Puro Cuento
A partir de las nueve de la mañana, podía vérsele sentado en una esquina de la Plaza de la Catedral, con Mariguana portando chaleco, sombrero y corbata de lacito, en la pose tan aprendida que ya pensábamos que dormiría así de ordenárselo su dueño. Llegaba con su andar de beodo, la cabeza medio metro por delante del cuerpo, candidato a ser atropellado por lo que le pasara por delante, protegido por las fuerzas del destino, que lo tenía vivo desde hacía más de cuarenta años a base de alcohol y una comida diaria que a veces cambiaba por un trago.
Jamás faltaba a su cita, con la puntualidad de un trabajador estatal. Su sencillo negocio era una prueba del ingenio criollo para sobrevivir a toda costa con el esfuerzo mínimo. Había comenzado de pura casualidad, cuando un turista lo vio, tan trompa como siempre, con el viejo sombrero calado hasta las cejas, sentado en la acerita del Callejón del Chorro, en la puerta del solar donde tenía su cuarto y le observó darle una calada del cigarro al perro.
- ¡El perro fuma! - exclamó sorprendido el stranger - ¿Cómo lo llama?
- Le dicen Mariguana - respondió Matica sin emoción, mirando a trasluz la botella y comprobando una vez más que estaba vacía.
- ¿Puedo tirarle un foto? - preguntó mientras extendía su tarjeta - Señor...
- José Miguel Mata, para servirle.
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- Por Marié Rojas
En el Valle de Lérida existe una criatura femenina tan misteriosa y fascinante como la Madremonte o la Candileja. Pensar en ésta y sus artificios me colma de espanto y recelo: Apaga el lustre de la sangre mientras la noche es densa y el hombre en sus caminos tiene libertad para equivocarse.
Mi hermano Jacobo y yo, en el recorrido de Lérida a Ambalema, dejamos un sembrado de arroz (a lo lejos parecía glauco como el mar) y nos internamos en un paraje donde nos pareció que el sol no llegaba jamás. Los hombres cobrizos, reconocidos por el olor y el calor de sus palabras, parecían no haber pisado esta tierra.
Jacobo tenía una amante ambalemuna y de vez en cuando iba a visitarla. Esa vez me pidió lo acompañara. Quería saber de sus artificios de enamorado, pues tenía fama de rendir a toda mujer que se detuviera a oírlo.
A la tercera hora de nuestra partida (habíamos salido a las diez) avistamos una pequeña construcción circular, de dos plantas, dispuesta en un descampado. Al fondo, dos kilómetros hacia el oriente, el hilo de plata del río Magdalena fluía hacia el norte. Jacobo creyó conveniente darle vistazo a la vivienda. El celo me trabajó como continua caída de agua en mi cerebro. Yo había hecho el recorrido durante el día, dos veces en distintas oportunidades, y no recordaba haber encontrado aquello.
Cuando nos acercamos a la construcción, la noche se venía en prietas y frías oleadas de brisa. La casa emergía, cono de chocolate, a un lado del camino, cerca de unos árboles de ciruelo. A la distancia de quince metros era difícil hallarle puertas. Al acercarnos un poco más supimos que las paredes tenían rectángulos grises. De las ranuras brotaban cintas de luz que nos caían en la cara como hielo.
Jacobo me detuvo y señaló la segunda planta. Una mujer, a quien no veíamos en toda su corporeidad, nos señalaba los rectángulos y nos invitaba a entrar. Dudé, pero Jacobo me arrastró hacia adentro. Por el gorjeo de su garganta supe que tenía una sonrisa satisfecha de amor.
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- Por Jairo Restrepo Galeano
La arena acallaba los pasos alejándonos del balneario. A medida que avanzábamos, oíamos cómo el retumbo del mar se confundía con un son apacible y complaciente que llegaba a favor de la brisa. El son, de una tristeza tranquila, ocupaba nuestra curiosidad.
