Marosa di Giorgio - Domingos de poesía

 Marosa di Giorgio (Uruguay 1932-2004). Poeta y narradora. Su poesía está escrita en prosa; la recorre un halo de misterio, entre imágenes oníricas y siniestras, combinadas con otras de excelsa belleza. La naturaleza juega un papel primordial en su imaginario poético que crea y recrea historias relacionadas, en muchos casos, con el ámbito familiar, evocando lugares comunes de la infancia y la adolescencia. Sus descripciones de situaciones cotidianas se entremezclan con detalles fantasiosos en un collage que sitúa en un mismo escenario a seres maléficos, querubines, hadas y mariposas, así como a una gran variedad de flores y utensilios de uso doméstico. La riqueza de su imaginación desbordante y su particular forma de articular los elementos que componen sus textos, hacen que su obra no tenga parangón.

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      Cuando miro hacia el pasado, sólo veo cosas desconcertantes: azúcar, diamelas, vino blanco, vino negro, la escuela misteriosa a la que concurrí durante cuatro años, asesinatos, casamientos en los azahares, relaciones incestuosas.
      Aquella vieja altísima, que pasó una noche por los naranjales, con su gran batón y surodete. Las mariposas que, por seguirla, nos abandonaban.

               (Historial de las violetas, 1965)

 

 

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      Las flores de zapallo corren por el aire y por la tierra como una enredadera de bengalas; mi madre las siega, las pone en el cesto; de pronto, se estremece, queda inmóvil; pero, huye hacia la casa; y pronto un aroma a óleo y a almuerzo recorre la casa. Estoy sentada en el comedor, trazo mis deberes —tendré que cruzar el campo, que ir a la escuela—, los platitos y las tacitas, en línea, como calaveras de nenas recién nacidas. Surge un diablo; se para a mi lado. Mi madre —desde allá— nota que hay algo extraño entre las paredes; acude; él se oculta; ella va hacia el jardín, dice algo por disimular; luego, arriesga: «—Creo que aquellos están otra vez; hoy vi uno en el zapallar».
      Yo nada digo; ella vuelve a su fuego y a sus flores. Él surge de nuevo, se para a mi lado —es oscuro, hermoso, alto casi como un hombre—; me mira, me dice que me quiere, que va a ir conmigo por el campo.

               (Magnolia, 1965)

 

 

4

      Anoche, volvió, otra vez, La Sombra; aunque ya, habían pasado cien años, bien la reconocimos. Pasó el jardín de violetas, el dormitorio, la cocina; rodeó las dulceras, los platos blancos como huesos, las dulceras con olor a rosa, tornó al dormitorio, interrumpió el amor, los abrazos; los que estaban despiertos, quedaron con los ojos fijos; los que soñaban, igual la vieron. El espejo donde se miró o no se miró, cayó trizado. Parecía que quería matar a alguno. Pero, salió al jardín. Giraba, cavaba, en el mismo sitio, como si debajo estuviese enterrado un muerto. La pobre vaca, que pastaba cerca de la violetas, enloqueció, gemía como una mujer o como un lobo. Pero, La Sombra se fue volando, se fue hacia el sur. Volverá dentro de un siglo.

               (La guerra de los huertos, 1971)

 

 

9

      Una noche desperté sentada en el lecho, helada, en esa casa donde me habían abandonado hacía tanto tiempo. Y él, ya estaba entrando, por tres ventanas, a la vez, su triple presencia; le vi el mantón como una cauda, un ala, el rostro desierto. Mi pequeña faz se congeló. Pensé en conjurarlo de algún modo, exorcizarlo; tal vez, algún efluvio de la infancia lo detuviese, un grito, pensé en recuerdos, platos blancos, sábanas blancas, oréganos, violetas. Tal vez, pudiese fingir que era más grande y desafiarlo. Pero, él estaba allí, erguido, como tres caballos. Inmóvil, e impaciente; en sus tres lugares.

