Puro Cuento
Majestuosos, solemnes, indiferentes: los leones blancos. Ahí están, de espaldas a los ojos del espectador que los mira curiosos. Son una pareja de leones blancos encerrados en el zoológico. Están al sol, como yo, un sol de cuarenta grados, verano, maldito verano en la ciudad, una ciudad tan encerrada como esos leones, en apariencia sueltos en su lugar redondo, de tierra seca, tan indiferentes a su destino como ella. Tal vez piensan en sabanas, en lejanas selvas exhuberantes y húmedas, quién sabe. Tal vez corren un venado, se separan, ella sale a cazar. Meses después la leona ha parido dos o tres hijos. El león escapa de un cazador furtivo y lo celebran. Comen entre los dos, ella y él y los tres pequeños vástagos un delicioso venado. Le han arrancado la piel, la carne, se lo han comido hasta chupar los huesos. Las fieras se relamen de placer. Gozan de la selva, del rocío en las plantas de los pies al caminar, del agua fresca que van a beber a un lago cercano. El león se mira en el espejo acuático, ve dos ojos, una mirada extraña, no sabe o sí sabe que es la de él. No teme. Tampoco sabe que él es un león blanco, una especie distinta, poco común y que algún cazador codicia para lucir su cabeza, su piel en el living de su casa. Esa pareja de leones blancos mira hacia el otro lado, donde un cerco verde de arbustos y de plantas los separa de otros ojos, de otras miradas. Nadie le puede ver los ojos a ese par de fieras. Un pájaro grita a lo lejos, en una jaula, seguramente un guacamayo o un loro, como sólo puede hacerlo un pájaro tropical. Camino por el sendero de tierra mirando jaulas, animales, monos a los que algunos les dan de comer. Les arrojan alimento que los monos toman, otros, indiferentes como los leones blancos miran hacia arriba, hacia la nada. Silbo a uno de los monos, me mira, parece ciego de no ver, de no importarle, tan habituado está al encierro, a la soledad. ¿Dónde está la salida? de pronto me he olvidado por dónde vine, he olvidado el camino y el mapa. Se va haciendo de noche, pronto cerrarán las puertas del zoológico. Los pájaros han comenzado a cantar y a refugiarse en los árboles, el atardecer siempre tiene ese canto triste y confuso de los pájaros.
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- Por Araceli Otamendi
Lucía Donadío, (Colombia,1959). Es antropóloga de la Universidad de los Andes. Hizo un diplomado en Literatura del Siglo XX en la Universidad Eafit, Medellín. Escribe poesía y prosa. Es directora de Sílaba Editores. Fue codirectora de la revista de cuento Odradek, el cuento. Dirige dos talleres literarios en Medellín: en la Universidad EAFIT con jóvenes y en la Biblioteca Publica Piloto de Medellín con mayores de 60 años que llegan hasta los 85. Ha publicado los libros: Sol de estremadelio (poemas, 2005), Alfabeto de infancia (relatos, 2009), Cambio de puesto (cuentos, 2012) y Los ojos que me nombran (poemas , 2014). Cuentos y poemas suyos han sido publicados en revistas y periódicos.
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- Por Lucía Donadío
Un 18 de diciembre esperaba en el aeropuerto Charles de Gaulle para tomar un jumbo rumbo a Bogotá. Por delante me restaban doce horas de vuelo, si todo salía bien hasta Maiquetía, donde el lechero de la compañía aérea Avinunca normalmente hace su tercera escala técnica: París, Madrid, Caracas para finalmente llegar a Bogotá, la tan afamada Atenas Suramericana. Aquel era un diciembre helado. El vuelo original estaba programado para las ocho de la noche pero como siempre, Avinunca informa que una falla técnica ha demorado la salida hasta las once de la noche. Finalmente nos hacen pasar a una sala de abordaje donde nos tienen un par de horas encerrados. Definitivamente todos los pasajeros vamos para Colombia. En especial ellas, cargadas de paquetes, con chaquetas exageradas para el frío. Somos trescientos cincuenta viajeros en una sala pequeña, obligadamente tocándonos los humores con ese hablado tan colombiano, que hace tanto no escuchaba. Es algo así como ya haber vuelto. Los acentos son de todas las regiones de Colombia. Reconozco muchos: de Cali, de Medellín, de la Costa. Identifico a unas bogotanas con su hablado tosco y pedante pero claro, bien vocalizado.
