Puro Cuento
Antes dijo:
-Hazme un favor Pepe, cóbrate, y el vuelto me lo das a la hora que regrese.
Pepe asintió sin dejar de mirarle las piernas.
Siendo el dueño hace de todo, atiende como buen anfitrión, cobra, conversa, es muy atento, y vuelve cuando el agitado cocinero sirve en las tres bandejas el menú esperado.
-No nos han servido- se quejan otros comensales.
En una esquina hacia el fondo, Pepe me dice mira...
-Tengan paciencia, fíjense que somos dos.
Veo que alguien levanta la cuchara y empieza el acelerado concierto de tomar la sopa caliente, mientras el otro con su plato servido y casi frío, ríe ante ruidosa manifestación de hambre.
-Es lo mismo de siempre ¿no, Pepe?
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- Por Adán de Maríass
Aquel miércoles, a las cinco de la tarde y como de costumbre, se hallaban reunidas en la cantina "El Patriota", de don Afrodisio Aguado, todas las autoridades municipales de Cojontepeque para discutir, por sexta vez, un controvertido tema. Se trataba, nada menos, que de la construcción de una modesta represa que vendría a aliviar los drásticos efectos de la sequía que estaba azotando tanto a Cojontepeque mismo como a los villorrios aledaños.
-¡Se me están muriendo los chanchos! ¡Hay que construir ese embalse cuanto antes! -dijo quejumbrosamente el alcalde, don Everardo Salazar. -¡Muy cierto! Se me están secando las hortalizas. ¡Hagamos la mentada presa! -se lamentó amargamente el tesorero municipal, don Lactancio Clavijo.
-¡Palabra de honor! ¡Esta calamidad está acabando con mis pobres gallinas! ¡Esa represa es la única solución! -sentenció el juez de paz, don Restituto Paniagua.
-¡Es la merita verdad! ¡Si no llueve pronto, hasta nuestras vidas corren peligro! -indicó don Macario Cárcamo, quien, además de cronista oficial, fungía como regidor.
La cuestión es que a nadie le cabía la menor duda de que había que construir una pequeña represa; pero cuando se abocaron al arduo asunto de determinar a qué altura del riachuelo, que atraviesa el pueblo y la comarca entera, sería conveniente levantarla, se armó la gran samotana porque cada uno ofrecía poderosas razones para que no se construyera en sus terrenos. En resumidas cuentas, nadie estaba dispuesto a que le anegaran sus tierras.
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- Por Jorge Kattán Zablah
La Rochefoucauld
La mano temblorosa de la mujer colgó el auricular y luego, descolgándolo, casi con alivio escuchó el sonido normal del tono que reestablecía la armonía anterior al llamado. Era la tercera vez que lo hacían y nadie hablaba. Anagrama. Aldana es la nada. Hombre. Pablo. Sebastián. Casa. Pared. Hielo. Parque. Peine. Hamaca. General. Espejo. Caña. Día. Noche. Susurro. Descanso. Placer. Playa.
Se detenía ahí. Todavía falta. Oía los pasos casi como en secreto. Sabía que la oscuridad ya había entrado en la casa. Porque había escuchado el timbre de abajo y como siempre había oído entrar al hombre del departamento vecino. Serían las seis de la tarde. Niño. Juego. Salvavidas. Rojo. Peligro. Amanecer. Sol. Reloj. Arena. Agua. Tierra. Sol. Las manos de la mujer desarmaban los nudos de un tejido de macramé mientras recontaba las palabras, siempre las mismas, enhebradas en esa especie de rosario y recomenzaba.
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- Por Araceli Otamendi
Siempre la misma tontería de acostarse temprano la madrugada del día de Navidad. Éramos tres: mis dos hermanas y yo. Los menores no osábamos movernos de la cama, pero Janet, la mayor, ya adolescente, se mostraba más atrevida, pues ella sí se levantaba y sin miedo nos susurraba:
-Bajo a ver lo que nos trajo Santa Claus este año.
Se sentaba al estilo indio frente al árbol blanco de plástico y uno a uno iba abriendo los regalos. Les quitaba cuidadosamente la cinta engomada pero después los dejaba tal y como los había encontrado. Nos despertaba muy entrada la noche para contarnos lo que no debíamos saber hasta el amanecer. Concluía su letanía asegurándonos que lo de Santa era una bobería inventada por los adultos .
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- Por Emilio Mozo
En un principio creo que es la luna colándose por una claraboya. La larga estela de luz atraviesa una especie de galpón enorme y va a estrellarse en una gran sábana blanca colocada en el fondo, en la que mis ojos y los de todos los que me rodean se encuentran fijos. En la improvisada pantalla aparecen las imágenes de una película de cine mudo, en la que los actores usan ropas anticuadas y se mueven a saltos caminando demasiado deprisa. La película está llena de manchas y rayones que cubren las imágenes con un velo de lluvia. La luz es defectuosa y mis débiles ojos tienen que esforzarse a cada cambio de imagen para seguir la secuencia y no perder el hilo del relato. Ahora sé que me encuentro en un teatro del Caribe de los que frecuenté en mi infancia, de esos en los que la ausencia de techo permite circular el aire atenuando el calor y, al mismo tiempo, refrescar los ojos del brillo de la pantalla, mirando cada tanto al cielo en busca de las estrellas que en esa parte del mundo parecen encontrarse al alcance de la mano.