               (Está en llamas el jardín natal, 1971)

 

 

3

      En las noches de enero, las diablas daban a luz, aquí cerca, y allá lejos, bajo sus negras melenas, sus largas pestañas.
     Los diablos, apenas nacidos, empezaban a hacer cosas atroces, malignidades, corrían por todo el campo, iban hasta la casa, pasaban el dormitorio, la cocina, volvían, de nuevo, volando hacia las diablas, que contemplaban con ojos impasibles, los juegos y los nacimientos.

 

 

52

      —Comes murciélago y manzana —dijo.
      Y descubrió el pote.
      Miré qué servían a mi hermana y a mi prima.
      Para cada una, un manjar distinto.
      Con los elegantes cubiertos corté el ratón con alas y un trozo de manzana.
      Almorzábamos a la luz de las velas porque la casa siempre estaba a oscuras. Después, nos vestiríamos de blanco para ir al colegio.
      Cómo se preocupaban los familiares; a la tarde, saldrían, otra vez, a cazar las manzanas, las más rojas, livianas y fragantes, las sacarían bajo la lluvia. Y la abuela, ya, se trepaba, de nuevo; descolgaba otro murciélago de detrás del aparador, y decía «lo haré con almendras».

 

 

67

      Sí, tal vez, anduviese errada. La solución sería comerme una mariposa. Agoté las otras posibilidades —la dificultad iba a estar en darle caza—; no sé hacer ningún trabajo, no me gusta hacer ningún trabajo. Cruzo, lentamente, la habitación; bajo la pequeña escalera, miro los muebles, erguidos y oscuros. Abro y cierro la puerta, voy al cantero de los malvones; las anchas hojas son propicias. Tiendo la mano como un garfio, pero, levemente. La mariposa diurna no sirve, es muy tenue; sería como querer cortar la sed con un poco de rocío. La mariposa de la noche es muy especial; es espesa, muy gruesa; todo comible: ojos, patas, alas; todo. Su gusto, a veces, algo deplorable; otras, no, a hierbas, a carnecita. De todos modos, ¿cómo nace una mariposa? ¿Un huevecito sobre una «flor de un día»? ¿sobre un lirio? Se entreabre, deja salir la monja, el muertecillo. Creo que en un mañana, ya, se vuelve adulta y empieza a rodar sobre las flores. Ése debe ser el proceso. Sobre las mariposas nocturnas guardo, es verdad, ciertas inquietudes. Pero, más vale no pensar. Oh, Dios! Ya cayó! Mientras, elucubraba todo esto, ya cayó. Es grande, casi como un pájaro; es «beige» con los alones negros; si… un poco monstruosa; pero, también, se parece a Santa Teresita; la aferré bien, la voy a comer viva. Da miedo matarla.

               (Clavel y tenebrario, 1979)

 

 

 [Para cazar insectos y aderezarlos…]

      Para cazar insectos y aderezarlos, mi abuela era especial.
      Les mantenía la vida por mayor deleite y mayor asombro de los clientes y convidados.
      A la noche, íbamos a las mesitas del jardín con platitos y saleros.
      En torno, estaban los rosales; las rosas únicas, inmóviles y nevadas.
      Se oía el run run de los insectos, debidamente atados y mareados.
      Los clientes llegaban como escondiéndose.
      Algunos pedían luciérnagas, que era lo más caro. Aquellas luces.
      Otros, mariposas gruesas, color crema, con una hoja de menta y un minúsculo caracolillo.
      Y recuerdo cuando servimos a aquella gran mariposa negra, que parecía de terciopelo, que parecía una mujer.

 

 

[Bajó una mariposa a un lugar oscuro...]

      Bajó una mariposa a un lugar oscuro; al parecer, de hermosos colores; no se distinguía bien. La niña más chica creyó que era una muñeca rarísima y la pidió; los otros niños dijeron: —Bajo las alas hay un hombre.
       Yo dije: —Sí, su cuerpo parece un hombrecito.
      Pero, ellos aclararon que era un hombre de tamaño natural. Me arrodillé y vi. Era verdad lo que decían los niños. ¿Cómo cabía un hombre de tamaño normal bajo las alitas?
      Llamamos a un vecino. Trajo una pinza. Sacó las alas. Y un hombre alto se irguió y se marchó.
Y esto que parece casi increíble, luego, fue pintado prodigiosamente en una caja.

