Puro Cuento
Noche dura. Noche con lluvia recién terminada. La pista bien mojadita y peligrosa. Dan ganas de echarle aserrín en todas las pistas de la ciudad pero no hay lo suficiente. Los autos resbalan su potencia mecánica. La noche más larga que el bostezo de un millar de leones hambrientos. Hace mucho frío en Lima, pero no es nada comparado con otras ciudades. Lo que acá te mata principalmente es la depresiva humedad, y el poderoso miedo que te acuchilla sin tregua.
Sabino se quitó los anteojos, los puso sobre la tapa del inodoro, abrió el caño. El agua fue cayendo uniforme, limpia, prevista para las manos ansiosas de Sabino quien se lava la cara como si fuera la última vez. Busca la toalla como tanteando una rutina más que higiénica, algo que tiene que ver con los tientos. Se seca la cara, y exagerando hasta la nuca. Se mira en el espejo ovalado y resiste de buena gana la primera impresión. Se pasa el peine, abre algunos surcos como si rastrillara la cabeza forrada de muchísimos pelos, y el look que viene acompañado de un gel especial. Sale del baño sin apagar la luz. A pesar del frescor del agua sus ojos de taxista madrugador se empiezan a cerrar de purito cansancio, así todo un buen rato echado en su cama hasta que sale de su casa, sube al auto que todavía no ha terminado de cancelar y avanza algunas cuadras, mira por el espejo retrovisor que un auto se acerca, se estaciona frente a una pizzería con el cartel de closed. Los modernos faros disparan un potente chorro de luz. Observa que el otro auto se adelanta sigiloso y no llega a doblar la esquina. Alguien baja del auto, es alta y esbelta, me parece conocida pero no me atrevo a asegurar. La luz en esta calle es de sospechosa baja intensidad. Parece una chica de los años sesenta, lleva aferrando entre los dedos un cigarro que en mi distancia no lo percibo encendido. Entra a una casa.
Espero un buen rato...
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- Por Adán de Maríass
Durante el velorio, en el patio y en la puerta de la casa de la tía del difunto los comentarios se hacían en voz suave, casi inaudible, pues, en la confusión, la pena y la ira suscitadas por la inesperada muerte del adolescente no pudieron sobreponerse a lo vergonzoso de la causa que la produjo. Los pocos que pasaron de la ira contenida a la expresión en voz alta, los más educados, alegan quejosos ahora, siete lustros después del homicidio, que no hubo denuncia ni investigación formal de las autoridades ni condena para el culpable porque en Villanueva no sabemos obrar con espíritu de cuerpo frente al delito. Otros sostienen que la impunidad obedeció a la cobardía, al miedo que inspiraba Reyes, que mucho antes de poner las manos en el cuello del adolescente había protagonizado un hecho sangriento en Barranquilla.
Desde temprana edad, Patrocinio Reyes tuvo fama de pendenciero; después, ya en la juventud, siguió siendo el mismo buscapleitos, el "desbaratabailes", como le decían en el pueblo.
Una noche, en Barranquilla, ciudad que visitaba con frecuencia para vender allí bollos de yuca, sintiéndose vencido en una pelea a trompadas librada al pie de una venta de refrescos, agarró el punzón de picar el hielo y lo hundió hasta la empuñadura en el pecho del contrincante. Salió de la cárcel a los treinta años, después de permanecer ocho en ella, sinceramente arrepentido de haber cometido el crimen; anduvo entre los burdeles de la ciudad por algún tiempo y regresó a Villanueva con un niño de brazos que no tenía como él los ojos verdes ni nada que hiciera pensar que fuera de su sangre, pero a quien, con la ayuda de Encarnación, su madre, crió como un hijo legítimo, con la ternura que inspiran los huérfanos y el rigor de quien no deseaba ver repetido en el adoptado su destino de indeseable. Él mismo bañaba y le hacía los teteros al lactante, le lavaba y cambiaba los pañales, y sólo lo dejaba al cuidado de Encarnación, que aceptó dichosa su papel de abuela, cuando entraba al taller de ebanistería, oficio cuyos secretos conoció en la cárcel.
