijos asentían.

Cada quien levantaba murallas
para proteger sus fronteras.

Se abovedaban en el rencor.

Puertas adentro, sin embargo, acaecía otra historia.

En el lugar del viento había una casa cordial,
un sitio donde no hacía falta renunciar a la inocencia.

Allí vivíamos bajo el amparo de una diáfana soledad.

«No, no será aquí» —repetían incipientes ventiscas,
no será aquí donde oigamos decir las últimas palabras.

Ya se fueron la culpa y los culpables,
no hay transeúntes
y se hace tarde.

Ya pronto nos iremos sin decir adiós.

 

 

OFICIO DE DIFUNTOS

Los muertos tienen la desgraciada virtud
de hincarnos de rodillas,
dejando cicatrices frescas
sobre los pliegues del recuerdo.

Habitualmente no contestan nuestros reclamos.

Enmudecen a la mitad de la frase
y lucen desatentos, muy callados,
cuando renuncian a respirar.

Los vivos piensan en los muertos
como parte de un oficio
que huele a incienso y gravedad,
a una mezcla de asombro y llanto mal curado.

Los muertos, por su parte,
sienten desapego por las cosas tristes.
Se van cantando entre sombras, por los rincones,
sin que nadie los escuche;
y nos dejan solos,
con el avaro escozor y la impotencia
de quien conoce el dolor incrustado
y pregunta.

Sí, nos dejan solos,
en medio del discurso mortuorio,
a las puertas del lugar común,
ése que irremisiblemente a todos nos espera.

 

 

LOS OFICIOS DE LA CASA

Su madre muerta
ayer apareció a su lado.

Finalmente, todo había sido un malentendido.

La desenterraron antes de que despertara
y continuaron en silencio
los oficios de la casa.

Su madre había muerto un día
en que amaneció cansada.

Los hijos la acompañaron
para decirle adiós,
la guardaron en un féretro
y la cubrieron de flores.

Agradecida, al principio enmudeció
pero ha vuelto
y lo ha dejado claro:
ya no aguanta esa soledad tan pesada.

Sin necesidad de hablarlo
siempre supieron que volvería.

Tanta tierra apilada encima
aquejumbra los huesos.

Ahora duerme mientras se repone.

Desde el fondo vino para decirles
que no dejaran de quererla,
para recordarles que estar sola,
allá abajo, le hace daño.

Ellos en silencio la escuchan
y atienden los oficios de la casa.

 

 

ESCRITO A LA INTERPERIE

Papá, ayer al dormir
olvidaste cerrar los ojos,
quizás por eso se nos ha hecho
tan larga esta noche,
fija en tu mirada
como si poco a poco
se alejara del amanecer.

Toda la noche hemos soñado con despertar
para hablarte y contarte las buenas nuevas:
«Un geranio rojo sorprendió temprano
nuestro jardín, mañana —dicen las noticias—
ha de escampar antes de que baje el sol
y estrenarán en todas las salas de cine
una misma película muda».

Papá, anoche olvidaste apagar la luz
dejando la puerta de la calle entreabierta,
libre de pestillos,
como para que entrara la noche
y se recostara junto a ti.

Oye, ¿me escuchas?
¿por qué no me cuentas algo de tu sueño?
tú sabes, bajito, sin levantar mucho la voz
como si me hablaras con la pura mirada
para que los demás no despierten.

Recuerdo que siempre dices que con ella basta
porque tú y yo nos entendemos.
Papá, ¿sabes una cosa?…

Mejor es que sigamos durmiendo.

Ya mañana, con calma, hablaremos.

 

 

LA FIESTA

La fiesta se apagó temprano.
Fui por hielo y al volver
todos habían desaparecido.

Los vasos a medio tomar
apenas estaban fríos.

La música sonaba distante.

Nunca supe dónde,
pero sonaba.
La podía escuchar
junto a las voces de mis amigos.

¿Pedro, qué te hiciste?

Un cartel al fondo
prohibía las despedidas.

El hielo se hizo agua
y nadie llegó.

Yo sabía que estaban escondidos.

¿Eduardo, dónde te has metido?

De niños correteábamos sin que nos vieran
y, por ser tímidos, en las fiestas
nos resguardábamos del bullicio.

¿Qué hubo cambiado
desde entonces?

Ya saldrán,
no me afanaré en buscarlos,
ni debajo de las camas,
ni en los húmedos rincones
donde jugábamos con las hormigas.

Federico, de ti no he sabido.

Ya volverán.

La música sigue a lo lejos,
allá, allá va, callada, casi, pero aún suena.

Tal vez, escuchándola,
se perdieron o quedaron dormidos.

Pronto vendrán.

Entretanto, no hurgaré,
no descubriré sus escondites.

Los dejaré tranquilos.

Nadie dirá adiós.

Ya vengo, volveré con más hielo,
prepararé sus bebidas.

