Un buen negocio

elkin restrepo 250No corrían buenos tiempos para Martín. De pronto sus planes se desbarataban como un castillo construido en la arena, como una casa puesta a volar por vientos inmisericordes o como un automóvil arrastrado a la cuneta por el vendaval. Había sido demasiado ingenuo al invertir en un negocio tan riesgoso como los mariscos, trayéndolos de un lugar a donde el avión no vuela regularmente, confiado en que los amplios intervalos podía subsanarlos empacando cantidades mayores a los que un buen cálculo aconsejaba. Estaba además, de por medio, la apuesta con Diego de que en cosa de cinco o seis meses la empresa estaría a flote, y él, el nuevo empresario, sería la portada de la revista de negocios editada por Semana. Una apuesta que, al perderla, se le llevó una significativa tajada de sus activos, calculada por encima de los cincuenta mil dólares. Igualmente iluso había sido al enamorarse de Karim, la sueca cuyo desenfado sexual, Martín confundió con el verdadero amor. Cualquier día, loca como era, echó en un bolso las joyas que le había regalado su novio y se fue a México donde, como se lo explicó por teléfono luego, quería llevar vida de santa.
Tanta mala suerte, Martín quiso conjurarla con Bourbon y antidepresivos hasta casi convertirse en un deshecho humano al que le huían hasta las moscas. Tenía treinta años y aunque la vida todavía era cosa nueva, sentía que estaba acabado.

