Puro Cuento
Los dioses están hechos a imagen y semejanza de quienes los adoran. El dios de los perros, por ejemplo, es un perro fabuloso, más inteligente que todos los perros juntos, e incluso que todos los hombres. Tiene la facultad de estar en millones de lugares a la vez, dentro y fuera de cada perro que existe, y sus ladridos, silencios y jadeos poseen una sabiduría excepcional. El único ser que acaso puede acercársele es la diosa de las pulgas, o por lo menos eso es lo que creen las pulgas. Esta diosa es una pulga extraordinaria, entendida en materias pulgosas, humanas y divinas, y su cuerpo es tan brillante que enceguecería los diminutos ojos de las pulgas que la vieran. No hay hombre, perro o insecticida capaz de matarla. Sus patas fantásticas le permiten dar saltos de planeta en planeta y de galaxia en galaxia para acudir al llamado de los millones de razas de pulgas que habitan el cosmos, ya que, según estiman sus adoratrices, las pulgas son la especie dominante en el universo.
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- Por Alexander Prieto Osorno
Durante la mañana comenzamos a darnos cuenta de que ya éramos varios, pero nadie puede asegurar ahora quiénes llegaron primero y quiénes después, nadie puede establecer esas primogenituras banales. Siempre ocurre igual en el lugar de una tragedia: los curiosos se van agolpando poco a poco, sin método ni constancia, como el agua acumulada, y de repente hay una multitud donde antes había sólo un vagabundo desocupado. Y así nos ocurrió a nosotros junto al río Medellín. Podemos pensar que los primeros llegaron a la orilla y se pararon entre la hierba crecida, sin saber muy bien dónde pisaban –sintiendo en las suelas de los zapatos la superficie incierta y barrosa de la ribera–, y manteniendo siempre varios metros de distancia con la línea de bomberos, para no estorbar. Los siguientes buscaron un espacio debajo del puente, en la plataforma de concreto donde nacen los pilares, porque desde ese lugar se tiene una mejor visión de las maniobras, y en algún momento alguien pensó que ya lo sucedido no era una cuestión de interés pasajero, y se acomodó arriba, sobre el puente, la pierna doblada y los codos apoyados en la baranda amarilla. Muy pronto ese puente con nombre de tira cómica (Horacio Toro, se llamaba y se llama todavía) se fue llenando con nuestros ruidos, con los roces de las chaquetas y las frases expectantes; hubo un comentario fuera de lugar, y enseguida corrió la voz de que había que tener cuidado, no ir a decir cualquier cosa; porque entre nosotros estaba el hombre, el marido de la mujer desaparecida.
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- Por Juan Gabriel Vásquez
Inédito
Todos son hoy día profesores universitarios. Cuando Alberto los conoció eran todavía recién graduados universitarios, unos haciendo sus doctorados, y otros ya lo habían justo terminado. Al mismo tiempo, eran docentes en el departamento de letras, de aquella Universidad que había sido recién inaugurada un poco tiempo después de la caída del muro de Berlín, del fin de la guerra fría y de la reunificación alemana. Él daba clases en ese departamento, había publicado artículos y libros, tenía realizado su doctorado y vivía legalmente en el país.
"¿Eso te dijeron aquella vez?", dijo Charles, un trotamundos haitiano, que vivía en París y estaba en Berlín con una beca para artistas. "En Francia si te lo dicen, no te lo dicen así, tan directamente".
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- Por Luis Pulido Ritter
para Alejandra Maass
Ahí estaba él con su sombrero adornado con frutas rojas -acaso eran frutillas- y rosas también rojas, émulo de Carmen Miranda rondando por las azoteas del vecindario. Se paseaba por los rincones contorneando sombrero y revoleando su cuerpo en rojo. Frambuesas caían en cascada sobre sus hombros, jugo de tomate le dibujaba las ojeras, oh, ese sombrero de rojos rotundos espejándose en la ventana. Se deslizaba sobre una alfombra de geranios que caían languidecientes a sus pies, el rojo era catarata de pulpas y diademas, guirnalda de rosas con espinas jugaban a cubrirle la desnudez -pero apenas- y la línea perfecta de su codo bailaba hacia el cielo. Raso. Rojo de sangre, vino tinto salpicando el techo, corcho en el aire, mermelada de frutilla.
