La otra confesión

guillermo_004¡Lo estamos observando!

Esas tres palabras, simples pero contundentes, estaban escritas en una caligrafía perfecta y con un estilógrafo de los de antes. La nota del papelito amarillo venía pegada a la carátula de la última versión del folleto sobre Acoso Sexual que había publicado la oficina unos años atrás.

¡Me quedé helado!

Tuve que sentarme y volver a leer pausadamente la nota.

Me volvió a parecer que las tres palabras eran categóricas, concluyentes.

 

Todo había pasado muy rápido en los últimos diez días. Esto era curioso, porque si hay algo que caracteriza a nuestra institución, además de ser tal vez la mayor organización internacional del mundo, es la lentitud en el ritmo de las acciones y la toma de decisiones. Dos semanas atrás se había decidido que mi división se mudaría tres pisos más arriba, a las antiguas oficinas del departamento de recursos humanos. A ellos los habían trasladado a un nuevo y hermoso edificio frente al río, donde también estaba ubicada la Secretaría General y los Consejos Generales, de Seguridad, Económicos y de Administración.
Me olvidé por completo de que a la mañana siguiente partiría en misión a un país caribeño. Estuve fácilmente media hora sentado, revisando mis veintitrés años de servicios en la organización. Repasando cuidadosamente episodios que pudieran ser la causa para que hubiera recibido aquella nota insinuante y atrevida con el folleto de pautas y comportamiento sobre Acoso Sexual. Aquel documento ya tenía sus años. Había sido presentado como parte de una serie de manuales sobre formas de actuar y seguridad después del ataque a las Torres Gemelas. Pero todo eso era pasado.

Guillermo Camacho escritor colombiano. En la actualidad reside entre Dinamarca y España.

Sentado en aquella silla de mi nueva oficina, aún con la piernas temblorosas y la boca reseca, me vino a la memoria mi época de estudiante universitario y las apasionantes discusiones sobre la conciencia moral. Me enfrasqué una vez más en el concepto de que ciertas personas observan una determinada conducta moral y que otras se conducen de forma inmoral.

Pero yo, ¿cuál principio moral había violado?

No encontré en el archivo de mi memoria durante los años de servicio ningún acto que mi conciencia rechazara. Ninguna obligación a reparar algún mal. Aquella reflexión ayudó a que mis piernas dejaran de temblar, la saliva me volviera a fluir humedeciendo mi boca y la temperatura de mi cuerpo subiera otra vez. Descubrí con placer mi reflejo en el vidrio de la ventana. Ya no estaba lívido. Terminé de desempacar cajas, agarré mis notas para el viaje y me fuí al Caribe a mi misión de trabajo.

Las dos semanas de trabajo en el Caribe fueron intensas, pero gracias al clima tropical marítimo de la isla, que en esos días estuvo influido por unos vientos agradables, y su rica comida, una mezcla de sabores del África y de la India, me hicieron olvidar por completo el papelito amarillo con sus tres palabras contundentes.

Regresé del Caribe a mi nuevo despacho. A pesar de que lo encontré en orden -ya todo el equipo se había mudado a sus respectivos cubículos y lentamente cada cual empezaba a agregarle ese toque personal que humaniza la oficina-, había algo extraño en el ambiente que no pude identificar.

Tal vez al único que le noté un aire distinto, algo nervioso, fue a Huguito, el empleado de menor rango de mi unidad. Lo conocía de antaño. Huguito había estado encargado durante los últimos veintisiete años de los aspectos logísticos de mi unidad, llámese boletos aéreos, suministros de papelería, mantenimiento de fotocopiadoras, el café y hasta las flores de la sala de reuniones por mencionar tan sólo algunas de sus tareas más evidentes. Era querido por todos. Algunos incluso lo apodaban cariñosamente Don Hugo, porque efectivamente era un as para hacer milagros y solucionar problemas de última hora. Y gracias a Huguito siempre quedábamos bien. Con las mujeres del equipo era detallista, especial. Todo un caballero. Se acordaba de sus cumpleaños, les hacía favores personales. Realmente un gran elemento en el grupo. Estuve tentado de preguntarle qué le pasaba, pero me contuve concluyendo que debía estar exhausto después de la mudanza, porque éramos diez y seis hombres y diez y ocho mujeres en toda mi unidad. Supuse que durante mi viaje en misión al Caribe todos habían abusado de sus favores.

Para sorpresa mía, a los dos días de mi regreso Huguito me pidió audiencia. Al entrar a mi oficina se disculpó por interrumpirme, cerró la puerta y me aclaró que me iba a hablar como amigo y no como subalterno.

- Doctor llevo quince días que no pego un ojo, me dijo cuando se desplomó en la poltrona de cuero de mi despacho.