 

 

[Aparecía una planta mala en los jardines…]

      Aparecía una planta mala en los jardines. Sus hojas eran negras con estrías; su flor roja, errante, la recorría en varios sitios. Era como si usase antifaz, cortaplumas. Todos temieron tenerla en sus jardines; pero, ella sólo se mostró de tanto en tanto. Y al atardecer, a la medianoche. La lamparilla roja andando. Duró toda mi larga infancia, y miró a todos, y a mí más que a ninguno. Como si quisiera enseñarme un secreto muy antiguo y una cosa abominable.

               (La liebre de marzo, 1981)

 

 

TRATADO DEL QUERUBÍN
(Fragmento)

 

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      Llegaron murciélagos. Unos, color rosa, bellos, como de seda. Otros, amarillos, o de muchos colores, estampados. Éstos parecían ser los más codiciables. El que se me destinó era negro, aunque cuando atravesara el aire frío de la mañana diese reflejos guinda. Pasó a mi lado con la sombrilla bien abierta, y el silbo escalofriante. Yo hice como si nada. Cumplí las cosas de la mañana igual que siempre. Puse la olla, y en ella un hueso, las nueces, el perejil. Corté el pan en varios discos, apilé la ropa. Al mediodía recibí y di órdenes, aunque no había absolutamente, nadie.
      Durante la tarde tomé un vaso de leche, cambié mi túnica, até mis trenzas.
      Pero cuando la noche empezó a caer sobre los más lejanos montes, y los más próximos, una aguja me tocó el corazón.
      El murciélago salió de su escondite, que yo no sabía cuál era, y cruzó todo el aire de sólo un pantallazo. Hui a mi cama. En el trayecto perdí las peinetas y la blusa.
      Se sentía un leve perfume a sangre.
      Y sonaban las campanas de la boda.

 

 

CUMBRES BORRASCOSAS
(Fragmentos)

 

23

      Me llamaron en la oscuridad para sacarme las luciérnagas. Se me habían enredado en el pelo, en las orejas, en los dedos y en el ruedo. Mamá prosiguió sentada, y yo de pie a su lado, y con una mano que parecía pinza de porcelana me quitó los insectos celestiales y los puso en un geranio.
      Dijo: —No tornes al jardín. Ve adentro. Obedecí, pero en puntas de pie, volví a la ventana, y al instante, ya tenía otra guía de luciérnagas. Me acosté y me dormí, abrillantada y asustada.

 

 

30

      Iba y venía en un pequeño carruaje cargado de rosas y manzanas. Las manzanas estaban llenas de pétalos y las rosas eran duras como frutas, y una fragancia siempre intensa, y el caballo blanco muy bello, con tiras y riendas deslumbrantes, y había como una polvareda de pájaros y mariposas. Tan diminutos y radiosos estos seres que eran casi polvo. Y mi vestido también estaba ornado con rosas, y en la tiara y caravanas había brillantes.
      Iba y venía de continuo sobre la pequeña calesa. Hasta el portal de mi casa, (y de vuelta al sitio remoto), y otra vez hacia mi casa. Y, así, siempre bajo ramazones de rosas y de frutos.
      Mis padres y otros miembros familiares me miraban con mirada fija, soñadora. Mas un día al acercarme al portal vi visitas desde comarcas muy lejanas. Y mamá dijo mi nombre, claramente, y mis otras señas, y con asombro oí que lloraba y agregaba: —Ella murió a los dieciocho años. Le vino una espantosa fiebre y murió mientras dormía.