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- Por Ramón Molinares Sarmiento
La señora Sils, envuelta en llamas, atraviesa el patio oscuro y se sienta lentamente en la silla mecedora, cansada. El fuego, ciego, se mueve por encima de ella variando de coloraciones amarillas y un tanto azuladas. Está anocheciendo detrás de los árboles.
La casa se encuentra vacía ahora, y estropeada; cómo si la habitaran sombras. Sin embargo, alguna vez ha sido un lugar cálido y confortable; las luces encendidas, las habitaciones ocupadas; la cocina y la televisión funcionando. Pero ahora la señora Sils tampoco recuerda nada de aquello.
Sentada bajo el alero del porche, cubierta de fuego, parece la representación de una pesadilla de siesta del desierto.
Su esposo, el señor Sils, está en el mercado haciendo las compras para la cena. Es algo mayor que ella pero aún recuerda; todos los días recuerda con claridad el diagnóstico de la junta médica. La pérdida de la memoria, la depresión, la apatía, los trastornos del sueño, señor Sils, todos son síntomas de esta enfermedad neurodegenerativa.
Más temprano, por la tarde, estuvo trabajando en el patio. Emparejó el ligustro, quitó algunos yuyos de los canteros, y con esa conmovedora negligencia que tienen los hombres ancianos se dedicó a rastrillar las hojas desprendidas de los eucaliptos y el laurel. Pacientemente, encorvado y ensimismado, fue arrastrando el caos de hojas muertas hacia el centro del patio, amontonándolo todo hasta formar una pila. Luego buscó en el galpón querosene para echarle encima y le arrojó un fósforo. Se quedó un momento allí, frente al fuego, observándolo bailar y dejando que el calor le fuera tensando las manos y las mejillas. Varios estudios reportan resultados positivos del empleo de la droga señor Sils, si usted nos diera su firma a manera de consentimiento, pero me dicen que esa droga todavía no está permitida, no puedo consentir que experimenten con mi esposa, la droga incrementa el flujo sanguíneo cerebral y previene la muerte celular señor Sils, esto está comprobado, y el tiempo apremia, pero quisiera saber sobre los otros enfermos, los efectos secundarios doctor. Estuvo así, frente al fuego, hasta que un reflejo gástrico le trepó a la garganta y lo arrancó del ensueño.
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- Por Alejandro Belonne
Nos conocíamos de la universidad. De aquellos años agitados de esfuerzos multiplicados, de entregas, devociones, desencantos, humillaciones y finalmente de abrir los ojos y enterarnos. (Maravillosos, a pesar de todo, porque coincidieron con la juventud, y la inocencia). Creo recordar que nos conocimos durante el segundo año de la carrera. Cuando se supo que provenía de las aulas nocturnas -de los estudios dirigidos diseñados para obreros-, muchos entre nosotros encontraron una justificación para no tomarlo en serio, incluso para burlarse de él. A mí, sin embargo, el tipo me cayó bien enseguida. Su locuacidad emparentaba con la de cualquiera, pero se destacaba por un número de características propias. Tenía, naturalmente, el acento de los de su región -más bien esa cadencia al hablar que uno asocia, justificadamente o no, con los orientales-. (Cuando pasado el tiempo mi madre llegó a conocerlo, dijo que en efecto hablaba como uno de los Matamoros. Se refería al trío famoso, pero entonces yo no podía saber de quienes se trataba). Además, poseía, rasgo que le granjeó al cabo las simpatías de todos, el don único de saber infinidad de chistes y de contarlos como nadie.
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- Por Rolando Morelli
Había gran expectación y nerviosismo, sobre todo, porque no se decía con claridad y exactitud en aquel insólito bando municipal de qué se trataba el mentado evento que se proclamaba así, en forma tan pomposa, con pregonero, corneta, bombo y platillos.