Su cara estaba demacrada. Unas bolsas debajo de los ojos daban fe de que llevaba días sin dormir. Su respiración estaba acelerada. Empezó a hablar, pero a la segunda palabra se deshizo en un llanto que me asustó. Lo dejé llorar en silencio, temiendo que me iba a anunciar lo peor, mientras le servía un poco de agua. Me juró por sus dos hijos a quien yo conocía desde el nacimiento que él no había hecho nada de mala intención. Él era incapaz; y a estas alturas de la vida, si llegaba a perder el puesto sería el fin. Todavía le quedaban doce años por pagar de la hipoteca de la casa. El menor acababa de empezar en la universidad. A la mayor le faltaba un año para graduarse de profesional. De hecho, me había nombrado padrino indirecto de la hija mayor. Me recordó el esfuerzo monumental que estaba haciendo por educar a los hijos, por darles una educación para que tuvieran un futuro mejor que el suyo, que aunque no se quejaba porque el salario era bueno, no le deseaba a los hijos que se quedaran sirviendo el café o preocupados porque el papel para las fotocopiadoras no había llegado a tiempo.

Dijo muchas otras cosas, algunas incongruentes, pero se detuvo y me miró fijo a los ojos cuando me confesó que las palmaditas en las nalgas que le daba a la secretaria de Sandro Trombatore eran de puro cariño. Después de esa confesión le volvió a dar rienda suelta al llanto.

Cuando se calmo abrió el puño y me lo mostró:

Un post-it de color amarillo, arrugado, con tres palabras simples pero contundentes escritas en una caligrafía perfecta y con un estilógrafo de los de antes:

¡Lo estamos observando!

Volvió a llorar a moco tendido como un niño indefenso mientras se le retenía la respiración y se ahogaba en unos suspiros. De repente dijo:

Este post-it me llegó pegado a la carátula del folleto de Acoso Sexual. Pero le juro Doctor que mis palmaditas en las nalgas de la secretaria del Doctor Trombatore son inocentes. ¡Si ella podría ser mi hija!

Cuando Huguito se volvió a calmar me pidió que intercediera ante los grandes jefes. Es más correcto decir que me rogó que abogara por él. No lo podían botar. Confesó que sí era cierto que cuando subía el papel de las fotocopiadoras hablaba con los otros empleados de las piernas de la Doctora Pinto -porque efectivamente las tenía muy buenas- pero que era ella la que le pegaba el culito en el ascensor cuando iba lleno. Él nunca le había dicho nada porque suponía que desde que el italiano la había dejado plantada a la Doctora Pinto le debería hacer falta un macho en casa. Además, él entendía que ella con la cara insinuaba que sí le gustaba ese roce del ascensor. Antes de dejar mi oficina y obligarme a jurar que intercedería por él ante la administración, aceptó que había tenido una aventura con una secretaria, pero que eso había durado unos pocos meses y sólo en una ocasión habían hecho el amor en las oficinas. Además recalcó que esa aventura no valía porque por aquellos años no existía el tal folleto de Acoso Sexual.

La historia de Hugo me dejó perplejo. No pude concentrarme en toda la mañana. Decidí salir a almorzar más temprano que de costumbre. En el ascensor me encontré con Roda, quien me preguntó si me importaba que fuéramos a comer juntos. Quería comentarme algo, pero como yo había estado en misión en el Caribe no había tenido oportunidad. Sugirió que no comiéramos en la cafetería del edificio porque lo que me iba a comentar era delicado y prefería un lugar más discreto y alejado de la oficina. Dijo que él invitaba. Me llevó a un restaurante costoso que usamos cuando tenemos invitados importantes. Ordenó una botella del mejor vino blanco sin preguntar y a pesar de que yo le dije que tenía que volver en la tarde a trabajar a la oficina.

No he hecho nada en toda la mañana. Tengo que volver a terminar el reporte del viaje al Caribe, pero no me escuchó. Cuando iba por la mitad de la botella, ya tenía las mejillas rojas y se había fumado cuatro cigarrillos desde que habíamos llegado, le pregunté:

Bueno Roda, ¿de qué se trata la vaina?

Después de un rodeo, en el cual me dijo que yo sabía que él era un verdadero amigo mío, que podía confiar en mí, que nuestras esposas también eran buenas amigas y que no era sólo porque jugaban al tenis juntas desde hace tantos años, tenía que confesarme que llevaba tres años enredado con la uruguaya de la unidad. Que no pensaba separarse porque eso destruiría a su señora y que él no pensaba dejar a sus hijos. Pero que tampoco estaba en sus planes dejar a la uruguaya. La uruguaya y él habían encontrado un equilibrio que no molestaba a nadie. Sólo se veían cuando estaban juntos de misión en el extranjero y que cuando volvían muy rara vez se veían por fuera de la oficina. Tomó una copa de vino de un sorbo y sacó del bolsillo de la chaqueta un papelito amarillo en el que pude leer claramente:

¡Lo estamos observando!