 

 

PALABRAS

Solo confío en aquellas
palabras que saben dudar,
que nombran las cosas de modo efímero,
como puentes acostumbrados
a temblar tras cada paso.
Aquellas que viven de la amenaza de caer

 

 

RÉQUIEM PARA UN POETA

A Rafael Cadenas

Él era de la raza
de esos viejos constructores de lupas,
de una estirpe de miopes en penumbras
empeñados en agrandar el misterio del mundo.

Gente ganada por la oscuridad,
asidua al oficio de tratar con imprudencia
vestigios sitiados por telarañas.

Él era uno de aquellos cautivos del linaje
de los artesanos del fuego, cuyas huellas
hoy solo reposan en caligrafías inextricables.

Uno de esos que aún ciego
sospechaba una inminente verdad
encerrada en la transparencia
de algún hechizo convexo.

 

 

LA LENGUA DE LOS PÁJAROS

… así como los nacidos en día domingo
conocen la lengua de los pájaros.

Walter Benjamin

Cuando extendió las manos,
sus palmas eran arenales.
No había en ellas ningún oasis,
ningún vestigio de humedad
donde los pájaros pudieran abrevar
en busca de una ruta que los alejara.

Nacido a destiempo
(un sábado al final del amanecer)
fue poco lo que alcanzó de sus cantos.

Ellos en bandadas lo olvidaban,
lo dejaban atrás como un punto incierto,
un tachón por borrar del horizonte.

Así vivió, limosneando mendrugos
de aquella lengua, mientras los pájaros,
cruzando al vuelo sobre él, poblaban
de efímeras sombras el desierto.

               (El cangrejo ermitaño: antología poética, 2020)

 

 

EL EMIGRANTE

No es una línea,
un trazo hallado en el suelo.
Es una frontera que cruzas dentro de ti
y que al voltear
has convertido en muralla.

 

 

LA PUNTA DE MI LÁPIZ

Every day, every night of our lives, we’re leaving little bits
of ourselves, flakes of this and that, behind. Where do
they go, these bits and pieces of ourselves?

RAYMOND CARVER

Es fácil consolidar la vista
en la punta de un lápiz,
pretender el mundo en ella.

La mirada se despliega, persigue
los pasos de un destino ajeno.

El hombre barre el polvo
que se ha ido acumulando durante meses.

No es invierno aún, pero no importa
—hay vidas donde siempre las pisadas dejan huellas en la nieve,
aunque no haya nieve —.

Barre los despojos de los días
—de lo que ha sido su cuerpo —.
Arrincona en las esquinas los malos pensamientos.

Enciende la televisión:

«Es cierto, no nos conocemos.
Te he visto poco, tan solo de reojo en los espejos.
No sé qué decirte.

He hecho muchas cosas. Comer, beber, dormir.
Inevitablemente he dormido.
Quizás es lo único que he hecho».

La apaga.

Barre sin pericia, pero barre,
junta pelusas, recuerdos, cabellos.

El hombre, sin saberlo, avanza.

Camina sobre un campo minado,
sobre los restos de su propio cuerpo.

Todo es tan incierto. Te ves, te tocas, te hueles:
por un momento piensas que vives en él.

—No seas tonto, no seas tonto —te insisten.
Una calle me basta, un paisaje acotado por dos esquinas.

Vivo en un piso impar,
cuando me asomo
por mi única ventana
me observo en los demás
y me digo:

«Somos una cosa que anda y piensa
y se dice
y desdice
y te dice
y nos dice.
Que habla y enmudece.
Que se repite y miente.
Una cosa tartamuda.
Colesterol malo,
genoma,
aura,
venáticos humores.
Una tontería quizás,
sin suma,
sin fin».

Enciendo la radio.

Dicen que la guerra es buena:
es cuestión de reconsiderar la higiene.

La gente muere por la patria,
por la honra que jamás claudica.

Se exoneran las deudas.

En mi país mueren también,
cada treinta minutos lo hacen de frente o de espalda.
No importa. Siempre una bala los atraviesa.

Apago la radio.

Anoche pensé que iba a morir,
pero pensé, sobre todo,
que antes de que lo supieras
se enterarían las ardillas.

He mudado la mesa hasta la ventana,
desde allí la sombra de los árboles
se emparenta con la de mi lápiz.

Hay una sombra común a la madera.

Ahora puedo emprender
la tarea de escribir de día sobre las sombras.

Si la vecina supiera todo esto
dejaría de saludarme.

Nunca es confiable la gente que se refugia
en la oscuridad a pleno sol.

Es sabido que el polvo se acumula por la desidia:
la dejadez de una inerte existencia.
Sin adecuados regímenes sanitarios
toda civilización peligra, se hace polvo, desaparece.

Abro la bandeja de mi correo electrónico.
Las noticias hablan del clima en otros países,
de los glaciares descongelados y la tibieza de los cadáveres que yacían en ellos,
del recalentamiento mundial, y los vientos de guerra,
de la hambruna africana y las adopciones hollywoodenses,
de un venadito perdido en los suburbios de Pennsylvania,
del fanático que atrapó un jonrón en el estadio,
de los miles de muertos del último tsunami,
de la vuelta al siglo XIX en mi país.