Subimos un montículo de arena. Una gruesa ola acababa de retirarse de la playa. Ese viernes de octubre fue Lina quien primero lo vio. Me tomó el brazo por el codo y me mostró. Lo vimos sentado; los pies desnudos. No llevaba ninguna ropa salvo una túnica blanca cuyos faldones se doblaban sobre sus piernas. Su barba y sus cabellos blancos enmarcaban una cara en cuya frente brotaban dos cuernos pequeños. Soplaba una flauta.
Nos acercamos. Tenía los ojos vacuos. Probablemente era ciego. Los tendones de sus miembros se transparentaban bajo su piel de venas gruesas y casi oscuras.
Sin dejar de sostener la flauta con una mano, alargó la otra y palpó a su alrededor buscando a tientas. Puso la mano en una bota de cuero, se la llevó a la boca y bebió. Después dejó la bota en la arena, la flauta regresó a la boca, la cara vuelta hacia un punto fijo, dentro del mar.
La flauta era del color de sus cuernos carnadinos. En cuanto sonó para nosotros, pareció gaviota de granate moteada de marfil. Las manos revoloteaban a su alrededor con aleteos de pájaro.
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- Por Jairo Restrepo Galeano
Te pones los pendientes y te vas. Desde la cama, te veo doblar la esquina del pasillo, espalda blanca, cabello largo, ondulado y oscuro, tan oscuro que distingo reflejos azules entre los rizos. Oigo que cierras la puerta con un golpe ligero, casi nulo. Imagino el llamado del elevador, esa pequeña cápsula de tiempo que te absorbe cuando abre sus puertas y te entregas tranquila, igual que cuando separo tus muslos y te dejas habitar por mí. Sabes que ese túnel angosto y vertical (no el de tu cuerpo), te separa del todo de mi presencia y me parece que es un acto natural para ti. Desde que te conozco, me percibo esa rara fobia a los ascensores, y yo sé que es por eso. Porque el ascensor te traga y yo me percibo diminuto. Sólo por eso. Me pongo los bóxer y la camisa colocados en la silla (no te gusta tirar la ropa en el suelo mientras nos desnudamos para hacerte el amor). Me siento en el sillón de la sala. Tomo el paquete de tabaco oscuro que dejaste la última vez y enciendo un cigarro. En la primera calada el paladar retiene el ligero sabor (o sinsabor), eso, que me hace imaginar que esta tarde aún no has llegado conmigo y me pongo a esperarte.
La ventana está abierta. En julio, a las siete, hace calor todavía. La mitad de la ciudad se ha ido de vacaciones. En verano, esta es una urbe fantasma visitada sólo por turistas. La gente que se queda es parte de esa atracción. Detengo mi vista en el edificio de enfrente, en la tercera planta, al mismo nivel que mi apartamento. Una mujer joven abraza a un hombre. Él es alto y robusto. Están en la cocina, preparan algo, probablemente la cena, aunque es temprano. Dicen cosas y se abrazan. Ella coloca sus brazos alrededor de la cintura, se recarga en él y cierra los ojos. Él le rodea los hombros y la espalda. Algunas veces he visto a esa mujer desnuda. Espigada, ligera. No sé si es inconsciente del trasluz de sus cortinas o le dé lo mismo la posibilidad de que la observe. Pasa de una habitación a otra, se pasea por la sala buscando algo, ríe, entra al baño. Luego sale el hombre en calzoncillos, dice algo en voz alta (creo) y mueve los brazos como un director de orquesta de su propio discurso. No siempre es el mismo hombre. Pero a él lo veo a menudo desde hace unos meses. Desde que él la visita, la ventana de su alcoba está siempre, casi siempre, cerrada con la cortina metálica. Y la dueña, me parece, ha decidido olvidar los geranios de ese balcón.
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- Por Liliana Pedroza
José, el escribano, fue el único que espió sus movimientos a través de las doce horas de luz que le regaló el verano. Al caer la noche lo vio intentando acomodarse en su vieja arca de madera y se le antojó un sacrificio mayor que el que un humano pudiera soportar. Acercándosele, lo invitó a compartir su choza y su cena de pan y té de hierbas.