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- Por Guillermo Camacho
Inédito
El camión se asoma en la curva. Su andar lerdo y el sopor de la tarde, lo hacen ver como una añosa tortuga empeñaba en su trasiego. La montaña expulsa de sus matorrales unas bocanadas de brisa y el sol palidece buscando escondite en los meandros de la cordillera. Al llegar al puente, el desvencijado motor zozobra en un atasco de estornudos briosos que lo obligan a apagar.
Es el atardecer del último domingo de abril. Todos los pasajeros traen rostros soñolientos y los envuelve una duermevela de trasnocha y cansancio. El conductor, un cincuentón corpulento y de poblado bigote, desciende del carro y despierta a todos los dormidos con el cierre estrepitoso de la puerta. El carburador bebe el agua como un sediento extraviado que encuentra un oasis en la mitad del desierto. Antes de intentar revivir con la vuelta de la llave al carro, se detiene a contemplar las casas del pueblo, que vistas a través del empañado vidrio, lucen como un manchón de crayola roja hecho por un niño en la hoja de un cuaderno.
Al reanudar el viaje, Cipriano Argote, que cabecea de manera acompasada y no pocas veces violenta, al someter su cuello a inesperados bandazos en cada jadeo de velocidad, vuelve a caer en el pesado sueño que lo acoge desde que partieron de Santa Ana. El conductor examina de manera socarrona los movimientos de títere del cuello y la cabeza del director de Los Agraciados.
En su trance onírico, Cipriano sube a la tarima de madera iluminada por decenas de bombillos pintados de colores de vinilo. Mientras se detiene a dar instrucciones al bajista, el pianista, el congero, el saxofonista y los cantantes; una multitud a sus espaldas aplaude y lanza gritos medianamente audibles: ¡Que suenen los agraciados¡; ¡Que toquen la primera¡; ¡Se prendió esto¡. Los silbidos y la ovación apuran el alistamiento del grupo. El impecable frac de Cipriano le da un aura de acicalado penitente en busca de la comunión. Todos beben una copa de ron mientras que Cristela, la bailarina, se acicala el capul y tolera los insolentes piropos que los primeros borrachos de la noche le lanzan. José Ricardo Ricuras, el animador estrella de las veladas y los bazares de la provincia, imposta la voz y se empina frente al micrófono. Al anunciar la presentación de la orquesta tropical más "querida y aplaudida de la región", osados adolescentes toman de la mano a muchachas que aparentan desdén y ensimismamiento. Después del último golpe de las baquetas del timbalero, cientos de parejas se apiñan y se desdibujan en el patio de la vereda Santa Ana, acompañando cada paso de baile de rictus de alborozo y frases raudas que traslucen alegría. La Danza del Pato invade a los lugareños de una festiva convivencia al tiempo que pasan, de mano en mano, copas con bebida para no dejar sofocar el incendio de ánimos que a todos atrapa. El acople es logrado. Las viejas cabinas de sonido han respondido al reto. Cuando Cipriano observa el ceño fruncido del bajista y las peripecias de sus dedos para evitar que algo malogre la canción, una cuerda del bajo revienta generando una profunda estridencia que aturde a todos los bailadores.
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- Por Marcos Fabián Herrera Muñoz
Cuento inédito
1
Me parece que es mayo y han de ser las cuatro de la tarde. El hombre sentado frente a su escritorio es rubio y de nariz aguileña. Sus intensos ojos verdes parpadean apenas. Lleva treinta y tres años habituándose a trasegar caminos arduos, a escalar montañas imaginarias. Hoy las páginas de un libro español lo mantienen absorto. Desde la puerta de aquella habitación repleta de volúmenes, alguien lo observa; pero él ni siquiera intuye la presencia del niño. Su mente se halla embelesada en alguna fonda castellana, intimando con acemileros y pastores, con mozas y gañanes. Sus cejas se contraen, su frente se enciende, su mano pasa la página. Y el chico sigue allí, instalado en sus siete años de curiosidad y pantalones cortos. ¿Por qué tanto silencio, por qué tanta alegría? Quisiera volver al solar donde se juega al trompo, al zumbambico; quisiera corretear a los dos bimbos que cuidan su infancia y provocar al pato bulloso y travesear con las cinco gallinas de siempre. Pero se mantiene un rato más en el umbral, fisgoneando la pieza de los libros, intentando comprender aquella felicidad de papá.