               (Mesa de esmeralda, 1985)

 

 

CARROS FÚNEBRES CARGADOS DE SANDÍAS
(Fragmentos)

 

[Qué noche extraña cuando murió el abuelo…]

      Qué noche extraña cuando murió el abuelo. Caían gotas, piedras blancas, de los limones y el rosal. Desde el aparador salían ratas; las tacitas en docena, siempre doce, las copitas; los licores de todos los colores, quedaron negros.
      La tía Joseph dio un grito cerca del cadáver. Nosotras, las niñas, también gritábamos. De improviso, aparecieron tías más remotas, primas de primas, súbitamente, en un minuto, como si hubiesen viajado a caballo o en mariposa. Y vecinos de las más lejanas chacras, y hasta de las chacras de subtierra, vinieron en sus carros fúnebres, cargados de sandías.
      Vi alguien, rarísimo, adentro del espejo; me fijé bien por si era un reflejo; pero no había nadie que correspondiera a él.
Mas, al amanecer, los extraños partieron. Todos. Y nos acostamos. Cada uno fue a su lecho. Y dormimos, algunas horas, profundamente.
      Y entre nosotros estaba el abuelo, muerto.

 

 

[Anoche, llegaron murciélagos]

      Anoche, llegaron murciélagos.
      Si no los llamo, ellos, igual, vienen.
      Venían con las alas negras y el racimo.
     Cayeron adentro de mi vestido blanco. De todas las rosas y camelias que he reunido en estos años. Y en la canasta de claveles y de fresias. La Virgen María dio un grito y atravesó todas las salas; con el pelo hasta el suelo y las dalias.
      Las perlas, almendras y pastillas, las frutas de cristal y almíbar, que vivían en fruteras y cajas de porcelana, quedaron negras, y volvieron a ser claras, pero como muertas.
      Yo me erguí. Goteaban sangre mi pañuelo blanco y mi garganta.

 

 

PAVOROSO SACÓN BRILLANTE
(Fragmento)

 

[La urraca se llamaba Simona…]

      La urraca se llamaba Simona. Era azul, preciosa. Con capota de lujo y delantal; parecía una maestra. En la casa se le consideró la prima, la tía joven, una abuela, esculpida en zafiros, esta vez.
      Por ese entonces, yo vivía, casi siempre, entre alhelíes; era cuando las inquietantes apariciones de mi madre, por todos lados; y no sé, me dio felicidad, ese ser charlatán, rapaz; se iba con una taza, un cubierto, hacia arriba, entre los negros nubarrones y el plantío.

 

 

MI VESTIDO SE HUNDE EN LAS BROMELIAS Y MÁS ALLÁ NO HAY NADA
(Fragmentos)

 

[Cuando nací mamá se dio cuenta que yo era una mariposa]

      Cuando nací mamá se dio cuenta de que yo era una mariposa.
Y con un punzón, que ya tendría preparado, o que sacó de la caja de objetos prodigiosos, me traspasó tan diestramente, que quedé viva, y, así, me puso en el cuadro de sus postales más hermosas. Con el tiempo mis alas aumentaron y cambiaban los colores, celestes y rosados. Hasta tuve una orla color plata, color oro, y puntitos, igual. Mis antenas se iban como hilos, por el olor de las rosas del jardín, los jazmines y azaleas, y brillantes del rocío.
      Pero, mamá no dejaba de mirarme. Aunque estuviese en la cocina con las habas y el cuchillo, en el huerto, en el altar, con mi padre, o sus hermanas.
Jamás sacó los ojos de su hija mariposa. No quitó el punzón que me separaba de las rosas.

 

[Empezaron a caer mariposas…]

      Empezaron a caer mariposas, redondas, chicas, con más hojas de las necesarias, color verde manzano, manzana muy verde, rosa leve, rosa granate. Caían por toda la mesa, las sillas, el piso y el sofá. Caían afuera y adentro, perpetuamente.
      Haciendo un rumor de hojas secas, de papeles; parecían hablar entre ellas. Llegaron del este, en bandadas; del sur, en grandes bandas; del oeste, en polvareda; del norte, en llamaradas.
      Hasta que bajaron al caldo y a los platos. Dimos un grito. Y nos acostumbramos a que formaran parte del caldo. La abuela —tan diestra— las trató con azúcar y las ponía sobre los postres, integrándoles.
      Mamá las cosió —porque se podía—, en los ruedos; e hizo con ellas guías, mosquiteros y coronas.
      Unos dijeron que no íbamos a sobrevivir.
      Otros dijeron que era una gran desgracia.
      Otros que era una desgracia fina y exquisita.
      Y otros gritaron que simplemente no era cierto.
      Que veíamos todo eso porque ya estábamos muertos.