Al romper el alba había alguien tocando a su puerta. No puedes monopolizar al hacedor de milagros, le dijo, señalando una larga línea a sus espaldas, llena de enfermos, contrahechos, mendigos, madres con hijos sin zapatos y viejas tirando de animales con el vientre hinchado de parásitos.
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- Por Marié Rojas Tamayo
La mañana estaba con mucho sol pero ellos se habían levantado tarde. Clemencia fue la primera en salir de la cama. Encontró al niño en la ventana de la sala, viendo pasar gente, carros. Al salir Clemencia de la ducha, Hernando le propuso ir al Parque Nacional con el bebé.
Desayunaron a monosílabos. Hernando dijo sus cortas palabras con la boca ocupada y sin quitar los ojos del periódico. Las palabras que pudieran terminar una frase más bien parecían estar en la música de la radio, en los balbuceos del niño tratando de hacerse entender desde los brazos de Clemencia. Hernando terminó el desayuno mirando la página de anuncios de cine. El nombre de una película y el del director le distrajeron mientras escarbaba las encías con la lengua. Volvió a mirar los otros anuncios pero de nuevo se detuvo en aquella viñeta de siluetas oscuras con una ciudad al fondo.
La noche del sábado ellos habían tenido una discusión de celos, todo porque antes de las cuatro Hernando salió apresurado, con una explicación dada como a empellones y después no pudieron ir de compras, ya era muy tarde cuando él regresó. Las paces en la cama no llegaron. A pesar de que ella quiso olvidar que Hernando la había dejado vestida para ir de compras.
A pie fueron al parque. Los domingos preferían no usar el carro para salir, a no ser que fuera para ir al supermercado o visitar alguna de las dos parejas de amigos que tenían y que solían visitar, una vivía en Chía y la otra por los lados de Usaquén. La voz del niño fue el único diapasón erguido sobre la mudez de la pareja. Al pasar junto al señor de los globos de helio el bebé los hizo detenerse. Después Clemencia caminó sola con él. En la otra manita del niño estaba el globo, tieso en la punta del hilo, mecido a veces por el viento. Hernando llenó su silencio mirando a los demás paseantes, los prados, las fuentes.
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- Por José Cardona-López
El autobús partía a las 9:30 y yo salí de la Cité a las 9:15. La comida había sido larga, mucho más por los vinos. En aquellos días era imposible no acompañar cada sentada a la mesa con vino. Me tercié la pequeña tula de weekend y con Jorge salí corriendo a tomar el Metro. Al pensar en la velocidad del Metro gané seguridad para llegar a tiempo. Y la primera demora fue en Chatelet-Les Halles. Correr por los intestinos de esa estación inmensa, correr en la banda de caucho peatonal que comunicaba con otros intestinos, correr hasta el andén de la vía Pont de Neully. Todo el trayecto lo hicimos a pulmón abierto. En Concorde había que hacer la conexión con la vía Port de la Chapelle, pero cuando llegamos allá acababa de pasar el Metro. Eran las 9:30 y nuestra carrera se enfrentaba al horario inglés de un autobús. Me sentí desanimado, ya no vería Londres. Me entregué al sosiego que me daba el vino, aunque no dejaba de envidiar a Lisímaco, quien esa misma noche viajaba también a Londres. En Beaubourg los dos habíamos hablado de terminar la semana callejeando por Picadilly, pero yo no le concreté nada. Preferí quedarme en París y no volví a ver a Lisímaco. Después cambié los planes.