Cuando tanto silencio lo desborda, el niño toma una decisión. No ha disipado aún sus misterios; sin embargo, tampoco va a interrumpir la concentración de ese hombre que tanto ama y reverencia. Entiende que ya es tiempo de regresar a las canicas, o al balero; quizá la rayuela venga mejor. Antes de atravesar el largo vestíbulo que lo llevará hasta el patio, dirige una mirada más a la habitación y descubre algo aterrador. Alguien lo vigila desde la pared del fondo y no deja de hacerlo por más que se mueva hacia un lado, hacia el otro, hacia atrás. Se trata de una efigie espeluznante, de una mujer tan fea como el sufrimiento y tan vieja como el rencor. El chico huye despavorido, raudo, con un grito atragantado en la mitad de su propio espanto. Salva la sala en pocos pasos, salta materas y floreros sin causar destrozos; pero su pequeño corazón está a punto de estallar. Sólo cuando sus pies de viento traspasan el quicio que se abre al solar, el niño logra sentirse a salvo. Jamás los graznidos de un pato fueron tan dulces, ni tan encantador el séquito de cinco gallinas; nunca en la historia había sido ni tan poderoso el respaldo de dos pavos.
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- Por Alejandro José López
No corrían buenos tiempos para Martín. De pronto sus planes se desbarataban como un castillo construido en la arena, como una casa puesta a volar por vientos inmisericordes o como un automóvil arrastrado a la cuneta por el vendaval. Había sido demasiado ingenuo al invertir en un negocio tan riesgoso como los mariscos, trayéndolos de un lugar a donde el avión no vuela regularmente, confiado en que los amplios intervalos podía subsanarlos empacando cantidades mayores a los que un buen cálculo aconsejaba. Estaba además, de por medio, la apuesta con Diego de que en cosa de cinco o seis meses la empresa estaría a flote, y él, el nuevo empresario, sería la portada de la revista de negocios editada por Semana. Una apuesta que, al perderla, se le llevó una significativa tajada de sus activos, calculada por encima de los cincuenta mil dólares. Igualmente iluso había sido al enamorarse de Karim, la sueca cuyo desenfado sexual, Martín confundió con el verdadero amor. Cualquier día, loca como era, echó en un bolso las joyas que le había regalado su novio y se fue a México donde, como se lo explicó por teléfono luego, quería llevar vida de santa.
Tanta mala suerte, Martín quiso conjurarla con Bourbon y antidepresivos hasta casi convertirse en un deshecho humano al que le huían hasta las moscas. Tenía treinta años y aunque la vida todavía era cosa nueva, sentía que estaba acabado.
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- Por Elkin Restrepo
Inédito
"Todos vivimos lejanos y anónimos; disfrazados, sufrimos desconocidos. A algunos, sin embargo, esta distancia entre uno y sí mismo jamás se les revela; para otros, ella es de vez en cuando iluminada, ya sea por el horror o la pena, por un relámpago sin límites; y hay otros todavía para quienes ésa es la dolorosa constante y cotidianidad de la vida."
Fernando Pessoa
Libro del desasosiego
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- Por Araceli Otamendi
¡Lo estamos observando!
Esas tres palabras, simples pero contundentes, estaban escritas en una caligrafía perfecta y con un estilógrafo de los de antes. La nota del papelito amarillo venía pegada a la carátula de la última versión del folleto sobre Acoso Sexual que había publicado la oficina unos años atrás.
¡Me quedé helado!
Tuve que sentarme y volver a leer pausadamente la nota.
Me volvió a parecer que las tres palabras eran categóricas, concluyentes.
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- Por Guillermo Camacho
Cruza la calle embozado en su sueño. Palpitan sus nervios en la voz de su sexo de paloma silenciosa. Apura el instante en disimulos de adioses y recatos que ocultan sus cartas de amor apolillado del invierno. Es octubre y todos los ojos esperan la caída de las hojas ocres de otoño mientras un triste pintor de acuarelas dobla sus emociones en un pañuelo blanco planchado e impoluto; allí vierte la mezcla de colores, olores, ata el lienzo a una nube, la rodea con su aliento y piensa intermitente en su musa lejana.
El semáforo guiña las horas advirtiéndole del peligro del vértigo, dibujando en su mente la magia en el mercado, ella salta los charcos, de alegría en alegría, salpica sus piernas moteadas, cantarina de besos va como loca, esa niña vestida con paraguas de volantes. Fátima envuelta en un vaho de cigarrillo, oscuridad penumbra fuera del harén con el príncipe de los sueños, sus ojos taladros arengan a un ejército de esclavos, activando la tinta y la piel.
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- Por Teresa Iturriaga Osa