Mi plan era comer ligero y dormir hasta Caracas para tratar de llegar lo más fresco posible. Llevaba varios años sin ir a Colombia. Necesitaba de unas vacaciones para descansar, tomar jugo de lulo, comer mojarra frita, ver a los amigos o lo que quedaba de ellos. Por supuesto dar un salto a Barranquilla. Gozar a mis padres. A las doce de la noche pasadas nos embarcaron. El avión estaba helado. Del aire acondicionado salía un gas gélido de color blanco. Las azafatas se disculpaban por la demora mientras un bambuco sonaba como disco rayado en los altoparlantes del avión. Para ese momento había calculado que más de la mitad de los pasajeros eran mujeres. Cuando despegamos estaba agotado. Pretendía dormir pero el grueso del avión no paraba de hablar. Había un bochorno simultáneo de cotorras con el popurrí de acentos como si estuviéramos en una estación de bus. Un par de mujeres discutían un pleito de dinero. No se sabía cuál era mas fiera. Luego unas chocoanas altas, hermosas, no pararon de desfilar por los corredores desde las sillas a los baños. Afortunadamente el cansancio pudo más y me venció. Dormí después de ver una película romántica de esas que le devuelven a uno el alma al cuerpo. Del primer nivel del sueño me salieron las dos últimas semanas de trabajo agotador que se repitieron en una horrible pesadilla hasta que finalmente logré descansar. Mientras dormía plácidamente no pude darme cuenta de que los pasajeros del avión hablaban cada vez más alto y que a pesar de que las azafatas dejaron de servir alcohol, ellas, las nenas, venían bien equipadas para el viaje con sus propias raciones en las carterotas que también traían repletas de paquetes de regalos.
Guillermo Camacho escritor colombiano. En la actualidad reside entre Dinamarca y España.
- Papito, a despertarse que llegamos a Maiquetía - me sacó de mi agradable sueño mi vecina. Al abrir los ojos me sentí en otra pesadilla. La mujer tenía el rimel corrido como si hubiera llorado y el pelo revuelto como recién levantada, los ojos negros profundos. Unas ojeras bien anchas ganadas en una vida sin dormir me sacudieron la cabeza despertándome definitivamente. Sí, estábamos próximos a aterrizar. Desde el aire se veía la Guaira, el Macuto Sheraton, los yates anclados y los cordones de miseria; estaba empezando a amanecer. Tanto tiempo sin volver, tampoco a Venezuela, donde había pasado aquellos agradables años. Me acordé del Ron Selecto, de los tequiñones, de los mangos que se caían al piso y que nadie recogía, de la calle Julio Urbano, de las Mercedes.
- En un par de minutos sale el sol - alcancé a pensar.
-Aquí nos bajamos una horita - me dijo mi vecina. La sorpresa fue que cuando el avión estuvo estacionado en su terminal y conectado a una de las pasarelas y estábamos próximos a descender, ya el aire caliente de Maiquetía se quería meter al avión, que para esa hora olía terrible cuando se nos informó que por razones de seguridad y falta de personal adecuado en Maiquetía tendríamos que hacer la escala técnica sin salir del avión. Nadie se bajó, ni tampoco nadie subió. El aire acondicionado que en París no paraba de botar gas helado, no funcionaba allá en Maiquetía.
- Es que si fuese planeado no saldría tan bien - gritaba una muchacha enfurecida. El jumbo semejaba un zoológico. Ellas parecían todo tipo de felinos. Se habían quitado las chaquetas protectoras contra el frío del invierno y venían vestidas para carnaval. Realmente venían para la feria de Cali. Pero eso lo supe sólo después de que una gatúbela se me acercó y me confesó lo duro que era ganarse el billete en Europa.
Las pude ver detenidamente, trigueñas, de pelos de todos los colores; entonces las escuché hablar de los putos que las controlaban, que Amsterdam ya no era tan buena plaza, que los burdeles de España eran verdaderas cárceles, que los mejores amantes definitivamente no eran ni los franceses ni los italianos y que aquí regresaban con suficiente billete para pagarle al hijo el tercer año elemental completo, dejarle bastante mesada a la vieja para abonar una parte más de la hipoteca de la casita y aguantar todo un año y con la esperanza de pasar navidad y año nuevo con la familia. Pero eso sí, a la feria de Cali no se podía faltar. Y después de la Feria, a finales de enero ir de vuelta para las Europas a seguir camellando hasta la siguiente navidad.
¡No debí pensar jamás, no debí!
Nadie, pero es que nadie se puede imaginar lo dura que es la vida de puta.
La feria de Cali enviado a Aurora Boreal® por Guillermo Camacho. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Guillermo Camacho. Foto Guillermo Camacho © Tatuana Bydantseva.