El mismo Diego que le arrebató el paquete de dólares, remordido seguramente, le pagó el pasaje y le entregó las llaves de una cabaña en el Pacífico para que, frente a aquel mar de olas hipnóticas, comenzara su recuperación. Martín, que ya nada tenía que perder, movido por un instinto de sobrevivencia, aceptó y se fue a pasar allí una temporada, donde al menos olvidarse de sí mismo. Una nativa del lugar, contratada por su amigo, se encargaría de que la existencia le fuera lo menos pesada de lo que ya lo era: cocinaría y se encargaría de las labores domésticas y, si era el caso, de los complementarios.
Una vez allí, aburrido, sin saber qué hacer, quiso dar vuelta atrás, pero las palabras y atenciones cariñosas de la nativa, su servicial sensualidad, lo convencieron de quedarse. Poco a poco fue construyendo una rutina en la que las caminatas por la playa, los chapuzones, el pensar sin tener que pensar, haciendo caso omiso de sus demonios interiores, fueron un bálsamo. A diferencia de lo humano, allí las fuerzas elementales le ofrecían protección e indulgencia, una música distinta a su alma.
Una tarde, en lugar de irse en la lancha mar adentro, prefirió echarse en la playa y disfrutar de la inmovilidad de un sol pálido, casi blanco, sin nostalgias, que apenas calentaba. Al tomar un puñado de arena y dejarlo correr entre sus dedos, se tropezó una gruesa alianza de oro basto, poco común.
El hallazgo lo sorprendió porque se necesita más que buena suerte para encontrar joya semejante en un lugar como ése. La examinó cuidadosamente, en su interior descubrió dos iniciales y una fecha que, desgastadas, no se alcanzaban a leer. Pesaba además como si fuera una pieza real.
En un principio, Martín pensó en el valor afectivo que tenía para su dueño, y en su contrariedad al perderla; también en que el mar suele tirar caprichosamente sus tesoros en cualquier parte. Quizás, se le ocurrió, fuera un talismán, aquél que le ayudaría a cambiar su vida. Pero burlón, se dijo enseguida, que para que esto sucediera, se necesitaba más de un objeto mágico. El mundo debía estar lleno de talismanes para que gente como él no se diera siempre de narices.
Sin embargo, no evitó la tentación y lo frotó con la misma arena y, como nada sucedió –ningún genio apareció sonriente–, decepcionado, se lo colocó en el dedo anular de su mano derecha. Después, absorto en sus pensamientos, no supo cuánto tiempo pasó pues el cielo ya era otro cuando, al mirar a lo lejos, descubrió que no era el único en la playa. Varias personas se acercaban jugando con un balón playero, las primeras que veía en muchos días. Eran tres muchachas que con sus alborotos, risas y saltos, su feliz desenfado, le recordaron cuántas cosas buenas hay en la vida.
Cuando esperaba que siguieran de largo, se instalaron a unos pocos metros de donde él se encontraba, haciendo caso omiso de su presencia. Martín no lo tomó a bien. ¿Por qué existiendo tanto espacio allí elegían precisamente aquel lugar?
Las muchachas, sin ser hermosas, tenían gracia, la gracia menor de una reina de barrio, y guardaban entre ellas un cierto aire de familia, como el que existe entre primos. Por lo demás, su diferencia de edad no era grande. Estarían entre los dieciocho y veintitrés años, calculó Martín.
No lo saludaron, éste fingió no verlas, pero tampoco dejó de escudriñarlas. Aunque perturbaban la paz de aquel lugar, no se levantó ni huyó a la cabaña, pues una curiosidad mayor lo obligó a quedarse. Por supuesto, una buena filosofía era dejar que las cosas simplemente sucedieran.
Por lo que advertía, eran muchachas lugareñas en plan de distraerse y, por el tamaño de los bikinis, de perturbar doblemente al mortal que se encontraran.
El balón, de colores exaltados, lanzándoselo la una a la otra, iba y venía, sólo que éste caía cada vez más cerca de donde Martín se encontraba. Por supuesto que esto no era accidental, había una intención en aquellos golpes largos que escapaban al esfuerzo de la receptora, y que eran un coqueteo, casi una invitación. Cuando uno de los lanzamientos le dio en pleno rostro, ya las cosas pasaron de castaño a oscuras. Era una agresión.
Martín se levantó de un salto, pero las muchachas fingieron estar aplicadas a otros asuntos: lo sucedido nada tenía que ver con ellas. Mire, parecían decirle, qué placer da corretear las olas en la orilla. Así pasaron unos minutos, luego la escena se hizo ridícula.
Martín olvidó su enojo, pero no devolvió el balón, y las jugadoras, desentendidas, se echaron al mar donde continuaron sus juegos.
Acodado en la arena, Martín siguió observándolas. Aquellas criaturas rebosaban una espontaneidad natural, que él envidiaba. Su sensualidad, resaltada por el minúsculo vestidor, era una tentación muy difícil de evitar, y Martín tuvo malos pensamientos.
orfandad telemaco 352Cuando menos lo esperaba, una de ellas, de aspecto achinado, se sacó el sostén, exhibiendo unos pequeños senos lechosos, que se sostenían firmes pese a los saltos y manoteos. Las otras, a su vez, siguiendo el ejemplo, sin pudor alguno, se desprendieron del suyo, riéndose a las carcajadas de esta nueva travesura. Tres muchachas, semidesnudas, divirtiéndose en el agua como primitivas divinidades, era cosa de ver.
Martín dedujo, sin embargo que, si aquel comportamiento era una insinuación, lo mejor era pensarlo dos veces. Las aventuras con jovencitas jamás terminan bien, era lo que había sacado en claro de su relación con la sueca, con quien todo cálculo había fallado, empezando por el amor mismo. Además se sentía viejo y desgastado.
A Karim la había conocido durante un concierto de la orquesta de Chico O'Farrill en Birdland, el club de jazz de Nueva York, y obnubilado por sus uno ochenta, su cosmopolitismo (hablaba cinco idiomas) y su rostro redondo a lo Kirsten Duns, después de ofrecerle el oro y el moro, se la trajo a vivir a Medellín. La diferencia de edad (Karim tenía veintidós años, no más que aquellas silvestres apariciones), que Martín buscó acortar con dinero y regalos, al final pesó lo suficiente para que aquella muchacha, afanosa de experiencias nuevas, un día levantara vuelo, dejando al amante con el hocico en tierra.
Y de aquel mal trago, Martín aún no se reponía.
Mientras la recordaba, no dejó de observar al grupo de ninfas que, animadas por su propia desfachatez, se tocaban y abrazaban sin disimulo alguno. Su actitud, al menos en un principio, fue la de que aquello no era más que un juego, un tanto malicioso sí, pero al fin y al cabo un juego, que no debía tomarse a mal. Pero, ¿a quién engañaban?
Como entre ellas la excitación crecía, sus caricias iban cada vez más lejos. Llegó entonces el momento en que, olvidadas de todo, rodaron y lucharon entre las olas, formando figuras voluptuosas, que luego recomponían una y otra vez, de manera casi obscena.
A Martín, ya nada indiferente, el corazón le dio un vuelco, y fue como si en su pequeña existencia una llama se levantara, llevándose lo que estaba oscuro y contagiando a la tarde que ya caía. Una luminosidad que destronaba a la habitual y que animaba todo cuanto había cerca y tocaba.
Atrapado por la escena, Martín supo también que no debía entrometerse. Dejó entonces que ésta se desenvolviera hasta cuando las mujeres, perdido el entusiasmo, regresaron a la playa.
Para disimular su excitación, dio vueltas al anillo, rasguñándose la piel. Se llevó el dedo a la boca y escupió un poco de sangre dulzona. Su sabor era tan real como real era aquel momento de sucesos tan inesperados.
Cuando la tarde perdió fuerza, desmoronándose su luz sáfica, las muchachas entraron en consejas. Vueltas de su rapto, la vida tornaba a ser igual, pero para ellas al parecer no era el fin. Entonces, la mayor, con aire decidido, otra vez se acercó a Martín, reclamándole el balón. Aunque la muchacha pudo haberlo recogido, pues estaba tirado en la arena, con actitud presuntuosa, esperó a que él lo hiciera. Martín lo tomó, pero cuando fue a entregárselo, lo dejo caer, él sólo era un caballero a medias.
La muchacha, en lugar de disgustarse, lo miró de arriba abajo, divertida, como si fuera esto y no otra cosa lo que hubiera esperado de él.
–Eres un viejo amargado, le dijo, provocándolo.
Era alta, morena, y sus ojos risueños, acaramelados, poco comunes, parecían saberlo todo.
–Te he estado observando y, la verdad, que no eres más que un mar de amargura, completó, desmintiendo sus palabras con una sonrisa.
Martín no sabía, si tanta desfachatez le disgustaba o no. Aunque conocía la condición caprichosa de las mujeres, la frescura de ésta, lo confundió.
–Vas a resfriarte, mejor vístete, le respondió, devolviéndole el cumplido.
–Dudo mucho que lo estés deseando. Se como son los viejos sucios como tú.
Martín no iba a pelearse con una hembra como ésta, que no mostraba complejo alguno frente a él.
Recogió el balón y se lo entregó.
–Lo que digas "amita".
La muchacha le dio dos o tres vueltas en las manos y de repente se lo lanzó, tomándolo desprevenido. El balón le rebotó en el pecho y fue a dar unos metros más allá.
–No estás en forma, viejo ¿qué tal un poco de ejercicio... del que tú sabes?, se le insinuó.
Martín no sabía si la muchacha hablaba en serio o en broma. ¿Se estaba burlando de él? Sin embargo, tentado, consideró la posibilidad, ¿cómo dejarla escapar?
La miró de arriba a abajo. Ella lo perturbaba.
–Claro, que no tienes con qué pagarme. Y lo observó de reojo, midiendo el efecto que le producían sus palabras.
Martín advirtió que las otras dos compañeras ya se vestían. Percatándose de su interés, la muchacha se volvió y las miró.
–Con ellas, el precio se triplica.
Martín imaginó el placer que le permitiría matemática tan perfecta. La sangre le hirvió.
– ¿Tiene que ser dinero?
– ¿Es que hay otra forma de pagar?
Martín le mostró el dedo anular con la alianza.
–Es todo lo que tengo... el anillo hará realidad tus deseos, basta pedírselo, inventó.
–También tendrás genios embotellados, supongo ¿Y cómo es que quieres desprenderte de él?
– Tengo mil razones.
La muchacha lo recibió, lo miró y luego lo mordió con gracia, como probando que fuera de ley.
–No está mal, pero es una alianza de matrimonio, la gente no acostumbra a desprenderse de ellas.
–Ya no estoy casado y los solteros no la usan. Además, la situación lo amerita.
Al colocársela, la joya brilló en su mano. La muchacha no pudo disimular su satisfacción. Era como si, por una suerte extrema, hubiera encontrado lo que buscaba y ya no esperaba encontrar.
–Es mágico, no hay deseo que no satisfaga, insistió él, con gastadas palabras de vendedor.
Entonces la muchacha se volvió y, mostrándolo en alto, feliz, llamó a sus amigas. Luego, con sonrisa pícara, le dijo:
–Has hecho un buen negocio.