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- Por Samuel Serrano
Finalmente el altoparlante anunció que el avión partiría a las siete y veinte de la noche de Nueva Delhi rumbo a Bangkok. Atrás quedaban siete años de recuerdos. Al menos eso creía porque la verdad a veces no recordaba ni cómo me llamaba. En la silla de al lado me tocó una italiana simpática que seguramente había venido a la India a realizar alguna cura del espíritu y a purificar el cuerpo. Aún no había despegado el jumbo de Air India cuando la italiana me preguntó cómo me llamaba.
- Bruno Canal - le dije con la sonrisa que siempre me caracterizó cuando no tenía la mirada ida, perdida como cuando me daban los ataques aquellos que me transportaban a otros mundos. Me enlagunaba con personajes imaginarios que me perseguían y me atormentaban. Con delirios de culpa y persecución que me maltrataban el alma sin sentido y me descuartizaban la esperanza y el contacto con el mundo de los mortales. La oscuridad se apoderaba de mí y mi memoria se desvanecía por senderos abruptos y condenados llenos de trampas mortales.
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- Por Guillermo Camacho
A Roberto Diago
Humea el tabaco. Su espíritu asciende en volutas que se expanden al encuentro del sol. Un rayo de luz rompe la monotonía del ascenso y el homogéneo tono del humo y lo disgrega en infinitos colores.
"He aquí la magnificencia de la luz" -dijo el pintor, al tiempo que otra espiral elevaba junto al humo las palabras.
Mareado aún por el colorido que envolvía sus ojos, instintivamente miró hacia la ventana en busca de protección. Se sintió tranquilo al ver que permanecía cerrada. "No podrá huir" -dijo sonriendo.
Se levantó del sillón casi a tumbos, en medio de una nube de colores sumidos en la máscara del humo y el vaho penetrante del alcohol que en su incesante rozar hacía crujir las pardas maderas del claustro. Volvió a observar con insistencia las persianas por donde penetraba casi imperceptiblemente la claridad y antes de partir un último arco iris le encendió el rostro.
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- Por Ivette de los Angeles Fuentes de la Paz
A Don José Arturo Zablah Kuri
y a Juanpi, su nieto.
La leyenda del Hombre Lobo no es ni puede ser patrimonio exclusivo de ninguna nación porque no existe país o localidad, por insignificante que sea, que no tenga, o haya tenido, su propia versión de esa aberración humana. El de Cojontepeque, objeto de este relato, físicamente no distaba mucho del Hombre Lobo tradicional o clásico, pues poseía un rostro exageradamente poblado de pelos. Exceptuando la nariz, la melena le cubría las mejillas, la frente y hasta buena parte de sus puntiagudas orejas. Fuera de lo dicho, exhibía unos enormes ojos fosforescentes cuyos destellos infundían terror, y cuatro largos y afilados colmillos, dos en cada maxilar, que no podía ocultar ni aun con las fauces bien cerradas. La diferencia entre este Hombre Lobo pueblerino y el conocido modelo tradicional estribaba en dos hechos fundamentales: jamás se supo que el de Cojontepeque atacara bestial y desaforadamente a nadie; a pesar de su feroz figura, era más bien un manso cordero de Dios y, por otro lado, no necesitaba de los auxilios de una luna llena para convertirse en Hombre Lobo porque él, por así decirlo, había nacido ya convertido en tal, con ese aspecto de fiera humana.
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- Por Jorge Kattán Zablah
Inédito
Soñé que me había marchado. El cielo está nublado. Papá ha desaparecido en el aeropuerto. "Seguro que se ha perdido", dijo mamá sin convicción. El único recuerdo que me queda de ella es su adiós ondeando el antiguo pañuelo de encaje heredado de la tía Carmelina.
Anuncian el descenso.
Soy Humberto. Dieciocho años. Destino: Canadá. Sólo hablo español y desconozco la historia del país. Algo había leído sobre un tal Padre Llorente, quien había tratado de evangelizar a los esquimales en otro siglo. Desde entonces quise ser como él, emularlo y propagar la palabra de Cristo.
Me veo pasando por aduana e anmigración; camino por pasillos interminables. Llevo unos carteles de cine bajo la axila y con el otro brazo arrastro la incómoda maleta que tiene una rueda de plástico rota. Desde la pasarela rodante observo en dirección contraria a esa gente tan diferente a la que estoy acostumbrado a ver: dos esquimales sin rostro, enfundados en sus parcas. Los jugadores exageradamente altos de un equipo de básquet se me adelantan apresurados. Un tipo vestido al estilo hip-hop se vuelve y me mira sin demostrar ninguna emoción.
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- Por Emilio Mozo