A medida que se acercaba la hora señalada, el traspatio de la alcaldía se iba llenando de circunspectos lugareños cuyas mentes se ahogaban en un mar de conjeturas:
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- Por Jorge Kattán Zablah
Hace tiempo que quiero contar la historia de Guille. No porque crea que sea mejor que otras tantas que han ocurrido, sino porque todavía no acabo de entender cómo se puede vivir tantos años pensando algo y luego tener que cambiarlo todo de golpe. En el fondo, probablemente sea algo tan vulgar como no conocer la ley de la gravedad y que salga alguien enterado que te diga que existe. Por esa misma razón también creo que eso que pasó con Guille no fue realmente nada. Pero debe haber también, me digo, otro cara del mismo asunto cuyo verdadero valor todavía no comprendo. Por eso quería contarlo tal como sé que ocurrió y no como otros lo cuentan en el pueblo.
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- Por Fernando R. Mansilla
Como tantas otras veces, Iris mira el cielo buscando la luna. Le gusta ver sus dibujos. Así llama a los relieves; otras veces los llama cicatrices, depende más del estado de ánimo que de una cuestión de aspectos. Esta noche no encuentra ningún nombre en particular para la geografía de la luna. Sólo mira. De a ratos se toca el vientre, inconscientemente, sin un motivo que justifique hacerlo.
Piensa en los dos hijos que todavía están al cuidado de su madre, allá en Guerrero, y en las noches que se pasó viendo la luna.
Ya van cuatro años desde que partió. Cuatro años sin ver a sus hijos, sin abrazarlos. Cuatro años de privaciones en el Norte, enviando dinero y esperanzas al Sur. Le cuesta hablarles por teléfono, no porque no lo desee, sino porque se quiebra tan seguido que es difícil entenderle.
La vida de Iris siempre fue complicada. La niñez con estrecheces, la pubertad con sombras, la adultez con sueños rotos. Los errores de amor se pagan toda la vida, se repite cada tanto.
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- Por Fernando Olszanski
Buenos Aires, 1977
----------¿Cómo empezar? ¿Por el principio, el final o por el medio? ¿Por el cuadro de Héctor Borla o por R.R? ¿Por Walter o por Anabel? ¿Por la gorda de Fellini o por quién diablos? El papel está puesto en la máquina. Sí, es hora, ya es hora de empezar a teclear, uno, dos, tres espacios. Así está mejor. Querido Walter. No me gusta. Pasan las horas y te extraño. Mucho peor. Pero debo seguir. Ella vendrá al mediodía. Desde que te fuiste, te juro, no he conocido a otro hombre. Pero sí me dan ganas de llorar. A mí. ¿A quién va a ser? Aquella tarde en que nos conocimos pude sentir que había algo diferente en vos. ¿Quién lo diría de un triste marinero que recaló en Buenos Aires? Y ahí viene uno de los R.R. tan arreglado como siempre, bien vestido, con su perfume a colonia de violetas. Y debo continuar, como conclusión creemos necesario implementar el sistema en el menor tiempo posible. Así que elevamos a usted el presente informe. Me detengo. Elevamos, elevamos, como si las palabras pudieran elevarse. Pero así les gusta, me enseñaron eso. Buenos días, R. Buenos días. Tantas estupideces pueden decirse en un informe, hay que justificar las funciones, tantas cosas que no tienen justificación. Y es por eso, señor director, que creemos imprescindible
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- Por Araceli Otamendi
Aterrizó al pie de la ventana del cuarto de una muchacha que se disponía a salir para sus clases de la universidad. Golpeó los cristales hasta llamar su atención, esperó a que abriera y le contó la razón de su presencia. Ella le creyó, porque era muy fantasiosa, porque estudiaba física cuántica, por la vestimenta que ostentaba −incluía un vistoso sombrero de plumas y una espada con puño de rubíes−, la forma de hablar, los gestos y por la cantidad de veces que se arrodillaba a ofrecerle su corazón, por tanto lo dejó entrar a su cuarto, temiendo que los chicos le hicieran burla cuando comenzaran a pasar camino a sus escuelas... Pero comprendió que debía enfrentarse a un problema mayor, ¿cómo esconder a un príncipe en una casa pequeñita, sin pasadizos, ni túneles, ni catacumbas, con el despertador de la madre sonando en el cuarto de al lado y él intentando desenvainar la espada para matar al hechicero que hacía tanto ruido?
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- Por Marié Rojas Tamayo