Llegamos a Madeleine y la carrera fue más veloz. Jorge me decía que se sentía muy avergonzado conmigo porque él se había demorado mucho en preparar el pollo, y yo ahora perdería el autobús. Le respondí que no, que estuviese tranquilo, y lo palmeé en los hombros, mejor sigamos corriendo, agregué. En Rue Royale estaban estacionados tres autobuses. Buscamos el de Magic Bus y lo encontramos. Celebramos con mucho entusiasmo. Ahora sí yo todo feliz porque vería a Londres. Antes de despedirse, Jorge reconoció a dos amigas suyas. Estaban detrás de mi puesto. Eran simpáticas y suramericanas. Las saludó y me relacionó con ellas. Me gustó saber que viajaría acompañado. Luego que nos presentó se despidió muy efusivo. A las carreras partió hacia Port de Orleans, allá lo esperaba Celina.
Para hablar cómodo con las muchachas encaramé una pierna en el asiento. Lo de rigor: París de día, París de noche, estudios, viajes, y ahora el Londres que visitaríamos. Eran brasileñas. Entre ellas hablaban en portugués y a mí se dirigían en español. Clara María era pequeña, bonita, y hablaba a media lengua, como si tuviera frenillo, quizá por eso le sonaba tan bello el portugués. Cuando les conté de mis apuros con Jorge para llegar a Rue Royale, por vez primera noté que me miraba aquel muchacho. Yo charlaba con las brasileñas y él no me retiraba su mirada, me miraba como entre aterrado y curioso. El muchacho viajaba con un grupo de amigos, tal vez estudiantes. Alto, rubio, colorado, de ojos muy grandes y azules. Deduje que era inglés. Seguí hablando con las muchachas y me dijeron que llevaban comida, me ofrecieron compartirla. Quizá notaron mis manos vacías, las prisas por llegar a Madeleine no me habían permitido armarme de alguna vitualla.
-Muito obrigado-. Les dije, y sonrieron hermoso.
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- Por José Cardona-López
Para Víctor Fuentes
No me lo vas a creer, querido Martín, pero hace tres semanas tuve una experiencia tan desagradable que por poco me sale una hernia estrangulada. Voy a intentar contarte en esta carta lo que me ocurrió, tratando en la medida de lo posible de hacer uso mezquino de las palabras.
Resulta que a mi mujer se le metió entre ceja y ceja el capricho impostergable de ir al cine, para ver una vieja película sobre la cual ella había oído hablar bastante bien. No te imaginas cuánto me fastidió con aquel desmedido antojo. Se comportó como una chinche. Tú bien sabes que cuando una mujer dice "este macho es mi mula" , no hay manera de hacerla retroceder, como no sea asestándole un par de rebencazos, cosa muy ajena a mi conducta pacifista.
El asunto es que casi sin darme cuenta ya estábamos entrando en el teatro, el único en Cojontepeque, como bien sabes. De partida, nos sentimos un tanto disgustados porque el filme ya había comenzado.
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- Por Jorge Kattán Zablah
Teobaldo era sordo, pero amaba la música más que a su novia. En lo posible procuraba asistir a los conciertos del Parque Centenario vestido de la mejor forma, no para llamar la atención entre la concurrencia sino porque el arte le merecía un respeto muy grande, como debe ser.
Se perfumaba con lavanda inglesa, se recortaba los pelitos de la nariz y se lustraba los zapatos hasta que le quedaran relucientes. Se adornaba la cabeza con un sombrero alunado de elegante factura, un bastón de cedro con empuñadura de marfil y una bufanda al cuello. Después de darle un pistoletazo a alguna mota que se le hubiera colgado en la solapa del abrigo, salíamos para el concierto, él caminando en sus tres patas y yo con una silla a la espalda.
Cuando por fin llegábamos al parque, ya habían tocado las mejores sinfonías. Teobaldo ni siquiera se inmutaba. Colocaba su silla al lado del contrabajo, sacaba el cuerno del estuche y se lo ponía en la oreja, cerraba los ojos y ahí se quedaba, lelo, embelesado, ido. Ni la tempestad que se cernía sobre la ciudad, ni el zumbido de las moscas, ni el silbido del viento entre las ramas de los árboles, nada de eso le importaba, sólo la música.
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- Por Milcíades Arévalo