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- Por Esther Andradi
Cuando mi gato llegó a casa, en una jaula y adoptado legalmente, tenía aproximadamente dos años de vida. Estaba castrado, vacunado y respondía al nombre de Zorro. Lo recibí en la puerta y, desde el primer instante en que se cruzaron nuestras miradas, tuve la sensación de que me convertiría en el sustituto de sus padres. La casa se inundó de una súbita alegría y él se sintió aceptado con júbilo, pues ni bien salió de la jaula, como un forastero en territorio desconocido, se me acercó poquito a poco, con una actitud sumisa, la cola levantada y la columna arqueada. Me puse en cuclillas, alargué la mano sobre su cabecita, le hablé con dulzura y le alisé el pelaje a tiempo de acariciarle. Él emitió un ruido de aprobación y me dirigió una mirada tierna, como si quisiera decirme algo, y yo le devolví la mirada con una sonrisa que me estalló en el rostro.
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- Por Víctor Montoya
Neurótico es una palabra que te describe bien. Debes inspeccionar las repisas de tus libros religiosamente, cada vez que llegas a la casa. Observar que todos los libros están en su lugar, aún sabiendo que no has movido ninguno de su sitio, ni los has prestado (no prestas libros), ni los has extraviado. No están en ningún orden específico que no sea hacerles un resquicio según van llegando, van siendo comprados, adquiridos o según te los van regalando. Sin embargo, tratas de que los escritos por un autor en particular estén juntos, para que se hagan compañía, uno al ladito del otro.
Una vez le escuchaste decir a una periodista de apellido Sontag que habían preguntas que no tenían futuro, "that question has no future", le dijo a quien la entrevistaba. Sin duda es una frase que te gusta, con la que te identificas. Y piensas, ¿cuándo fue que se nos complicó todo? Entonces miras tus cuatro libros de Susan Sontag sobre la repisa de la sala y acaricias los lomos y las portadas.
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- Por Yolanda Arroyo Pizarro
Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo 2000
Radio Francia Internacional, París.
Al profesor Felipe Lanchas
Enrique Zapata murió por exceso de literatura. Trescientos kilos de libros le cayeron encima de súbito y acabaron con su vida. Nadie sabe exactamente qué vértice de qué volumen fue el que le dio el golpe definitivo. Estaba solo en su bodega revisando el pedido que al día siguiente enviaría a los libreros ambulantes del centro de la ciudad. Su deceso se produjo a las once y veintitrés de la noche del sábado, y las autoridades lo atribuyeron a un accidente.
Sin embargo su muerte no fue accidental. Un accidente es un evento del azar, sin ninguna línea que lo conecte con el pasado. Pero en el caso de Enrique Zapata había una maraña de hilos viejos y retorcidos que se tendían hacia la oscuridad de su pasado y enlazaban su muerte con hechos ocurridos años y meses atrás.
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- Por Alexander Prieto Osorno
Querido Platón
Celima Bernal García
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- Por Marié Rojas Tamayo
-Escribir un cuento breve es como grabar un verso de García Lorca en un anillo de bodas -dijo-. Así de fácil pero a la vez difícil.
Lo miré callado, pensando en que el Tío, a pesar de sus atributos de Satanás, jamás dice las cosas al tuntún. Es un tipo asaz inteligente, sabio en las ciencias ocultas y en las ciencias de ciencias. ¿Qué no sabe? ¿Qué no puede? ¿Qué no quiere? Es un modelo de constancia y rigor intelectual. Y, lo más deslumbrante, tiene una respuesta para cada pregunta. Así un día, mientras hablábamos de literatura y literatura, dijo: "Los hombres escriben cuentos violentos". ¿Y las mujeres?, le pregunté. "Ése es otro cuento", me contestó.
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- Por Víctor Montoya