 

[Entonces, me atrajeron mucho las parvas…]

      Entonces, me atrajeron mucho las parvas. Trepándome con dificultad, resbalaba y volvía a trepar, o en su medio estoy sentada esperando no sé qué. Como si fuese la única reina de todo el atardecer.
      En cierta oportunidad oí un barullo en la parva vecina y vi que surgía desde su interior, alguien en carretela; moño de mujer (iba desnudo) y tremendo sexo masculino. Se fue en pequeño carro hasta el bosque, a tomar la presa, que trajo envuelta en paja; así no se sabía quién o qué era.
      La presa gritaba como nunca oí gritar a nadie. Pero, marchó con su raptor a lo hondo de la parva.

               (La falena, 1987) 

 

 

[Me voy a disfrazar de lobo…]

      Me voy a disfrazar de lobo. Ese hocico tan largo, los ojos oblicuos, el saco peludo y parado. Me pongo zapatos de plata.
      Sopla el viento. Cae nieve. Las niñas retroceden como ovejitas.
      Por allá gritan: ¡Anda un lobo!... ¡Hace frío!... ¡El lobo no tiene frío!... ¡Va muy abrigado!...
      Me doy vuelta y veo a mi madre que siempre está allí. De una dentellada le saco una mano.
      Ensangrentada dice: ...Pero, ¿es verdad...?!!
      Aún alcanzo a reconocer las orquídeas caseras, rosadas y ardientes tras del cristal.

 

 

[Cada uno queda recto en su silla…]

Cada uno queda recto en su silla como si estuviese de visita.
                                                  Baja la noche hilada con topacios.
Los vampiros vienen a dar al lugar estricto, cerca de las venas.
Y yo me acomodo hábilmente, de modo que se sacien.
Mi cabello larguísimo disimula todo.
                        Cuando me desmayo ya está el alba en las puertas.

 

 

[Empezamos, Nidia y yo, a comer flores…]

      Empezamos, Nidia y yo, a comer flores. Yo atrapé unas; parecían de papel de nieve, y las devoré junto a las hojas negras que las respaldaban. Para ese entonces, Nidia ya tenía en la boca, un clavel rosa y lo comió. Más, dijo: Yo voy a jugar.
      Y se alejó, distraída como una reina.
      Yo ya no pude detenerme. Comí un alhelí, un capullo de dalia como un hígado livianísimo; un enorme higo; cacé heliotropos en racimos (parecían uvas estelas), los comí, encontré otro clavel igual al de Nidia, y devoré; nardos —qué exquisitez— en escala y en procesión; una rosa cuyo aroma a vino me chamuscó la ropa; me perseguían las luciérnagas, porque de noche también andaba y también robaba. A ratos, usé un antifaz. Comí a un lirio, su silueta capitolina, su gusto a dios; una margarita principesca, con escudo de oro y alas níveas.
      Sobre el vestido negro llevaba siempre el delantal granate, así expresando: Yo como flores. Me envenené. Di con un bulbo cuya lista en zig-zag no advertí. Casi morí. Me salvé.
      Pasé muchas estratagemas e insucesos.
      Y estoy hoy con este tulipán dorado que como de un bocado.