No había duda. Aquel post-it amarillo también había sido escrito con un estilógrafo de los de antes y con una caligrafía perfecta. Era contundente. Lo volví a leer en silencio y muy despacio. Una vez más me volvió a parecer categórico y concluyente.

Viejo, me dijo cariñosamente, llevo noches sin dormir. No me puedo concentrar. Me irrito por cualquier cosa. Stella se huele algo pero eso lo resuelvo yo. Lo que me tiene preocupado es este papelito de mierda que me llegó con el folleto de Acoso Sexual. Lo curioso es que nadie lo sabía en la oficina. Hemos sido muy cuidadosos conociendo las reglas. Alguien nos tuvo que haber delatado. Algún envidioso. Alguien que no tolera que tenga de amante a una uruguaya quince años más joven que yo. Tal vez es Lucía la del Consejo de Seguridad. Ella quiso tener algo conmigo pero yo la rechacé. Pero ahora creo que ella nunca lo superó y se está vengando. ¡Viejo me tienes que ayudar si hay una investigación!

No me quedé a tomar el café. Inventé cualquier disculpa y me fui asqueado. Desilusionado, sorprendido de mi ceguera. Mi incompetencia quedó demostrada. Durante las siguientes semanas el ambiente de la oficina empeoró. Catorce de los diez y seis hombres de mi unidad desfilaron por mi despacho con diferentes pretextos, pero todos confesaron un mismo delito. Por supuesto que hubo variaciones en los personajes, y en un caso, uno de los personajes era elemento central de varias historias simultáneamente; pero el delito y el detonante fueron siempre el mismo: una nota escrita con un estilógrafo de los de antes en una caligrafía impecable con tres palabras contundentes pegada al viejo folleto de Acoso Sexual de la oficina:

¡Lo estamos observando!

Todos de una u otra forma me pedían lo mismo, que abogara por ellos ante la administración central en el caso de que hubiera una investigación. El único que no había pasado por mi oficina era Sandro Trombatore. A Sandro lo conocía desde la época en que fuimos a Columbia e hicimos un posgrado juntos. Luego el destino nos volvió a juntar en la misma oficina. Desde entonces habíamos consolidado nuestra amistad. Estaba tan decepcionado de todos que no le quise comentar el asunto. Estuve tentado, pero lo vi tan contento y alejado de esa problemática decadente de nuestra unidad que no quise contaminarlo con ese ambiente negativo. Aunque debo confesar que sí le di tiempo, pues para ese momento estaba convencido de que todos los hombres de la unidad, incluido Sandro, habíamos recibido el famoso post-it con las tres palabras.

Pero Sandro Trombatore nunca se presentó en mi oficina. Y en cierta forma fue un descanso para mí. Al menos otro que podría decir que también tenía la conciencia tranquila.

 

La noticia de la muerte de Huguito nos llegó como un bombazo. Se desplomó una mañana en la sala de las fotocopiadoras. Un infarto fulminante acabó con él. En el entierro su mujer me confesó que su marido llevaba más de un mes sin dormir, preocupado por algo que nunca le quiso confesar.

Volvimos del entierro. Sandro vino a mi oficina a subirme la moral porque me vio muy afectado. Me dijo que esa era la vida, que es corta, que hay que gozarla, que hay que disfrutarla mientras tengamos salud. Que jamás hay que perder el sentido del humor, porque si no le puede pasar a uno lo mismo de Huguito. Quedarse tieso cuando uno menos lo espera. Que había que tener filosofía de vida.

Entonces me confesó la travesura. El día de la mudanza se encontró en su oficina con una pila de dos mil folletos sobre Acoso Sexual que los del departamento de recursos humanos nunca quisieron llevarse a pesar de que se cansó de pedirles el favor de que vinieran a retirarlos. Mientras yo lo miraba atónito me dijo:

Caro, imagino que los has visto. Es un folleto hermoso de cuatro paginas de instrucciones y pautas sobre lo que no se debe hacer y sí se puede hacer. Están impresos en ese papel semi mate fino. Cuando estaba a punto de tirarlos se me ocurrió la idea y escribí diez y seis notas. Hasta te mandé uno a ti.

¡Lo estamos observando!

Pero definitivamente parece que en esta oficina ya nadie tiene sentido del humor porque hasta la fecha de hoy absolutamente nadie me ha hecho un comentario al respecto. Ni siquiera tú, pícaro, que te conozco todo el recorrido.

Luego soltó una carcajada homérica que aún estoy escuchando en mis oídos.

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones