Imperdonable

fernando olszanski 251El auto subió la rampa a la misma velocidad que lo hacía cada día de semana a la misma hora, con ritmo cansado y esforzándose por terminar el viaje. La rutina de volver del trabajo conectaba otra distinta, la de retomar la soledad de un hombre en una casa enorme, con recuerdos pesados y memorias vigentes. Más aun en esos días, cuando una fecha, un número de día y de mes, y la cuenta de otro año, señalaban ausencia y desazón.
Muchas veces había pensado en vender esa casa enorme, de seguro le darían buen dinero. No quedaban muchas casas que dieran a la playa en el Lago Michigan, rodeada de varios acres de bosque original e intacto. Casi toda la costa del lago había sido tomada por condominios o por consorcios que construían edificios horrendos, a costa del bosque y de las dunas de la playa. Pero las mismas razones que lo impulsaban a vender, le impedían hacerlo. Los recuerdos.
Al terminar de subir la rampa, vio un auto rojo estacionado en el playón de la entrada. Un auto rojo, sucio de un largo viaje o del descuido premeditado del tiempo. Le llamó la atención porque no solía recibir visitas, y menos en una fecha tan cara a sus sentimientos. No establecía encuentros ni un mes antes, ni un mes después del 25 de noviembre. Para él, la vida social había dejado de ser importante. Y ese día era justo el 25 de noviembre, lo que le causó un disgusto.
Las luces de la casa estaban apagadas, lo cual indicaba que nadie estaba dentro. Nunca cerraba la puerta, era el privilegio de vivir algo lejos de la civilización, donde no había muchos con quien compartir una buena charla, o el silencio.
Entró su auto al garaje pero pensaba en el otro, en el auto rojo y sucio del viaje o del descuido premeditado. Al descender de su auto una ráfaga de viento lo envolvió, pudo ver cómo llegaban hasta él unas cuantas hojas ocres. Al pisarlas, escuchaba un crujido antiguo que hablaba de fastidio y de adrenalina desbocada.