               (Membrillo de Lusana, 1991)

 

 

[Volaba, casi en el crepúsculo…]

      Volaba, casi en el crepúsculo, con la cola y las alas abiertas, el pico corvo, los ojos entrecerrados. Parecía de rafia, de azabaches. Si se hubiese visto a sí misma, habría tenido espanto, aunque era bellísima.
      La vimos venir desde el pórtico. Mamá y yo con vestidos salmones y la trenza en torno a la sien.
      Ella descendió casi a nuestros pies; en perfecta puntería.
      Fuimos las tres a la sala.
      Pero la visita fue breve.
      Partió volando por el ventanal.
      Mamá encendió otra luz.
      Y, como si yo no lo supiese bien, por milésima vez me dijo:
      —Es mi hermana menor. Nació extraña. Y empezó a volar.
      Y yo, como si no lo supiese bien, le pregunté por milésima vez:
      —¿Y fue siempre así, negra y brillante, y como bordada?

               (Diamelas a Clementina Médici, 2000)

 

 

[En las confiterías, en las farmacias…]

      En las confiterías, en las farmacias, frascos grandes, pardos o celestes; celestes, en un deslumbrador celeste, opaco, como un pie, dos, tres, o pesadamente sobre las mesas, en las vitrinas, con obleas, caramelos; pero no importaba el contenido. Yo miraba los frascos. Me olvidaba de lo que había ido a comprar, no podía responder.
      Ahora que quedé sola, vuelvan bellísimos frascos, vuelvan.
      Siento su celeste perfume, su fantástica almendra.
      Salgo a la calle, parece que me voy a caer.
      Pero, no, voy erguida como una reina.
      Vengan bellísimos frascos con patas y diademas.

               (Pasajes de un memorial al abuelo toscano Eugenio Médici, 2004)

 

marosa giorgio 351Marosa di Giorgio (Uruguay 1932-2004). Poeta y narradora. Su poesía está escrita en prosa; la recorre un halo de misterio, entre imágenes oníricas y siniestras, combinadas con otras de excelsa belleza. La naturaleza juega un papel primordial en su imaginario poético que crea y recrea historias relacionadas, en muchos casos, con el ámbito familiar, evocando lugares comunes de la infancia y la adolescencia. Sus descripciones de situaciones cotidianas se entremezclan con detalles fantasiosos en un collage que sitúa en un mismo escenario a seres maléficos, querubines, hadas y mariposas, así como a una gran variedad de flores y utensilios de uso doméstico. La riqueza de su imaginación desbordante y su particular forma de articular los elementos que componen sus textos, hacen que su obra no tenga parangón.

 

Material de consulta:
Mesa de esmeralda. Montevideo: Arca, 1985; La falena, Montevideo: Arca, 1987; Los papeles salvajes. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2013.

 

"Domingos de poesía" es una idea original del poeta Sergio Laignelet, colaborador de Aurora Boreal®. Se publica semanalmente. Toda la selección y cura de los materiales por Sergio Laignelet.

 

 

sergio laignelet 250

Sobre Sergio Laignelet
Bogotá, 1969. Poeta colombiano residente en Madrid, editor, corrector de estilo y ortotipográfico de publicaciones educativas y culturales. Libros publicados: That's all Folks! (poemas animados). Madrid, 2017; Cuentos sin hadas. Canarias, 2010; Carnaval (plaquette). Bogotá, 2007; Malas Lenguas. Bogotá, 2005. Ediciones bilingües de CSH: Danés: Omvendte eventyr. H. Krarup trad. Copenhague, 2017; Francés: Contes á l’envers. R. Durand trad. Toulon, 2015, y Colomiers, 2017 (además, poemas suyos han sido traducidos al inglés, portugués, italiano, sueco, finés, polaco y japonés). Antología editada: Gatimonio: poemas de gatos de autores hispanoamericanos. Madrid, 2013.

Poemas de Marosa di Giorgio. Selección de poemas: Sergio Laignelet. Material enviado a Aurora Boreal® por Sergio Laignelet. Publicado con autorización de Herederos de Marosa di Giorgio. Fotografía Marosa di Giorgio cedida por Herederos de Marosa di Giorgio. Archivo familiar. Fotografía Sergio Laignelet © Lorenzo Hernández.

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