 

elkin restrepo 340Elkin Restrepo
Colombia, (1942). Poeta, narrador y editor. Director de las revistas de poesía Acuarimántima (1974), Poesía (1985), Deshora (1993), Odradek, el cuento (2002) y de la Revista Universidad de Antioquia desde 1998. Publicaciones: Bla, bla, bla (Poemas, 1968), La sombra de otros lugares (Poemas, 1973), Memorias del mundo (Poemas, 1974), Lugar de invocaciones (Poemas, 1977), La palabra sin reino (Poesía, 1982), Retrato de artistas (Poesía, 1983), Absorto escuchando el cercano canto de sirenas (Poesía, 1985), La Dádiva (Poemas, 1992), Fábulas (Cuentos, 1992), Sueños (Prosas, 1993), Lo que trae el día (Poesía, 2000), El falso inquilino (Cuentos, 2000), La visita que no pasó del jardín (Poesía, 2002), Luna blanca (Antología, 2005), Amores cumplidos (Antología, 2006), Del amor lo pasajero (Cuentos, 2006), La bondad de las almas muertas (Cuentos, 2009), La orfandad de Telémaco (Cuentos, 2012), Como en tierra salvaje, un vaso griego (Poesía, 2012) y A un día del amor (Cuentos breves, 2012).

 

Un buen negocio enviado a Aurora Boreal® por Elkin Restrepo. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Elkin Restrepo. Fotos Elkin Restrepo © Regina Sepúlveda. Carátula La orfandad de Telémaco © cortesía  Sílaba Ediotres.

 

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