Enfiló hacia el auto rojo. Al pasar por el umbral del garaje, apretó el botón que cerraba automáticamente la puerta. Los sonidos de los engranajes se fueron alejando de su cabeza a medida que se acercaba al auto rojo. Lo notó mucho más sucio de lo que le había parecido, con distintos polvos pegados a la carrocería, como de diferentes partes del mundo; no tuvo dudas de que se debía a un viaje muy largo. Quiso mirar a través de las ventanas sucias pero no pudo ver mucho, tuvo que pasar la mano por los vidrios para ver dentro. Sólo un pequeño bolso con ropas, que se notaban también sucias; junto al asiento del conductor, restos de envases de café y comida rápida. Por la forma en que las cosas estaban dispuestas en el interior de aquel vehículo, tuvo la certeza de que sólo viajaba una persona.
Sintió curiosidad por saber de dónde había venido esa persona, y buscó en la parte delantera la licencia del auto. El auto estaba estacionado contra las plantas del jardín, tuvo que mover algunas ramas para poder ver la placa. Lo que vio, lo llenó de furia. La licencia era de California. Y había sólo una persona en ese estado que podría estar en aquella área del norte de Indiana un 25 de noviembre. Empezó a comprender la suciedad del auto, la sucesión de desiertos, planicies y montañas estaba pegada sobre la chapa, los envases de café y la comida rápida que aseguraban celeridad y más horas de manejo. En más de dos mil millas de viaje, todo cuenta cuando ayuda a concentrarse. Comprendió todo eso, hasta le pareció lógico. Lo que no podía entender, era por qué esa persona estaba en aquel lugar, cuando había sido claro al decirle que no lo quería ver más en su perra vida.
Sintió cambios biológicos. La sangre corría más rápido, la saliva se espesaba entre los dientes, inconscientemente, cerró los puños, percibió un pequeño dolor en los maxilares por la fuerza con que cerraba la boca. Un intenso odio lo corroía.
Alzó la vista tratando de serenarse al ver el colorido del otoño de aquel lugar, pero nada pudo relajarlo. Con pasos lentos y medidos se dirigió a la casa. Al entrar, encendió las luces pensando que esa persona podría estar escondida en la oscuridad, esperando para atacarlo arteramente, pero la luz le dio forma al vacío y cuerpo al mobiliario que dormía en ella. Encontró todo igual, casi nada había cambiado en su ausencia, lo único que discernía era un álbum de fotos sobre la mesa del costado, abierto en la página central, mostrando dos caras iluminadas y sonrientes.
Se acercó a la mesa despacio, casi con el miedo de perturbar el sueño de alguna criatura, vigilando con la mirada que nada cambiara en el contenido de las fotos. Vio que la página central contenía una foto de bodas. La de su única hija, Michelle, y la de su marido, la persona indeseada, la que nunca debió haber vuelto, Sergio.
Recorrió con los dedos el retrato de Michelle vestida de blanco, sonriente y radiante como todas las mujeres el día de su boda; pero para un padre, a veces, el casamiento de una hija trae más preocupaciones que alegrías.
Con la punta de los dedos tomó uno de los extremos y giró el álbum para que quedara frente a él, lo cerró para empezar a verlo desde el principio, como había hecho casi todas las semanas desde hacía tres años. Desde el día que Michelle muriera en aquel accidente. Desde el día que Sergio se la llevara para siempre.
Mientras las hojas del álbum pasaban, los recuerdos le volvían frescos. Toda esa enorme casa era el templo de su memoria. Recordó las conversaciones con Michelle, las discusiones sobre si Sergio era la persona indicada para ella. En vano trató de explicarle que no le convenía casarse con un extranjero, que tendría problemas de cultura, de idioma, incluso trató de convencerla de que los extranjeros no eran confiables. Le hizo notar que cada vez que asistía a una velada familiar, Sergio se pasaba de copas; pero ella replicó que era porque nadie quería hablar con él. Lo cual al padre no le importaba demasiado.
Ella estaba decidida a casarse con ese hombre.
Fingió una sonrisa y la bendijo, mintió sobre la felicidad de la noticia y de la esperanza de que la familia se agrandara pronto. A Sergio sólo le ofreció la mano y su mirada amenazante. Se aguantó los comentarios a su espalda, de que cómo Michelle se podía casar con alguien que no fuera un irlandés, o siquiera con un blanco.
Y lo peor, se irían a vivir a California, lo que significaba que podría ver a su hija, con mucha suerte, una o dos veces al año.
Al terminar la última página del álbum no pudo evitar que se le humedecieran los ojos. Abrió una de las puertas del mueble del bar y sacó una botella de escocés, buscó algo de hielo y se sirvió una porción doble. En dos tragos lo terminó y repitió la misma acción, porción doble, ahora con algo menos de hielo.
Se sentó en el sofá a oler el vacío de aquella casa enorme; con los tragos de escocés que se sucedían la casa parecía expandirse cada vez más.
Sergio nunca le había caído bien. No hablaba bien inglés. No había terminado la universidad. Y además, soñaba con ser actor. Por eso se habían mudado a California. Qué clase de futuro podía tener su hija con él. Su esperanza era que Michelle se diera cuenta pronto del terrible error que estaba cometiendo, y un rápido divorcio le devolviera la cordura perdida.
Pero pasaron cuatro años y la lucidez no volvió.
Si se veían para el Día de Acción de Gracias, había más reproches que festejos; que no me llamas, que no me escribes, que ya no quieres venir. Una sola vez voló hasta California para ver a Michelle, pero acortó su estadía, disgustado por la sencillez con la que vivía. Sergio no podía darle nada mejor. Tampoco concebía que Michelle fuera feliz en aquellas condiciones. Su sonrisa nunca lo conformó.
El día que supo del accidente, poco importaron las circunstancias. Sergio estaba al volante. Prácticamente, la había asesinado. No importaban los otros involucrados, ese tiroteo entre pandillas que originó todo, los autos desbocados por la autopista, las sirenas de la policía escupiendo velocidad.
Lo de Sergio era imperdonable.
En el funeral explotó con toda su furia, le había prohibido a Sergio que apareciera. Pero Sergio fue igual.
Entre siete personas tuvieron que sostenerlo para que no matara a Sergio, no lo dejó excusarse, no le dejó hablar porque no le importaba lo que tuviera que decir. Lo quería lejos, en lo posible muerto y sepultado, porque mientras las siete personas lo alejaban de la escena, juró que la próxima vez que se cruzase en su camino, lo mataría.
No había tenido noticias de Sergio en tres años. Y justo un 25 de noviembre se presentaba en su casa.
Caminó por un largo pasillo que conducía a la recámara, ya en ella, abrió un cajón de unos de los armarios y extrajo un pedazo de metal negro envuelto en unos trapos. Lo liberó de su envoltura y al observarlo sintió un escalofrío. Nunca había pensado seriamente en usar un revólver, nunca, hasta el día que juró hacerlo. Abrió el tambor y puso unas balas que encontró en el mismo cajón. Probó el peso del arma e hizo algunos movimientos con su muñeca.
Se miró en el espejo y no se reconoció a sí mismo. Se calzó el revolver en la cintura y lo cubrió dejando su camisa suelta por fuera del pantalón. Caminó de vuelta hacia el mueble de las bebidas sin dejar de sentir cierta molestia a causa de aquel incómodo pedazo de metal. Se sirvió otro vaso de escocés y se sorprendió de su propia frialdad. No pensaba en el después, ni en las consecuencias, ni en el futuro, ni en él mismo. Todos sus movimientos eran automáticos, rutinarios, desmedidos.
Salió al patio trasero buscando la escalera que bajaba hasta el sendero. Sabía que Sergio estaba en la playa, lo intuía. Caminó por el sendero con la mirada alta y el vaso de escocés en la mano. Sus pasos eran lentos, como aletargados por el alcohol. Vio entre los árboles algunos reflejos del lago y al sol deslizándose lentamente en el horizonte. La playa era extensa. Era raro, pero cíclicamente, un año era tragada por el lago y al otro se extendía por varias decenas de metros. La brisa era mansa, fresca, traía el aroma del bosque y el murmullo lejano de los recuerdos. En los últimos escalones, divisó un bulto empequeñecido sentado en la arena, semioculto por las ondulaciones del terreno. Tuvo un leve mareo, mezcla de asco y alucinación.
No se animó a beber el vaso de escocés, sentía la lengua adormecida. El cielo se iba apagando y los colores del espectro se volvían rojos de distinta tonalidad. Las nubes mostraban formas, paisajes de su propia historia, rostros, palabras escritas para quien quisiera leerlas. La arena de la playa estaba aún tibia y suave, se deslizaba por sus pies como amalgama de algodón. Hacía mucho tiempo que no bajaba a la playa. Todo le hablaba de los buenos tiempos, de las personas ausentes, de las risas que alguna vez sonaron en aquel lugar, con voces conocidas y que lo estimulaban, que volvían a pesar de los años y del dolor. Y en el centro de todo estaba Sergio. Acurrucado, con la cabeza perdida entre las piernas, sin poder ver todo lo que él estaba percibiendo.
Pasó el vaso de whisky a la mano izquierda para tener la derecha libre. No dejaba de observar el alrededor y todos los cambios que se sucedían. Al llegar al lado de Sergio, vio como éste se sobresaltó. Los ojos de Sergio tenían un vacío de varios años.
No se perturbó, se sentó al lado de Sergio sin dejar de mirar el horizonte. Le dio el vaso de whisky a Sergio para que él se lo bebiera. Parecía necesitarlo.
Respiró profundo. Al expandirse el pecho, sintió que le molestaba aquel pedazo de metal incrustado en su cintura.