Al barrer, las ventanas deben permanecer cerradas,
se debe evitar la agresión de aires intrusos.
Como no se trata de separar
distintos géneros de despojos,
se pueden acumular en un solo montón
pelos, pestañas caídas y gotas de sudor
junto a los vestigios de otros cuerpos
que también hacen su vida en este vecindario.

De este modo, si a ver vamos,
un montoncito reunido así
se parece mucho a una pequeña junta de condominio
donde se agrupan para compartir reclamos
las cotidianas víctimas de nuestra comunidad.

La escritura no es caso aparte,
en ella también la punta del lápiz se pulveriza,
se convierte en trazo sobre la página,
apenas el efímero testimonio de una vaga intimidad.

Convertida en huella precaria,
sigue los pasos de un hombre
sobre la nieve, aunque no haya nieve,
esa que en enero,
de nuevo,
cubrirá extensos
y anónimos cementerios.

 

 

Y SE FUERON, FINALMENTE

Dios mismo es el autor de ciertas blasfemias.

Nicolás Gómez Ávila

Cuentan que en aquellos tiempos
aún las palabras eran las hilanderas
que hilvanaban el fervor
en las pupilas de los creyentes.

Los Dioses no habían partido todavía.
Y en el túmulo de los días se respiraba
en el aire
el temor y la dicha.

Cuentan que la inocencia no llevaba disfraces,
pues no era aún esa vieja mendaz y codiciosa
en busca de preciados incautos.

Existía la fe
sin el trepidar de las hogueras.

Todo parecía bien hecho,
hasta que llegaron alados traidores
y con el brío de sus trompetas
anunciaron el lúcido ateísmo del porvenir.

Ahora, gracias a Dios
—quien nos ha dado el goce de ignorarlo—,
sabemos toda la verdad.

Los nuevos profetas la predican:
vivir es celebrar un accidente
y morir, una deuda con el tiempo
sufragada en cómodas cuotas;
una inversión infortunada, sin dividendos
ni metafísicas que nos aseguren la eternidad.

               (Cartas de renuncia, 2020)

 

arturo gutierrez 350Arturo Gutiérrez Plaza (Venezuela, 1962). Poeta, ensayista y profesor universitario. Ha sido galardonado con los premios: III Bienal Mariano Picón Salas (1995), Hispanoamericano de Poesía Sor Juana Inés de la Cruz (1999) y IX Premio Anual Transgenérico de la Cultura (2009). En su poesía destaca el uso de un lenguaje claro, directo y preciso. El poeta aborda su obra con una extraordinaria percepción de lo cotidiano, centrándose temáticamente en algunos ejes: el extrañamiento de lugares perdidos, la errancia citadina, el desarraigo, la ausencia de otros seres, la confidencialidad amorosa, la soledad, y el miramiento poético. Su punto de vista es reflexivo. El trabajo literario de Gutiérrez Plaza es riguroso y certero a la hora de exponer acontecimientos que afectan al hablante lírico y al mundo que lo rodea. El autor es una de las voces imprescindibles de la poesía hispanoamericana contemporánea.

 

 

Material de consulta:
El cangrejo ermitaño: antología poética. Madrid: Visor, 2020; Cartas de renuncia. Caracas: Fundación La Poeteca, 2020.

 

"Domingos de poesía" es una idea original del poeta Sergio Laignelet, colaborador de Aurora Boreal®. Se publica semanalmente. Toda la selección y cura de los materiales por Sergio Laignelet.

sergio laignelet 250

Sobre Sergio Laignelet
Bogotá, 1969. Poeta colombiano residente en Madrid, editor, corrector de estilo y ortotipográfico de publicaciones educativas y culturales. Libros publicados: That's all Folks! (poemas animados). Madrid, 2017; Cuentos sin hadas. Canarias, 2010; Carnaval (plaquette). Bogotá, 2007; Malas Lenguas. Bogotá, 2005. Ediciones bilingües de CSH: Danés: Omvendte eventyr. H. Krarup trad. Copenhague, 2017; Francés: Contes á l’envers. R. Durand trad. Toulon, 2015, y Colomiers, 2017 (además, poemas suyos han sido traducidos al inglés, portugués, italiano, sueco, finés, polaco y japonés). Antología editada: Gatimonio: poemas de gatos de autores hispanoamericanos. Madrid, 2013.

Poemas de Arturo Gutiérrez Plaza. Selección de poemas: Sergio Laignelet. Material enviado a Aurora Boreal® por Sergio Laignelet. Poemas publicados con autorización de ©Arturo Gutiérrez Plaza. Copyright de las fotografías © Carlos Ancheta. Fotografía Sergio Laignelet © Lorenzo Hernández.

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