 

fernando olszanski 350Fernando Olszanski nació en Buenos Aires, Argentina. Ha vivido alternativamente en Escocia, Ecuador, Japón y actualmente reside en Chicago, Estados Unidos. Considera que el viaje no ha terminado y mira constantemente hacia África. Es autor de la novela Rezos de marihuana, el poemario Parte del polvo, ambos publicados en Ediciones del Dock, Argentina (2001), el libro de cuentos El orden natural de las cosas, que fue galardonado con el segundo premio del International Latino Book Award en el 2011 en la categoría Best Popular Fiction. Es también coeditor de la antología América Nuestra, antología de narradores en los Estados Unidos (LinkguaUSA 2011) y de la antología Trasfondos, Antología de narrativa en español en el mediooeste norteamericano (Ars Communis Editorial, 2015). Esta última galardonada con el International Latino Book Award 2015 en la categoría Best Multi Author Book. Como artista visual, enfocándose en la fotografía y cortometrajes, ha participado en festivales de cine y muestras fotográficas en Estados Unidos, Argentina y Japón. Es Director Editorial de la revista Consenso de la Northeastern Illinois University. Su próximo libro de relatos titulado Rojo sobre blanco y otros relatos, estará disponible al público en el mes de septiembre publicado por Ars Communis Editorial.

 

Imperdonable enviado a Aurora Boreal® por Fernando Olszanski. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Fernando Olszanski. Foto Fernando Olszanski © Fernando Olszanski.

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